– Bien… -empezó a decir el soldado mientras se empezaba a levantar con expresión de mal humor.
Fidelma levantó una mano y le hizo señal de que se quedara.
– No quiero ser frívola, Cass. En serio, habéis dado con algo que a mí se me había pasado. Está claro que la lámpara se rellenó justo antes de que Conghus descubriera el cuerpo.
Cass se volvió a sentar con una sonrisa de satisfacción.
– ¡Esto es! Espero haber contribuido a resolver un misterio menor.
– ¿Menor? -reparó Fidelma con un cierto tono de amonestación.
– ¿Qué importa si la lámpara está llena o no? -preguntó Cass extendiendo sus manos para dar énfasis-. El problema principal es encontrar quién mató a Dacán.
Fidelma sacudió la cabeza con tristeza.
– No hay ningún punto lo bastante nimio para no ser tenido en cuenta cuando se intenta buscar la verdad. ¿Qué os dije respecto a recoger las piezas del puzle? Recoger cada fragmento, incluso aunque no parezca que esté conectado con otros. Recoger y guardar. Esto ha de aplicarse especialmente a aquellas piezas que parecen raras, que parecen inexplicables.
– ¿Pero qué importancia tiene una lámpara en este asunto? -inquirió Cass.
– Sólo lo sabremos cuando lo averigüemos. No podemos descubrirlo a menos que empecemos a hacer preguntas.
– Vuestro arte parece complicado, hermana.
Fidelma sacudió la cabeza en señal de negación.
– En realidad, no. Yo diría que vuestro arte es incluso más complicado que el mío en lo que se refiere a juzgar.
– ¿Mi arte? -preguntó Cass enderezándose-. Soy un simple guerrero al servicio de mi rey. Acato el código de honor que tiene cada guerrero. ¿Qué juicios he de emitir?
– El juicio de cuándo matar, cuándo mutilar y cuándo no. Ante todo, vuestra tarea es matar, mientras que nuestra fe nos lo prohibe. ¿Alguna vez habéis resuelto este problema?
Cass, molesto, se ruborizó.
– Yo soy un guerrero. Mato solamente a los malos, los enemigos de mi pueblo.
Fidelma se sonrió levemente.
– Parece que creyerais que son todos iguales. Sin embargo, la fe dice no matarás. Seguramente si matamos tan sólo para detener a los malvados y el mal, entonces ¿el mismo acto nos hace tan culpables como aquellos a los que matamos?
Cass resopló con desdén.
– ¿Preferirías que os mataran? -preguntó con cinismo.
– Si creemos en las enseñanzas de nuestra fe, hemos de creer que éste es el ejemplo que nos dejó Cristo. Tal como recoge Mateo las palabras del Salvador: «Los que viven de la espada morirán por la espada».
– Bueno, no se puede creer en tal ejemplo -se burló Cass.
A Fidelma le interesó aquella reacción, pues había luchado mucho con la teología de la fe y todavía no había encontrado un terreno bastante firme para argumentar muchos de sus principios básicos. A menudo expresaba sus dudas haciendo de abogado del diablo y a través de ello clarificaba sus propias actitudes.
– ¿Y eso por qué? -exigió ella.
– Porque sois un dálaigh. Creéis en la ley. Estáis especializada en descubrir asesinos y entregarlos a la justicia. Creéis en castigar a los que matan, incluso hasta el punto de levantar la espada contra ellos. No os quedáis a un lado y decís que ésa es la voluntad de Dios. Yo he oído a un hombre de la fe denunciando a los brehons también con las palabras de Mateo: «No juzgues o serás juzgado», dijo. Vosotros, abogados de la ley, no hacéis caso de las palabras de Mateo en eso y yo no hago caso de las palabras de Mateo contra la profesión de la espada.
Fidelma dejó ir un suspiro contrita.
– Tenéis razón. Es duro «poner la otra mejilla» en todas las cosas. Tan sólo somos seres humanos.
En cierto modo, nunca se había sentido a gusto con las enseñanzas de Jesús que había anotado Lucas de que, si alguien roba la capa de una persona, esa persona tenía que darle al ladrón también su camisa. Sin duda, si uno se exponía a tal opresión, como la de poner la otra mejilla, significaba que uno era igualmente culpable, pues en realidad resultaba una invitación a un mayor robo y más injuria por parte del malhechor. Sin embargo, según Mateo, Jesús dijo: «No creáis que he venido a traer la paz sobre la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. He venido, en efecto, a separar al hombre de su padre, a la hija de su madre, a la nuera de su suegra; y serán enemigos del hombre los de su propia casa».
Resultaba confuso. Y a Fidelma le había preocupado mucho.
– ¿Tal vez la fe espera demasiado de nosotros? -inquirió Cass interrumpiéndola abruptamente en sus pensamientos.
– Tal vez. Pero las esperanzas de la humanidad siempre han de exceder sus límites; si no, no habría progreso en la vida.
De repente la expresión de Fidelma se convirtió en una sonrisa maliciosa.
– Tenéis que perdonarme, Cass, pues a veces lo único que hago es intentar comprobar mis actitudes frente a la fe.
El joven soldado se mostró indiferente.
– Yo no tengo esa necesidad -replicó.
– Entonces vuestra fe es grande -contestó Fidelma sin poder evitar un tono de sarcasmo en la voz.
– ¿Por qué he de poner en duda lo que predican los prelados? -inquirió Cass-. Yo soy una persona simple. Ellos llevan siglos pensando en esos asuntos y, si así lo dicen, entonces es que así ha de ser.
Fidelma sacudió la cabeza apenada. Era en momentos como éste en los que echaba de menos las discusiones tormentosas que había tenido con el hermano Eadulf de Seaxmund's Ham.
– Cristo es el hijo de Dios -dijo con firmeza-. Por lo tanto, Él estaría de acuerdo con rendir homenaje a la razón, pues, si no hay duda, no puede haber fe.
– Sois una filósofa, Fidelma de Kildare. Pero yo no esperaba que una religiosa cuestionara su fe.
– He vivido demasiado tiempo para no ser una escéptica, Cass de Cashel. Uno debería atravesar la vida siendo escéptico respecto a todas las cosas y particularmente respecto a uno mismo. Pero ahora hemos agotado el tema y hemos de retirarnos. Tenemos mucho que hacer por la mañana.
Se levantó y Cass, con cierta renuencia, siguió su ejemplo.
Cuando él hubo abandonado su habitación, Fidelma se estiró en la cama y esta vez apagó la lámpara.
Intentó con todas sus fuerzas recordar qué hechos había averiguado respecto a la muerte del venerable Dacán. Sin embargo, se encontró con que eran otros los pensamientos que dominaban sus sentidos. Se referían a Eadulf de Seaxmund's Ham. Mientras pensaba en él, volvió a sentir un curioso sentimiento de soledad, como de nostalgia.
Echaba de menos sus debates. Añoraba la manera en que podía tomarle el pelo a Eadulf al discutir sus opiniones y filosofías encontradas; la forma que él tenía de caer bondadosamente en la trampa. Sus discusiones eran acaloradas, pero no había enemistad entre ellos. Aprendían juntos al examinar sus interpretaciones y debatir sus ideas.
Echaba de menos a Eadulf. Eso no podía negarlo.
Cass era un hombre simple. Resultaba bastante agradable; una compañía gratificante; un hombre que tenía un buen código moral. Sin embargo, para ella, carecía del agudo humor que necesitaba; carecía de una amplia perspectiva de conocimientos con los que los suyos propios pudieran competir. Al considerarlo así, Cass le recordaba un poco a alguien responsable de un episodio desagradable de su vida. Cuando tenía diecisiete años, se había enamorado de un joven soldado llamado Cian. Estaba en la guardia de élite del Rey Supremo, que era Cellach en aquel tiempo. Ella era joven y despreocupada, pero estaba enamorada. A Cian no le preocupaban sus búsquedas intelectuales y la había acabado dejando por otra. Aquel rechazo la dejó desilusionada. Se sintió amargada, aunque los años habían suavizado su actitud. Pero no había olvidado aquella experiencia y, en realidad, nunca se había recuperado. Tal vez nunca se lo había permitido a sí misma.