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– ¿De qué estaban hechas las ataduras? -preguntó Fidelma, queriendo comprobar lo que ya sabía.

– Pedazos de tela. Por lo que yo recuerdo eran trozos de lino teñido.

– ¿Recordáis los colores?

– Azul y rojo, creo.

Fidelma asintió con la cabeza. Aquello concordaba con lo que había dicho el hermano Conghus.

– ¿Supongo que se tiraron? -preguntó Fidelma, suponiendo lo peor.

Se quedó sorprendida cuando Tóla sacudió la cabeza en señal de negación.

– Lo cierto es que no. Nuestro boticario emprendedor, el hermano Martan, tiene un gusto morboso por las reliquias y decidió que las ataduras de Dacán llegarían tal vez algún día a convertirse en reliquias muy buscadas y valiosas, en particular si la fe lo reconocía como hombre de gran santidad.

– ¿Así que ese hermano…?

– Martan -añadió Tóla.

– ¿Así que este hermano Martan las ha guardado?

– Exactamente.

– Bien -dijo Fidelma sonriendo aliviada-, eso es excelente. Sin embargo, me tendré que hacer cargo temporalmente de ellas, puesto que son una prueba pertinente de mi investigación. Podéis decirle al hermano Martan que se las devolveremos tan pronto acabe.

Tóla asintió con la cabeza pensativo.

– ¿Pero cómo se dejó atar Dacán por sus enemigos sin luchar?

Fidelma hizo una mueca.

– Tal vez no se dio cuenta de que eran sus enemigos hasta más tarde. Sólo una cosita más, si no os importa, y luego ya le dejo. Habéis dicho que el cuerpo estaba frío y que ello implicaba que llevaba tiempo muerto. ¿Cuánto tiempo?

– Es difícil de decir. Varias horas al menos. No sé cuándo fue visto por última vez Dacán, pero pudo haber sido asesinado alrededor de medianoche. Ciertamente la muerte ocurrió durante la noche, no más tarde.

Fidelma se quedó mirando la lámpara de aceite que había sobre la mesa junto a la cama.

– A Dacán, lo mataron alrededor de medianoche -dijo reflexionando-. Sin embargo, cuando lo encontraron, la lámpara de aceite todavía ardía.

Cass, que había sido un espectador más o menos silencioso en el interrogatorio de Fidelma al hermano Tóla, la observaba con interés.

– ¿Por qué comentáis eso, hermana? -inquirió.

Fidelma se dirigió una vez más hacia la lámpara y la cogió con cuidado para no verter el aceite. Sin decir nada se la entregó con el mismo cuidado. Él la agarró y su rostro reflejó gran asombro.

– No lo entiendo -dijo.

– ¿No notáis nada raro en la lámpara?

Él sacudió la cabeza.

– Todavía está llena de aceite. Si es la misma lámpara, no puede haber estado encendida más de una hora a partir del momento en que el hermano Conghus descubrió el cuerpo.

Sor Fidelma estaba sentada en su habitación con las manos cogidas en la nuca y mirando hacia el techo en la penumbra. Había decidido hacer una pausa en la investigación por aquella noche. Había agradecido al hermano Tóla su ayuda y le había recordado una vez más que a la mañana siguiente el hermano Martan tenía que entregarle las tiras de tela con las que se había atado a Dacán. Luego había deseado a la joven y entusiasta sor Necht buenas noches y le había dicho que por la mañana volviera a hacer venir al hermano Rumann ante su presencia.

Ella y Cass se habían retirado a sus respectivas habitaciones y ahora, en lugar de quedarse inmediatamente dormida, permanecía sentada, reclinada sobre la cama, con la lámpara ardiendo mientras consideraba la información que había recopilado hasta entonces.

Una cosa de la que se daba cuenta era de que su primo, el abad Brocc, había sido selectivo con la información que le había proporcionado. ¿Por qué le había pedido al hermano Conghus que vigilara a Dacán tan sólo una semana antes de que lo mataran? Eso era algo que tenía que averiguar con Brocc.

Se oyó un golpecito en la puerta de su habitación.

Frunciendo el ceño, se levantó de la cama y la abrió.

Al otro lado estaba Cass.

– He visto que teníais la luz encendida. Espero no molestaros, hermana.

Fidelma sacudió la cabeza, le pidió que entrara y cogió la única silla que había en la habitación mientras ella volvía a sentarse en la cama. Por decoro, dejó la puerta abierta. En algunas comunidades, los nuevos códigos morales estaban cambiando los antiguos fundamentos. Muchos jefes de la fe, como Ultan de Armagh, se mostraban contrarios a las todavía existentes comunidades mixtas e incluso proponían el tan impopular concepto de celibato.

Fidelma estaba enterada de que estaba circulando una encíclica atribuida a Patricio en la que se daban treinta y cinco reglas para los seguidores de la fe. La novena regla ordenaba que un monje soltero y una monja, cada uno de un lugar diferente, no habían de permanecer en el mismo hostal o en la misma casa, ni viajar juntos en un carro de una casa a otra, ni conversar abiertamente. Y, de acuerdo con la regla diecisiete, una mujer que hiciera voto de castidad y luego se casara tenía que ser excomulgada, a menos que abandonara a su marido e hiciera una penitencia. Fidelma estaba indignada de que circulara ese documento en nombre de Patricio y sus obispos, Auxilio e Isernino, porque eran muy contrarios a las leyes de los cinco reinos. En realidad, lo que le hacía sospechar de la autenticidad del documento era que la primera regla decretaba que cualquier miembro de los religiosos que apelara a las leyes seculares merecía la excomunión. Después de todo, hacía doscientos años el mismo Patricio había sido uno de los miembros de la comisión de nueve hombres que el Rey Supremo, Laoghaire, había escogido para poner todas las leyes civiles y criminales de los cinco reinos en la nueva escritura.

Para Fidelma, la circulación de las «Reglas del primer consejo de Patrick», como se las llamaba, era otra nota de propaganda proveniente del bando proromano, que quería que la fe en los cinco reinos de Éireann fuera totalmente gobernada desde Roma.

De repente, se dio cuenta de que Cass había dicho algo.

– Lo siento -dijo torpemente-, la cabeza se me ha ido a muchas millas de distancia. ¿Qué estabais diciendo?

El joven soldado estiró las piernas en la sillita.

– Decía que he tenido una idea respecto a la lámpara.

– ¿Oh?

– Es obvio que alguien rellenó la lámpara cuando se descubrió el cuerpo de Dacán.

Fidelma observó sus ojos cándidos con solemnidad.

– Ciertamente, no hay duda de que la lámpara no podía llevar ardiendo toda la noche, si mataron a Dacán a medianoche o justo después… Es decir -añadió con una sonrisa burlona-, a menos que seamos testigos de un milagro, el milagro de la lámpara que se rellena sola.

Cass frunció el ceño, sin saber cómo tomarse aquello.

– Entonces es lo que yo digo -insistió.

– Quizás. Sin embargo, nos han dicho que el hermano Conghus descubrió el cuerpo y se encontró con que la lámpara estaba ardiendo. Él no la rellenó. Todavía seguía encendida cuando el hermano Tóla fue a examinar el cuerpo, y asegura que él no la rellenó. Luego nos dijo, al preguntárselo, que había apagado la luz cuando él y su ayudante, el hermano Martan, se llevaron el cuerpo al depósito para examinarlo. ¿Quién la rellenó?

Cass se quedó un momento pensativo.

– Entonces la tuvieron que rellenar justo antes de que el cuerpo fuera descubierto o después de que el cuerpo fuera retirado -dijo triunfante-. Después de todo, vos dijisteis que la lámpara sólo podía llevar encendida no más de una hora por la cantidad de aceite que todavía quedaba en ella. Alguien tiene que haberla rellenado.

Fidelma se quedó mirando complacida a Cass.

– Sabéis, Cass, estáis empezando a mostrar una mente de dálaigh.

Cass le devolvió la mirada frunciendo el ceño, sin saber si Fidelma se estaba burlando de él o no.