Los tres se detuvieron repentinamente, sorprendidos por el sonido de un suave canturreo que surgía del silencio.
El hermano Rumann se quedó ante una puerta y la abrió de un empujón. Fidelma y Cass otearon con curiosidad por encima de su hombro.
En el interior estaba sor Eisten sentada en el extremo de una cama con uno de los niños de cabello oscuro de Rae na Scríne en los brazos. Fidelma vio que era Cosrach, el más joven de los dos niños. Sor Eisten lo tenía cogido y canturreaba una nana en voz baja. El niño sollozaba suavemente abrazado a ella. Los sollozos eran ahora más leves. Sor Eisten parecía ajena a las personas que se amontonaban en la puerta.
Fue el niño mayor, el otro de cabello oscuro, quien, de pie junto a sor Eisten, levantó la mirada, los vio y frunció el ceño. Atravesó la pequeña habitación y, como quien no quiere la cosa, los obligó a retroceder de la puerta hasta el pasillo, los siguió y cerró la puerta tras él. Levantó la barbilla; su expresión parecía desafiante y fruncía el ceño ante aquella intrusión.
– Hemos oído un grito, chico -le dijo resollando el hermano Rumann.
– Era mi hermano -contestó el chico con tono malhumorado-. Mi hermano tenía una pesadilla, eso es todo. Ahora ya está bien. Sor Eisten lo oyó y vino a ayudarlo.
Fidelma se inclinó hacia adelante, sonriendo tranquilizadora, intentando recordar su nombre.
– Entonces no hay de qué preocuparse… ¿Te llamas Cétach, verdad?
– Sí -contestó con tono huraño, casi a la defensiva.
– Muy bien, Cétach. Tu hermano y tú habéis tenido una mala experiencia. Pero ahora ya ha acabado. No hay que preocuparse.
– Yo no estoy preocupado -contestó el chico con desdén-. Pero mi hermano es más joven que yo. No puede evitar tener pesadillas.
Fidelma tuvo la sensación de que hablaba con un hombre más que con un niño. El chaval era más sabio que lo que correspondía a su edad.
– Por supuesto que no -admitió con rapidez-. Tienes que convencer a tu hermano de que ahora está entre amigos que van a cuidarlo.
El chico esperó un momento y luego continuó.
– ¿Puedo volver con mi hermano ahora?
Los dos chicos necesitarían tiempo para superar la experiencia, pensó Fidelma. Volvió a sonreír, esta vez con cierta falsedad, y asintió con la cabeza.
Cuando la puerta de la habitación se cerró tras el muchacho, el hermano Rumann cacareó afligido y luego se volvió por el pasillo anadeando.
Fidelma regresó lentamente hacia la escalera. Cass iba tras ella.
– Pobrecillos -observó Cass-. Algo malo les ha sucedido. Espero que Salbach encuentre a Intat y a sus hombres y los castigue pronto.
Fidelma asintió distraída con la cabeza.
– Al menos el reclamo del niño ha hecho que sor Eisten reaccionara. Yo estaba más preocupada por ella que por los niños. Los niños tienen resistencia. Pero a Eisten le ha afectado la muerte del bebé esta mañana.
– No había nada que ella pudiera haber hecho -contestó Cass con lógica, descartando los aspectos emocionales del asunto-. Aunque no nos hubiéramos visto obligados a acampar al raso la pasada noche, seguro que el niñito hubiera muerto. Yo vi que tenía síntomas de peste amarilla.
– Deus vult -contestó Fidelma de forma automática con un fatalismo en el que no creía realmente-. Es la voluntad de Dios.
El tañido de la campana llamando a vísperas, la sexta hora canónica, despertó a Fidelma de mala gana de un sueño profundo. Al oír los tañidos, se dio cuenta de que era demasiado tarde para reunirse con los hermanos en la iglesia de la abadía, y se levantó de la cama y empezó a entonar la oración de aquella hora. La mayoría de los rituales de la iglesia en los cinco reinos se seguía llevando a cabo en griego, la lengua de la fe en la que se habían escrito las Santas Escrituras. Sin embargo, muchos se decantaban por la lengua de Roma, el latín, que estaba reemplazando al griego como una de las lenguas indispensables de la iglesia. A Fidelma no le costaba mucho cambiar de una lengua a otra, pues sabía hablar tan bien el latín como el griego, conocía un poco de hebreo además de su lengua materna y también algo de las lenguas utilizadas por los britanos y los sajones.
Libre de sus responsabilidades religiosas, Fidelma se dirigió hacia el cuenco con agua que había sobre una mesa de su habitación y se lavó rápidamente con el líquido casi helado. Se secó bien con la toalla y luego se vistió. Cuando estuvo lista, salió al pasillo. La puerta de la habitación de Cass estaba abierta y dentro no había nadie, así que siguió avanzando por el pasillo, que, como ya había anochecido, estaba iluminado con algunas velas que parpadeaban en unos receptáculos sujetos en las paredes de piedra.
– Ah, sor Fidelma. -Era la figura asmática del hermano Rumann, que había aparecido en la penumbra cuando ella bajaba las escaleras hacia el vestíbulo principal de la planta baja del hostal-. ¿Se ha perdido las vísperas?
– Me he quedado dormida y me despertó la campana. He hecho las invocaciones a Nuestro Señor en mi habitación.
Se mordió el labio al decir esto. No había sido su intención que aquello pareciera algo dicho a la defensiva, pero sentía que había un cierto tono de censura en la voz del administrador.
El rostro del hermano Rumann se arrugó dando lugar a lo que le pareció una sonrisa, aunque no sabía si era de desprecio o de compasión.
– El joven soldado, Cass, fue a la iglesia de la abadía y es probable que se esté dirigiendo directamente al praintech, nuestro refectorio, para la cena. ¿Quiere que la lleve hasta allí?
– Gracias, hermano -contestó Fidelma con solemnidad-. Le agradeceré que me guíe.
El rechoncho religioso cogió una linterna encendida de uno de los ganchos de la pared y empezó a conducirla por el edificio, luego por el patio ahora a oscuras hasta el edificio contiguo, una gran construcción donde entraban muchos religiosos, tanto hombres como mujeres, formando filas que parecían interminables.
– No os preocupéis, hermana -dijo el hermano Rumann-. El abad ha dado la orden de que vos y el soldado Cass os sentéis en su mesa a las horas de las comidas durante vuestra estancia.
– ¿De qué habría de preocuparme? -inquirió Fidelma mirándolo con curiosidad.
– Hay tanta gente en la abadía que tenemos que hacer tres turnos para las comidas. Los que han de esperar hasta el tercer turno a menudo encuentran la comida fría, lo que causa protestas. Por eso, muchos de los hermanos están ahora trabajando en la construcción de un comedor nuevo en el extremo este de los edificios de la abadía. En el nuevo praintech habrá sitio para todos.
– ¿Un refectorio que albergará a varios centenares de almas bajo un mismo techo?
Fidelma no pudo evitar que su voz reflejara escepticismo.
– Eso mismo, hermana. Una gran obra y que se verá completada pronto, le cunamh Dé. -Añadió el «si Dios quiere» con tono piadoso.
Se detuvieron en el vestíbulo del refectorio y un asistente fue hacia ellos para quitarles los zapatos o las sandalias y apilarlos, pues era costumbre en la mayoría de comunidades monásticas que se sentaran a comer descalzos. Rumann la condujo al interior de la sala abarrotada, pasando junto a las filas de mesas llenas de religiosos de ambos sexos. La sala del refectorio estaba iluminada con numerosas lámparas de aceite chisporroteantes, cuyo olor acre se mezclaba con el fuerte aroma del fuego de turba humeante que ardía en el gran hogar situado al principio de la estancia. Los olores se hacían todavía más intensos al entremezclarse con el contenido de los incensarios situados en varios puntos de la sala. Aun así, las lámparas y el fuego generaban poco calor para vencer el frío atardecer otoñal. Tan sólo después de un rato, con los doscientos cuerpos apretados, emergió un cierto calor.