Eadulf de Seaxmund's Ham había sido el único hombre de su misma edad en cuya compañía se había sentido realmente cómoda y capaz de expresarse.
Quizás había iniciado la discusión de la fe como una manera de probar a Cass.
Entonces, ¿por qué quería probar a Cass? ¿Con qué finalidad? ¿Acaso quería la compañía de Eadulf y buscaba a un sustituto?
Soltó un silbido en la oscuridad, escandalizada ante aquella idea. Una idea ridicula.
Después de todo, había pasado varios días en compañía de Cass durante el viaje hasta allí y no había tenido ningún problema.
Tal vez la clave de la situación residía en el hecho de que ciertamente intentaba recrear a Eadulf porque estaba investigando un asesinato con Cass como compañero, mientras que anteriormente Eadulf había sido su camarada, la pared contra la que podía lanzar sus ideas.
¿Pero por qué había de querer recrear a Eadulf?
Volvió a soltar un silbido como para quitarse todo aquello de la cabeza. Luego se giró y hundió la cabeza enfadada en la almohada.
Capítulo VII
El tiempo había vuelto a cambiar con la sorprendente rapidez con que lo hacía en las islas y penínsulas del sudoeste de Muman. El cielo permanecía claro, casi de un azul traslúcido, y el sol brillaba dando un calor que era más propio de finales de verano que de los últimos días de otoño. El viento había amainado, pero permanecía una brisa marina, ventosa aunque sin fuerza. Así pues, el mar no estaba totalmente en calma, sino picado y revuelto, y hacía que los barcos anclados en la ensenada frente a Ros Ailithir se sacudieran en sus amarres. Arriba, en el cielo que dominaban las gaviotas, unos grandes cormoranes revoloteaban y descendían en picado, luchando por un lugar donde pescar entre los chillidos lastimeros y de protesta de sus compañeros. Por todas partes se veía cómo regresaban a la casa paíños negros con las ancas blancas que el tiempo tormentoso había conducido mar adentro.
Fidelma se había encaramado sobre la parte superior de la gruesa muralla de piedra del monasterio, que recorría un adarve. Contemplaba atentamente la ensenada de abajo. Había algunas barcas de pesca de los lugareños, un par de barcos pesqueros de bajura o barcas y una gran nave que comerciaba con Britania o Galia. Le habían dicho que era un mercante franco. No obstante, lo que llamaba su atención era el barco de guerra del rey de Laigin, situado amenazadoramente cerca de la entrada del puerto, con sus líneas elegantes y malévolas.
Fidelma llevaba sentada un buen rato con los brazos cruzados examinando el barco con curiosidad. Se preguntaba qué pensaba sacar Fianamail, el joven rey de Laigin con aquella intimidación. Comprendía que exigir el territorio de Osraige como precio de honor no era más que un movimiento político para recuperar el territorio perdido, pero, desde luego, se mostraba muy descarado al respecto. Seguro que nadie creería que la muerte del venerable Dacán, aunque fuera primo del rey de Laigin, mereciera la devolución de una tierra que debía fidelidad a Cashel desde hacía más de quinientos años. ¿Por qué Fianamail tenía que amenazarlos con la guerra por un asunto así?
Observó el estandarte de seda de los reyes de Laigin, que ondeaba orgulloso con la brisa marina. Había varios guerreros en la cubierta practicando sus artes guerreras, que le parecieron bastante ostentosas y más bien dirigidas a los observadores que estaban en la costa que a mantenerse en forma.
Fidelma hubiera deseado haber prestado mayor atención a aquella sección del Libro de Acaill, el gran código de leyes que se refería específicamente a las muir-bretha o leyes marítimas. La ley seguro que decía si ese tipo de intimidación estaba permitido. Tenía la vaga sensación de que la corona situada a las puertas de la abadía tenía algo que ver con esto, pero no estaba segura de qué. Se preguntaba si en la tech screptra, la biblioteca de la abadía, habría alguna copia de los libros de leyes que ella pudiera consultar respecto a este tema.
La única campana anunciando la tercia se oyó desde el campanario.
Fidelma dejó de contemplar aquella escena fascinante, se levantó y empezó a caminar de regreso por el adarve de madera que recorría la muralla del monasterio hacia las escaleras que conducían a los terrenos interiores de Ros Ailithir. Una figura familiar estaba mirando al mar un poco más allá en la muralla. Era la rolliza sor Eisten. Tenía la vista tan concentrada en la ensenada que no vio a Fidelma.
Fidelma se puso a su lado sin que se diera cuenta.
– Una hermosa mañana, hermana -la saludó.
Sor Eisten se sorprendió y se giró con la boca abierta. Parpadeó e inclinó con cuidado la cabeza.
– Sor Fidelma… Sí. Es hermosa -contestó sin entusiasmo alguno.
– ¿Cómo estáis hoy?
– Estoy bien.
Los tensos monosílabos parecían forzados.
– Eso es bueno. Habéis pasado una mala experiencia. ¿Y el niñito está bien?
Sor Eisten parecía confundida.
– ¿Niñito?
– Sí. ¿Se ha recuperado de su pesadilla? -Al ver que sor Eisten seguía sin comprender continuó-. El niño que se llama Cosrach. Ayer lo estabais acunando.
Sor Eisten parpadeó con rapidez.
– Oh… sí -dijo sin que pareciera estar segura.
– ¡Sor Fidelma!
Fidelma se giró al oír su nombre. Era la joven sor Necht, que se apresuraba escaleras arriba hasta el adarve. Parecía ansiosa y Fidelma tuvo la rara sensación de que lo que le producía tal ansiedad era encontrar a sor Eisten con Fidelma.
– El hermano Rumann está listo para verla, hermana -anunció sor Necht-. Está esperando impaciente en el hostal.
Fidelma miró a Eisten.
– ¿Estáis segura de que todo va bien?
– Todo va bien, gracias -contestó sin convicción.
– Bueno, si necesitáis de un alma amiga, sólo tenéis que llamarme.
En la iglesia de Irlanda, a diferencia de la costumbre de Roma según la cual todos tenían que hacer confesión de sus pecados a un sacerdote, cada persona tenía un anamchara, un alma amiga. La posición de un alma amiga era de confianza. Él o ella no era un confesor, sino más bien un confidente, un guía espiritual que actuaba de acuerdo con las prácticas de la fe de los cinco reinos. El alma amiga de Fidelma, desde que había alcanzado la edad de elegir, había sido Liadin de los Uí Dróna, su amiga de la niñez. Pero el alma amiga no tenía por qué ser del mismo sexo; Colmcille y otros líderes de la fe habían elegido almas amigas del sexo opuesto.
Eisten sacudía la cabeza con rapidez.
– Yo ya tengo un alma amiga en esta abadía -dijo inflexible.
Fidelma dejó ir un suspiro mientras empezaba con renuencia a seguir a sor Necht. Evidentemente, no todo iba bien con Eisten. Había algo que la seguía preocupando. Estaba a punto de bajar las escaleras cuando la voz de sor Eisten la detuvo.
– Decidme, hermana…
Fidelma se giró inquisitiva hacia la joven taciturna. Seguía mirando con desánimo hacia el mar.
– Decidme hermana, ¿puede un alma amiga traicionar la confianza puesta en ella?
– Si lo hace, entonces no creo que pueda ser un alma amiga -contestó Fidelma enseguida-. Depende de las circunstancias.
– ¡Hermana! -gritó Necht desde el pie de la escalera.
– Quizá deberíamos hablar de ello más tarde -le sugirió Fidelma.
No obtuvo respuesta alguna y al cabo de un momento y con cierta renuencia descendió las escaleras detrás de Necht.
En la habitación que habían designado a Fidelma para que llevara a cabo sus investigaciones, la corpulenta figura del fer-tighis, el administrador de la abadía, estaba esperando con impaciencia.
Fidelma se arrellanó en su asiento frente al hermano Rumann y se dio cuenta de que Cass ya había ocupado su silla en el rincón de la estancia. Fidelma se giró hacia sor Necht. Había pensado mucho en si era conveniente seguir permitiendo que la joven hermana asistiera a todos sus interrogatorios. Tal vez se podía confiar en que se lo guardara todo; tal vez no. Fidelma había decidido finalmente que era mejor no tentarla por el camino.