Aquel espectacular montículo era su objetivo; un gran crestón de roca caliza que se elevaba doscientos pies y dominaba la llanura en todas las direcciones. Se levantaba de manera escarpada y de vez en cuando el relámpago recortaba su silueta. Fidelma sintió una opresión en la garganta al contemplar aquellos lugares familiares. Observó las construcciones fortificadas que dominaban aquella fortaleza natural (Cashel, sede de los reyes de Muman, el mayor de los cinco reinos de Éireann. Era donde había nacido y pasado su niñez).
Al ir avanzando con la cabeza inclinada contra el viento salvaje y racheado que la empapaba de lluvia, sintió una curiosa mezcla de emociones. Le excitaba la idea de ver a su hermano Colgú, después de varios años de ausencia, pero también experimentó una cierta ansiedad al pensar en por qué le había tenido que enviar un mensaje pidiéndole que abandonara la comunidad de Kildare y se apresurara en llegar a Cashel con suma urgencia.
Durante todo el viaje, las preguntas iban asaltando su mente, aunque posiblemente no pudiera encontrarles respuesta. Se había reprendido varias veces por perder tiempo y energía en eso. Fidelma había sido educada en una antigua disciplina. Recordó el consejo de su primer maestro, el brehon Morann de Tara: «No coloques los huevos sobre la mesa antes de haber ido a visitar a la gallina». No tenía sentido preocuparse de la respuesta de un problema antes de saber las preguntas que había que hacerse.
Así pues, intentó olvidarse de tales preocupaciones y buscó refugio en el arte del dercad, el acto de meditación con el que innumerables generaciones de místicos irlandeses habían alcanzado el estado de sitcháin o paz, calmando los pensamientos extraños y los enfados de la mente. Ella practicaba regularmente este antiguo arte en momentos de tensión, a pesar de que algunos miembros de la fe, como Ultan, el arzobispo de Armagh, denunciaban su uso como una práctica pagana porque lo habían practicado los druidas. Incluso el mismo san Patricio, un britano que había hecho mucho por establecer la fe en los cinco reinos hacía dos siglos, había proscrito expresamente algunas de las artes meditativas de autoiluminación. Sin embargo, el dercad, aunque se censuraba, todavía no estaba prohibido. Era una manera de relajar y calmar el torbellino de pensamientos en una mente preocupada.
De esta manera Fidelma fue avanzando por entre la lluvia y el viento, con el continuo retumbar de los truenos y los destellos de los relámpagos, hasta aproximarse a la fortaleza de los reyes de Muman. Llegó a las afueras del lugar casi antes de darse cuenta.
Alrededor del crestón de roca caliza, bajo la sombra de la fortaleza, durante siglos había ido creciendo una gran población con mercado. El día se había oscurecido considerablemente, pues la tormenta seguía sin amainar. Fidelma llegó a la entrada de la ciudad y empezó a guiar a su caballo por entre las estrechas calles. Sentía el olor acre de los fuegos de turba y veía, aquí y allá, la tenue luz de numerosos faroles parpadeantes. De repente, surgiendo de entre las sombras oscuras, un guerrero alto, aguantando con una mano una linterna en lo alto y sosteniendo una lanza, sin hacer fuerza pero de forma profesional, le dio el alto en la entrada con la otra mano.
– ¿Quién sois y qué venís a hacer aquí a Cashel?
Sor Fidelma refrenó su caballo.
– Soy Fidelma de Kildare -contestó alzando la voz para que se le oyera entre el ruido de la tormenta. Luego decidió corregir sus palabras-. Soy Fidelma, hermana de Colgú.
El guerrero dejó ir un silbido y se puso firme.
– Pasad, señora. Esperábamos vuestra llegada.
Se volvió a retirar hacia las sombras para continuar su incómoda tarea de centinela frente a los peligros de la noche.
Fidelma siguió guiando a su caballo por entre las estrechas y oscuras calles de la ciudad. Sus oídos percibían el sonido de risas ocasionales y de una música animada procedente de algunos de los edificios junto a los que pasaba. Atravesó la plaza de la ciudad y se encaminó hacia el sendero que ascendía sinuoso hasta la cima de la colina rocosa. Ésta estaba habitada desde tiempos inmemoriales. Los antepasados de Fidelma, los Éoganacht, los hijos de Eoghan, se habían establecido allí hacía trescientos años cuando reclamaron para sí el trono de Muman, haciendo de la roca su centro político y luego eclesiástico.
Fidelma conocía cada pulgada del terreno, pues su padre, Failbe Fland, había sido rey de Cashel.
– ¡No sigáis avanzando! -chilló una voz débil y aflautada, despertando repentinamente a Fidelma de su ensoñación.
Fidelma se detuvo bruscamente y bajó la mirada sorprendida hacia la figura amorfa que había saltado delante de su caballo para cortarle el paso. Sólo por la voz pudo Fidelma darse cuenta de que aquel revoltijo de pieles y harapos era una mujer. La figura estaba en cuclillas, empapada por la lluvia, y se apoyaba en un bastón. Fidelma se acercó pero no era capaz de distinguir los rasgos de la mujer. Que era vieja resultaba obvio, pero todo quedaba a oscuras salvo, gracias a la luz de un rayo, la visión fugaz del cabello blanco empapado por la lluvia y pegado a su cara.
– ¿Quién sois? -inquirió Fidelma.
– No importa. ¡No avancéis, si valoráis vuestra vida!
Fidelma arqueó las cejas con sorpresa ante tal respuesta.
– ¿Qué es esta amenaza, vieja? -preguntó con dureza.
– No es una amenaza, señora -se carcajeó la bruja-. Simplemente os aviso. La muerte se ha instalado en ese lúgubre palacio de allá. La muerte abarcará a todos los que vayan allí. ¡Dejad este lugar miserable si valoráis vuestra vida!
Un relámpago repentino y el retumbo de un trueno distrajeron por un momento a Fidelma mientras intentaba calmar a su inquieta cabalgadura. Cuando se volvió a girar, la vieja había desaparecido. Fidelma apretó los labios y se encogió de hombros. Luego hizo avanzar a su caballo por el camino hasta llegar a las puertas del palacio de los reyes de Muman. Dos veces más le dieron el alto durante el ascenso y una y otra, al responder ella, los soldados la dejaron pasar con señales de respeto.
Un mozo de escuadra vino corriendo a hacerse cargo de su caballo mientras ella por fin descendía de su caballo en el patio enlosado, que estaba iluminado por trémulas linternas vacilantes que danzaban con el viento siguiendo misteriosos movimientos. Fidelma sólo se detuvo para acariciar a su caballo en el hocico y retirar su alforja de cuero y luego se apresuró a grandes zancadas hacia la puerta principal del edificio. Ésta se abrió para recibirla antes de que la golpeara.
Ya en el interior se encontró en un amplio vestíbulo, caldeado por un gran fuego crepitante en un hogar situado en el centro y casi tan grande como una estancia pequeña. El vestíbulo estaba lleno de personas que se giraron para mirarla y susurraron entre ellas. Un criado se adelantó para cogerle la bolsa y ayudarle a quitarse la capa de viaje. La muchacha sacudió la prenda empapada por la lluvia y se la quitó de los hombros y corrió a calentarse al fuego. Un segundo criado, según le dijo el primero, había ido a informar a su hermano Colgú de que ella había llegado.
Entre la gente que estaba en el gran vestíbulo del palacio examinando con curiosidad su figura empapada, Fidelma no vio ningún rostro familiar. En el vestíbulo se respiraba un aire de estudiada solemnidad. De hecho, Fidelma percibió una profunda melancolía en el lugar. Incluso una atmósfera de hostilidad. Un religioso de rostro adusto, con las manos juntas como en manifiesta actitud de plegaria, estaba a un lado del fuego.