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Conghus hizo un gesto de indiferencia.

– Yo sólo soy el aistreóir aquí, hermana. Soy el ostiario y el campanero. Cuando mi abad me dice que haga algo, lo cumplo, siempre que no sea contrario a las leyes de Dios y de los brehons. No interrogaré a mi abad respecto a sus motivos mientras esos motivos no produzcan daño a sus hombres. Mi deber es obedecer y no preguntar.

Fidelma se lo quedó mirando un momento pensativa.

– Ésa es una filosofía interesante, Conghus. Podríamos discutir ampliamente al respecto. Pero dejad que me aclare. Tan sólo una semana antes del asesinato de Dacán, el abad os pide específicamente que vigiléis al respecto. No dice por qué. No os da ninguna razón por la que pudiera temer por la seguridad de Dacán.

– Ya os lo he dicho, hermana.

Fidelma se levantó con una brusquedad que sorprendió a todos.

– Muy bien. Vayamos abajo para que me podáis mostrar la habitación que ocupaba Dacán.

Conghus se puso en pie parpadeando un poco ante aquel cambio rápido.

Los condujo fuera de la estancia y luego por un pasillo y escaleras abajo.

Cass y sor Necht iban detrás de Fidelma. La cara de Necht todavía resplandecía de entusiasmo y excitación, mientras que Cass tan sólo parecía sorprendido.

Conghus se detuvo ante una puerta en la planta baja del hostal, en el otro extremo del pasillo, donde sor Eisten y los niños tenían sus habitaciones.

– ¿Alguien ocupa ahora la habitación? -preguntó Fidelma mientras Conghus se inclinaba ante el pomo para abrir la puerta.

Conghus dudó y se enderezó otra vez.

– No, hermana. Desde la muerte de Dacán, está desocupada. De hecho, tampoco sus cosas se han tocado de la habitación, por orden del abad. Creo que los representantes del hermano de Dacán, el abad Noé de Fearna, han exigido el retorno de sus efectos personales.

– ¿Y entonces por qué los han guardado? -preguntó Cass, hablando por primera vez desde que había empezado el interrogatorio a Conghus.

Conghus lo miró ciertamente sorprendido por aquella interrupción inesperada.

– Supongo que el abad decidió que no se tocara nada hasta que llegara el dálaigh y concluyera la investigación.

Conghus se volvió a inclinar, manipuló en el pestillo y luego abrió de golpe la puerta. Estaba a punto de entrar en la habitación oscura cuando Fidelma le tocó el brazo y le retuvo.

– Dadme una linterna.

– Hay una lámpara de aceite junto a la cama; la puedo encender.

– No -insistió Fidelma-. No quiero que se toque ni mueva nada; eso si no se ha tocado ya algo. Sor Necht, acercadme esa lámpara de aceite que tenéis detrás.

La joven novicia se movió con presteza para bajar la lámpara de la pared.

Fidelma cogió la lámpara, la levantó alto y se quedó en el umbral oteando el interior.

La habitación era casi como ella había supuesto. Había una cama de madera con un colchón de paja y mantas en una esquina. Junto a ella, había una mesita y encima de ésta una lámpara de aceite. En el suelo, justo bajo la mesa, había un par de sandalias usadas y, de una hilera de colgadores, pendían tres grandes sacos de cuero. Había otra mesa al otro lado de la cama sobre la que estaban esparcidas algunas tablillas de madera recubiertas de cera y, junto a éstas, un graib, un estilo con la punta metálica, para escribir. También había un montón de vitelas y un cuerno que era obviamente un adircín utilizado para contener el dubh o tinta hecha con carbono. Un conjunto de plumas de cuervo estaba apilado al lado y un cuchillito preparado para afilarlas. Fidelma se dio cuenta de que Dacán, como muchos escribas, tomaba notas en las tablillas de cera y luego las transcribía definitivamente sobre las vitelas, que luego se atarían.

Dudó por un momento intentando asegurarse de que no se había olvidado de nada en su examen inicial. Luego avanzó hacia la mesa y echó un vistazo a las tablillas para escribir. Sus labios reflejaron una cierta decepción cuando vio que no tenían caracteres escritos. La superficie estaba totalmente limpia.

Se volvió hacia Conghus.

– No creo que os fijarais en si estaban limpias o escritas en el momento en que fue descubierto el cuerpo de Dacán.

Conghus sacudió la cabeza en señal de negación.

Fidelma dejó ir un suspiro y echó una ojeada a las vitelas. También estaban vacías de contenido.

Se giró. Había unas manchas oscuras en las mantas que todavía seguían amontonadas en desorden sobre la cama. No había que ser muy avispado para darse cuenta de que las manchas eran de sangre seca. Miró hacia los colgadores de la pared y empezó a examinar el contenido de las alforjas de cuero que de allí pendían. Contenían una muda de ropa interior, una capa, algunas camisas y otras prendas. También había algunos utensilios para el afeitado y artículos para el aseo personal, pero poco más. Fidelma volvió a guardar todo con cuidado en el interior de las sacas y las volvió a colgar.

Se quedó un momento mirando alrededor de la habitación hasta que, para gran sorpresa de los que la observaban, se puso de rodillas y examinó con cuidado el suelo mientras seguía sosteniendo la linterna con una mano.

El suelo estaba recubierto de una fina capa de polvo. Al parecer, el hermano Conghus tenía razón cuando había dicho que nadie había entrado en la habitación desde el asesinato. De repente Fidelma se estiró por debajo de la cama y sacó algo que parecía una vara corta. Era una varilla de dieciocho pulgadas de madera de álamo temblón cortada con muescas. Pasaba tan desapercibida que fácilmente podía no verse.

Oyó un leve grito proveniente de la puerta, se giró y vio que sor Necht observaba desde allí.

– ¿Reconocéis esto? -inquirió rápidamente a la joven novicia levantando la varilla hacia la luz.

Necht sacudió inmediatamente la cabeza en señal de negación.

– Era…; no, creía que era otra cosa. No, me equivocaba. No la he visto antes.

Mientras seguía sosteniendo lo que había encontrado, Fidelma posó la vista sobre la mesita que había junto a la cama. Lo único que había allí era la lamparita de aceite. Se pasó la varita de madera a la misma mano que sostenía la linterna y tendió la que le quedaba libre para alcanzar la lamparita. Pesaba y obviamente estaba llena de aceite. La volvió a colocar en su sitio y se pasó la varita a la otra mano.

Se dirigió hacia el umbral, donde se apelotonaban los demás, esperando expectantes como si fuera a decir algo de importancia. Ella seguía ausente agarrando la varita de madera.

Fidelma regresó de nuevo al interior de la habitación y se quedó levantando la lámpara para que iluminara la mayor parte de la estancia. Sus ojos se iban moviendo lentamente y escrutadores para no perderse nada.

Aquella habitación era una celda oscura. Tan sólo había una ventanita, a bastante altura en la pared de encima de la cama, por la que debía de entrar poca luz. El ventanuco no sólo era pequeño, sino que estaba orientado hacia el norte. La luz, pensó ella, sería fría y gris. Una habitación como ésta, para que se pudiera trabajar en ella, había de estar permanentemente iluminada. Se giró y examinó la puerta. No había nada de particular. Ni cerradura ni cerrojo; tan sólo un simple pestillo.

– ¿Necesitáis algo más de mí, hermana? -preguntó el hermano Conghus después de que llevaran todos un rato en silencio-. Se acerca la hora de completa y he de tocar la campana.

La completa o compline era el séptimo y último servicio religioso del día.

Fidelma apartó la vista de la habitación con renuencia.

– ¿Hermana? -insistió Conghus al ver que ella parecía seguir ensimismada en sus pensamientos.

Dejó ir un leve suspiro, parpadeó y entonces se volvió hacia él.

– ¿Qué? Oh, sí, una cosa más, Conghus. Las tiras de tela de colores con las que habéis dicho que estaba atado Dacán, ¿dónde están?