– ¿Entonces os dijo que Dacán estaba muerto? -interrumpió Fidelma, intentando de la mejor manera posible contener su impaciencia ante los rodeos de su primo.
Brocc parpadeó, poco habituado como estaba a que lo interrumpieran cuando estaba hablando.
– Había estado en el cubiculum de Dacán en el hostal de los huéspedes. Al parecer, no habían visto a Dacán en el ientaculum -hizo una pausa y se giró condescendiente hacia Cass-. Ésa es la comida con la que rompemos el ayuno al levantarnos.
Esta vez Fidelma no se molestó en ocultar el bostezo. El abad se sintió algo molesto y se apresuró a continuar.
– El hermano Conghus fue al hostal y se encontró el cuerpo del venerable Dacán sobre la cama. Lo habían atado de pies y manos y luego, eso parece, lo habían apuñalado varias veces. Se mandó llamar al médico y éste lo examinó. Las heridas iban directas al corazón y cualquiera de ellas podía ser mortal. A mi fer-tighis, el administrador de la abadía, se le ordenó que llevara a cabo una investigación. Interrogó a los de la abadía, pero nadie había visto u oído nada extraño. No se aclaró nada sobre quién había llevado a cabo aquel acto ni por qué. Dado que el venerable Dacán era un huésped tan distinguido, yo inmediatamente envié una nota al rey Cathal a Cashel.
– ¿También enviasteis una nota a Laigin?
Brocc sacudió inmediatamente la cabeza en señal de negación.
– En aquel momento había un comerciante de Laigin en la abadía. A lo largo de esta costa, hasta Laigin, hay mucho comercio marítimo. Sin duda este comerciante fue el que informó a Fearna de la muerte de Dacán y también al hermano de Dacán, el abad Noé.
Fidelma se inclinó hacia adelante mostrando interés.
– ¿Cómo se llamaba el comerciante?
– Creo que Assíd. Mi feer-tighis, el hermano Rumann, ha de saberlo.
– ¿Cuándo partió para Laigin ese comerciante?
– Yo creo que fue el mismo día en que se descubrió el cuerpo de Dacán. No estoy muy seguro de cuándo. El hermano Rumann conocerá más detalles.
– ¿Pero él hermano Rumann no encontró nada que explicara la muerte? -interrumpió Cass.
El abad asintió con la cabeza y Fidelma continuó preguntando.
– ¿Cuándo supisteis por primera vez que Laigin os responsabilizaba de la muerte y exigía una indemnización por parte del rey de Muman?
Brocc se mostraba ceñudo.
– Cuando ese barco de guerra llegó y su capitán bajó a tierra para decirme que, como abad, yo era considerado el responsable. Entonces recibí a un mensajero de Cashel que me informó que la indemnización, cifrada en las tierras de Osraige, era lo que exigía el nuevo rey de Laigin, pero que el rey Cathal había enviado a por vos para que investigarais el asunto.
Fidelma se reclinó en su silla y juntó las manos una yema contra otra tratando de concentrarse.
– ¿Y éstos son los hechos tal como los conocéis, Brocc?
– Tal como yo los conozco -afirmó Brocc con solemnidad.
– Bueno, lo único claro es que el venerable Dacán fue asesinado -resumió Cass taciturno-. También está claro que el acto sucedió en esta abadía. Por lo tanto, también está claro que se ha de pagar una indemnización.
Fidelma lo miró con expresión irónica.
– Ciertamente, éste es nuestro punto de partida -dijo sonriendo levemente-. Sin embargo, ¿quién ha de pagar esa indemnización? Eso es lo que debemos descubrir ahora.
Se levantó de repente y Cass siguió su ejemplo con cierta renuencia.
– ¿Y ahora qué, prima? -preguntó ansioso Brocc alzando la vista hacia su joven pariente.
– ¿Ahora? Ahora, yo creo que Cass y yo vamos a buscar algo para comer, pues no hemos tomado nada desde ayer a mediodía y luego debemos descansar un poco. Hemos pasado la noche en el bosque frío y húmedo y hemos dormido poco. Empezaremos nuestra investigación después de vísperas.
Brocc abrió bien los ojos.
– ¿Empezar? Yo creía que os había dicho todo lo que se sabía en la abadía sobre este asunto.
Fidelma apretó los labios con ironía.
– No entendéis cómo lleva una investigación un brehon. No importa. Empezaremos a averiguar quién mató a Dacán y por qué.
– ¿Creéis que podéis? -inquirió Brocc, mostrando en sus ojos un débil rayo de esperanza.
– Para eso estoy aquí -dijo Fidelma con voz cansada.
Brocc parecía dudar. Entonces cogió una campanita de plata que había sobre la mesa y la hizo sonar.
Un anacoreta de mediana edad y metido en carnes prorrumpió en la estancia. Todos sus movimientos mostraban una actividad frenética, una energía apenas oculta que parecía producir la agitación de cada uno de sus miembros. Aquella nerviosa inquietud del hombre hacía que incluso Fidelma se sintiera incómoda.
– Éste es mi fer-tighis, el administrador de la abadía -lo presentó Brocc-. El hermano Rumann se ocupará de satisfecer todas vuestras necesidades. No tenéis más que pedírselas. Os volveré a ver en vísperas.
Parecía que el hermano Rumann los impulsara físicamente delante de él cuando salieron de las estancias del abad.
– Al haberme enterado por el hermano Conghus de que habíais llegado, he preparado unas habitaciones en el tech-óiged, hermana. -Su voz era tan jadeante como su apariencia agitada-. Estaréis muy cómodos en nuestro hostal de huéspedes.
– ¿Y la comida? -preguntó Cass.
El comentario que había hecho Fidelma de que habían comido muy poco en las últimas veinticuatro horas había hecho que él lo recordara y estaba muerto de hambre.
La cabeza del hermano Rumann iba botando de arriba abajo, o eso parecía; una pelota grande, redonda y carnosa donde el cabello crecía ralo. La carne de su cara redonda tenía tantas arrugas que resultaba imposible ver si sonreía o fruncía el ceño.
– Hay comida preparada -confirmó-. Os llevaré al hostal enseguida.
Lo fueron siguiendo por los pasillos de piedra gris de los edificios de la abadía, atravesaron diminutos patios y luego continuaron por oscuros pasadizos.
– ¿Cómo están sor Eisten y los niños? -preguntó Fidelma después de permanecer en silencio un rato.
El hermano Rumann hizo un sonido como de cacareo con la lengua, como una mamá gallina nerviosa. De repente Fidelma sonrió, pues eso era precisamente lo que le recordaba el hermano Rumann mientras avanzaba anadeando delante de ellos con las manos aleteando en sus costados.
– Sor Eisten está exhausta y parece que está muy afectada por la experiencia vivida. Los niños sólo están cansados y lo que más necesitan en este momento es calentarse y dormir. El hermano Midach, nuestro médico, los ha examinado. No tienen signos de enfermedad.
El hermano Rumann se detuvo ante la puerta rectangular de un edificio de dos plantas situado junto a uno de los muros principales de la abadía, separado de la imponente iglesia central por una plaza empedrada en cuyo centro había una campana.
– Éste es nuestro tech-óiged, hermana. Nos enorgullecemos de nuestro hostal de huéspedes. En verano recibimos visitantes de muchos lugares.
Abrió de golpe la puerta, como un artista que fuera a representar alguna proeza ante un numeroso público, y luego los condujo al interior del edificio. Inmediatamente se encontraron en un gran vestíbulo que era espacioso y estaba bien decorado con tapices e iconos. Una escalera de madera los condujo a un segundo piso donde el administrador les mostró las habitaciones. Fidelma vio que sus alforjas ya estaban en el interior.
– Espero que este alojamiento sea bastante cómodo -dijo el hermano Rumann y, antes de que pudieran contestar, ya se había dado la vuelta y se metía por otra habitación-. Para esta ocasión -su voz les indicaba que lo siguieran-, he ordenado que os traigan aquí la comida. Sin embargo, a partir de esta noche, las comidas se sirven en el refectorio, que es el edificio contiguo. Todos nuestros huéspedes suelen comer allí.