– Y esa historia es cierta, hermana. ¿Pero no habéis oído hablar del gran pez, Rosault, que vivió en tiempos de Colmcille?
Fidelma sacudió la cabeza en señal de negación, sonriendo, pues sabía que los viejos pescadores saben curiosas historias que se pueden volver a explicar una noche alrededor de un fuego.
– Cuando era un chico, solía pescar por Connacht -empezó a explicar el viejo, casi sin que se lo pidieran-. Los hombres de Connacht me dijeron que había tierra adentro una montaña sagrada que llamaban Croagh Patrick, por el santo. Al pie de la montaña, había una llanura que se llamaba Muiriasc, que significa «mar-pez». ¿Sabéis de qué le viene el nombre?
– Explicadnos -le contestó Cass, sabedor de que no había otra opción.
– El nombre le viene de que se formó con el gran cuerpo de Rosault cuando una gran tormenta lo lanzó a tierra. La bestia muerta, mientras se iba descomponiendo en la llanura, causaba una gran pestilencia por los vapores malolientes que emanaba su cuerpo y que descendían hasta el campo. Mataba a hombres y animales indiscriminadamente. Hay muchas cosas en el mar, hermana. Muchas cosas amenazadoras.
Fidelma lanzó de repente la mirada hacia el barco de guerra de Laigin.
– No todas ellas son criaturas de las profundidades -observó en voz baja.
El viejo pescador captó hacia donde se dirigía su mirada y se rió entre dientes.
– Creo que en eso tenéis razón, hermana. Y me da la impresión de que algún día los pescadores de los Corco Loígde tal vez tengan que lanzar sus arpones a criaturas extrañas y no a un pobre tiburón.
Se giró y con gran deleite hundió un cuchillo en el gran cuerpo.
Fidelma se volvió a pasear por la orilla.
Cass se apresuró tras ella. Durante un rato caminaron en silencio y luego Cass hizo una observación.
– Hay signos de guerra en el aire, hermana. No presagian nada bueno.
– No soy ajena a ello -contestó-. Sin embargo, yo no puedo hacer milagros, aunque sea lo que mi hermano espera de mí.
– Quizá debamos aceptar que esta guerra es nuestro destino. Que habrá, sin duda, una guerra.
– ¡Destino! -dijo Fidelma indignada-. Yo no creo en la predestinación, aunque algunos de la fe así lo crean. El destino no es más que la excusa del tirano para sus crímenes y la excusa del tonto por no enfrentarse al tirano.
– ¿Cómo se puede cambiar lo que es inevitable? -inquirió Cass.
– ¡Primero diciendo que no es así y luego procediendo para que no lo sea! -contestó con energía.
Si había algo que no necesitaba en aquel momento era que alguien le dijera que las cosas eran inevitables. Sófocles había escrito que aquello que los dioses habían provocado había que soportarlo con fortaleza. Sin embargo, la excusa de que las propias limitaciones de uno eran simplemente el destino era una filosofía que no era la suya. El credo del destino era tan sólo una excusa para ahorrarse la elección.
Cass levantó una mano y la abrió como en un gesto de resignación.
– Es una filosofía loable la que tenéis, Fidelma. Pero a veces…
– ¡Basta!
El joven guerrero se calló. Se dio cuenta de repente de lo vulnerable que era esta joven dálaigh de los tribunales. Colgú de Cashel había cargado los hombros de su hermana con una gran responsabilidad, tal vez excesiva. Cass entendía que la muerte de Dacán era un acertijo que nunca se resolvería. Lo mejor era simplemente prepararse para la guerra con Laigin, antes que desaprovechar el tiempo intentando desenredar la enmarañada e insoluble red de aquel misterio.
De repente Fidelma se sentó en una roca y se puso a contemplar el mar mientras Cass permanecía impaciente a su lado. Dando vueltas al problema en su cabeza, intentaba recordar lo que su viejo maestro, el brehon Morann de Tara, le había dicho una vez. «Mejor preguntar dos veces que perderse una, chiquilla», había declarado cuando había fallado en algún ejercicio de la mente por no haber captado una respuesta que él le había dado.
¿Cuál era la pregunta que no hacía; qué respuesta era aquella a la que ella no había dado importancia?
Cass se quedó sorprendido cuando, al cabo de unos momentos, Fidelma se puso en pie y soltó un bufido de indignación.
– ¡Debo de ser tonta! -anunció.
– ¿Por qué? -inquirió Cass mientras empezaba a correr hacia la abadía.
– He estado lamentándome de la imposibilidad de este trabajo antes de haber siquiera empezado a hacerlo.
– Pues yo creía que vuestros primeros pasos habían sido muy buenos.
– Lo único que he hecho ha sido rozar la superficie -contestó-. He hecho una o dos preguntas, pero todavía no he empezado a buscar la verdad. ¡Venid, hay mucho que hacer!
Regresó deprisa a la abadía, atravesó la verja de entrada y cruzó los patios enlosados. Aquí y allá grupitos de estudiantes y algunos de los religiosos profesores se giraban para examinarla furtivamente cuando pasaba, pues la noticia de su misión se había extendido en seguida por la abadía. Ella no les hizo caso, avanzó con rapidez hacia la entrada principal y allí vio a quien buscaba, a la entusiasta joven sor Necht.
Estaba a punto de llamarla cuando Necht levantó la vista y vio a Fidelma. Se acercó hacia ella corriendo con unos andares poco decorosos.
– ¡Sor Fidelma! -exclamó jadeando-. Estaba a punto de ir en vuestra búsqueda. El hermano Tóla me pidió que os diera este paquete. Es de parte del hermano Martan.
Entregó a Fidelma un trozo de tela de saco rectangular. Fidelma lo cogió y lo desenvolvió. En el interior, había varias tiras largas de lino que parecían arrancadas de una pieza mayor. Había manchas de color marrón oscuro que Fidelma supuso que eran de sangre. El color del lino se había realzado con varios tintes azules y rojos. Las tiras estaban deshilacliadas y parecían frágiles. Fidelma tomó una de ellas y la sostuvo, un extremo en cada mano, y le dio un buen tirón. Se rasgó con facilidad.
– No es muy indicado para atar -observó Cass.
Fidelma lo miró apreciando el comentario.
– No -respondió pensativa mientras volvía a envolver la tela y colocaba las tiras en su bolsa-. Ahora, sor Necht, necesito que nos llevéis a la biblioteca de sor Grella.
Con gran sorpresa, vio que la joven sacudía la cabeza en señal de negación.
– Eso no puede ser, hermana.
– ¿Por qué, qué os aflige? -inquirió Fidelma irritada.
– Nada. Pero el abad me ha enviado en vuestra búsqueda. Dice que tiene que veros sin demora.
– Muy bien -dijo Fidelma con renuencia-. Si el abad Brocc quiere verme, no lo voy a decepcionar. ¿Pero por qué esta urgencia?
– Hace diez minutos, Salbach, el jefe de los Corco Loígde, llegó en respuesta a un mensaje que le envió Brocc. Parece estar muy enfadado.
Capítulo VIII
Fidelma y Cass empezaron a seguir a sor Necht, que los guiaba hacia las habitaciones del abad. Al cabo de un rato, la joven novicia se dio cuenta de que Cass iba tras ellas. Se detuvo y pareció turbada.
– ¿Qué pasa ahora? -preguntó Fidelma.
– Me han dicho que sólo fuera a por vos, hermana -explicó, echando una mirada incómoda a Cass.
– Muy bien -dijo Fidelma con un suspiro-. Podéis esperarme en el hostal, Cass.
El alto guerrero hizo una mueca de desagrado, pero se marchó mientras ella seguía a Necht. La fornida monja parecía nerviosa y tenía prisa, mientras que Fidelma caminaba a un paso menos apresurado. La joven novicia tenía que ir deteniéndose para esperarla. Fidelma se negaba a correr y no quería llegar ante el abad y el jefe de los Corco Loígde nerviosa y jadeante.
– Está bien, Necht -dijo finalmente Fidelma, irritada por la insistencia de la muchacha, que intentaba hacer que se apresurara-. Desde aquí conozco el camino hasta las habitaciones del abad, así que me podéis dejar sin miedo.
La muchacha se detuvo y pareció que iba a protestar, pero Fidelma frunció el ceño molesta. Su expresión fue suficiente para disuadir a la novicia a exponer cualquier pretexto que tuviera en la punta de la lengua. Hizo una inclinación de cabeza mostrando obediencia y dejó a Fidelma.