Fidelma continuó atravesando el patio enlosado hasta entrar en el edificio de granito que albergaba las habitaciones del abad. Había avanzado por un vestíbulo pequeño y oscuro y se dirigía a las escaleras que conducían al segundo piso, donde estaba situada la habitación principal del abad, cuando una sombra se movió en la oscuridad al pie de las escaleras.
– ¡Hermana!
Fidelma se detuvo y oteó con curiosidad entre las sombras. La figura le era familiar.
– ¿Eres Cétach?
La figura del muchacho se adelantó hasta la penumbra. Fidelma percibió tensión en su cuerpo, la forma en que tenía colocados los hombros, el porte de la cabeza.
– Tengo que hablar con vos -susurró el chico de cabello negro, como si tuviera miedo de que alguien lo oyera.
Fidelma arqueó las cejas bajo la penumbra.
– Ahora no es el momento. Voy a ver al abad. Veamonos más tarde…
– ¡No, esperad! -La voz se elevó como si fuera casi un aullido de desesperación. Fidelma se encontró con que la mano de Cétach le agarraba el brazo implorante.
– ¿Qué pasa? ¿De qué tienes miedo?
– Salbach, el jefe de los Corco Loígde, está con el abad.
– Eso ya lo sé -dijo Fidelma-. ¿Pero de qué tienes miedo, Cétach?
– Cuando habléis con él, no mencionéis mi nombre ni el de mi hermano.
Fidelma intentó examinar los rasgos del muchacho, fastidiada porque las sombras le ocultaban la expresión.
– ¿Tienes miedo de Salbach?
– Es una historia larga; no os la puedo explicar ahora, hermana. Por favor, no habléis de nosotros. No digáis siquiera que nos conocéis.
– ¿Por qué? ¿Qué temes de Salbach?
El chico la agarró con fuerza.
– ¡Por el amor de Dios, hermana!
Su voz denotaba tanto miedo que Fidelma le dio unas palmaditas en el hombro para tranquilizarlo.
– Muy bien -dijo-. Te lo prometo. Pero, cuando acabe, hemos de hablar y tienes que decirme qué significa esto.
– ¿Me prometéis que no hablaréis de nosotros?
– Lo prometo -respondió con tono grave.
El chico se giró de repente y se escabulló por entre las sombras y Fidelma se quedó perpleja y mirando en la penumbra. Esperó un rato y luego dejó ir un suspiro y empezó a subir las escaleras.
El abad Brocc la estaba esperando con impaciencia. Por lo que parecía, había estado caminando ante su mesa y se había detenido cuando ella entró en la estancia. Los ojos de Fidelma se posaron inmediatamente en una figura que estaba repanchigada con indolencia en una silla ante el gran fuego que ardía en la habitación del abad. El hombre estaba reclinado en la silla de madera tallada, habitualmente reservada para el abad, con una pierna colgada de uno de los brazos del asiento y una gran copa de vino en una mano. Era un hombre atractivo de cabello color azabache, que contrastaba con una piel blanca y unos ojos azul glacial. Tendría unos treinta años. Había algo saturnino en sus rasgos delgados. Su ropa denotaba riqueza, pues eran sedas y linos finamente tejidos y llevaba una pequeña fortuna en joyas. La espada y la daga que tenía valían el precio de honor de un ceile, un miembro de un clan libre del reino. Todo esto lo percibió Fidelma de una mirada, pero lo que más le impactó de esa información visual fue una cosa: los ojos azules y fríos del jefe denotaban astucia. Era un hombre sagaz y perspicaz.
– ¡Ah, Fidelma!
El abad se sintió aliviado cuando ella entró.
– Me han dicho que me buscabais, Brocc -dijo Fidelma cerrando la puerta tras ella.
– Así es, ciertamente. Éste es Salbach, jefe de los Corco Loígde.
Fidelma se giró hacia el jefe. Apretó la boca al ver que el hombre no hacía ademán de levantarse, sino que seguía repanchigado en la silla, sorbiendo el vino con deliberada lentitud.
– Sor Fidelma de Kildare es mi prima, Salbach -dijo el abad nervioso, al ver que Fidelma iba a fruncir el ceño.
Salbach la miró con frialdad por encima del borde de su copa.
– Me han dicho que sois dálaigh -dijo, con un tono que parecía que aquello le resultara gracioso.
– Soy Fidelma de los Eóganacht de Cashel, hermana de Colgú, presunto heredero de Muman -replicó con un tono acerado-. Tengo conocimientos en leyes hasta el grado de anruth.
Salbach le devolvió la mirada durante un rato sin moverse. Luego dejó lentamente la copa y, con exagerada lentitud, se levantó de la silla y se situó delante de ella. Hizo una inclinación carente de gracia con un movimiento brusco del cuello.
El que tuviera que recordarle las maneras produjo gran irritación a Fidelma. No era por vanidad que exigía que la reconociera como la hermana del presunto heredero del reino, ni porque fuera tan orgullosa que quisiera llamar la atención por tener el grado de anruth, tan sólo un grado por debajo del más elevado que los colegios de los cinco reinos podían otorgar. Era el desprecio de Salbach, que ella se tomaba como un insulto hacia su sexo, lo que hizo que exigiera lo que se le debía. Sin embargo, incluso cuando daba rienda suelta a sus emociones, recordaba a su mentor, el brehon Morann: «El respeto que surge del miedo no es respeto. El lobo puede ser respetado pero nunca gusta». Por lo común, Fidelma no tenía en cuenta las convenciones sociales, siempre que la gente mostrara consideración y respeto con los demás simplemente por el hecho de ser humanos. Ahora bien, cuando se encontraba con individuos que no mostraban respeto de forma natural, sentía que tenía ponerlos en evidencia. Al parecer, Salbach no respetaba a nadie más que a sí mismo.
– Mis disculpas, Fidelma de Cashel -dijo con un tono de voz que no confería valor a sus palabras-. No sabía que estabais emparentada con Colgú.
Fidelma se sentó con expresión sosa.
– ¿Por qué mis parientes habrían de dictar los buenos modales? -preguntó en voz baja.
El abad Brocc se puso rápidamente a toser.
– Fidelma, Salbach ha venido en respuesta al mensaje que le envié.
Fidelma se dio cuenta de que los ojos fríos y azules de Salbach la estaban examinando. Volvió a repanchigarse y levantó de nuevo la copa. Había algo oculto en aquellos ojos. Le recordaban los ojos de un ratonero que sin parpadear observaba a su presa antes de abatirse sobre ella.
– Eso está bien -contestó Fidelma-. Cuanto antes se aborde el asunto del crimen cometido en Rae na Scríne, mejor.
– ¿Crimen? Me han dicho que una gente asustada y supersticiosa, temerosa de la peste que había en Rae na Scríne, atacó el pueblo con la intención de llevar a la gente a las montañas y que prendieron fuego al lugar para que la peste no se extendiera. Si hubo ahí un crimen, fue un crimen causado por el miedo y el pánico.
– No fue así. Fue un ataque perfectamente deliberado.
Salbach retorció la boca y habló con tono cortante.
– He venido aquí, sor Fidelma, porque me he enterado de vuestra acusación contra uno de mis bó-aire, un magistrado que yo mismo nombré recientemente. Supuse que era un error.
– ¿He de entender que os referís al hombre llamado Intat? Si es así, no es un error.
– ¿Me decís que habéis acusado a Intat de conducir una banda de guerreros a destruir la totalidad del pueblo? Mi información es que una banda de gente presa del pánico procedente de algún pueblo vecino le prendió fuego a la aldea.
– Os han informado mal.
– Eso es una acusación seria.
– Se trata de un crimen serio -confirmó Fidelma con frialdad.
– Necesitaré pruebas antes de poder actuar contra tal cargo -respondió Salbach con tozudez.
– Las pruebas se encuentran en las ruinas carbonizadas de Rae na Scríne.