– Eso prueba que el pueblo fue quemado y tal vez que la gente fue asesinada. ¿Qué prueba hay de que Intat fue el responsable?
– Cass, de la guardia del rey de Cashel, y yo nos acercamos al pueblo cuando se estaba cometiendo el terrible acto. Hablamos con ese hombre llamado Intat Nos amenazó de muerte para que nos alejáramos.
Salbach abrió bien los ojos con incredulidad.
– ¿Os dejó marchar? Seguro que, si tuviera que ver con semejante crimen, no estaríais aquí para explicarlo.
Fidelma se preguntó por qué parecía que Salbach estaba intentando proteger a su bó-aire.
– Intat no se dio cuenta de que habíamos visto lo que estaba haciendo. Volvimos sobre nuestros pasos y regresamos al pueblo. Tampoco se enteró de que había supervivientes en el pueblo que pueden testimoniar mejor que yo lo que pasó.
¿Acaso Salbach tragó saliva nervioso? ¿Se percibió en sus rasgos un cierto temor?
– ¿Había supervivientes?
– Sí -contestó el abad Brocc-. Una media docena de supervivientes. Algunos niños…
– Los niños no pueden testificar ante la ley -soltó Salbach-. No tienen obligaciones legales hasta que llegan a la edad de elegir.
Fidelma advirtió que este punto de la ley salía de la boca de Salbach con gran rapidez.
– También había un adulto con ellos -dijo Fidelma-. Y, si el adulto no es suficiente, entonces traednos a Intat delante de Cass y de mí y testificaremos si es el hombre que vimos dirigiendo a los que llevaban antorchas ardiendo y espadas en las manos y que amenazaron nuestras vidas.
– De todas maneras, ¿cómo se identificó a Intat? -exigió Salbach de forma arisca-. ¿Cómo sabíais cómo se llamaba?
– Lo identificó sor Eisten -contestó el abad.
– ¡Ah! Así que ella es la superviviente de la que hablabais.
Los ojos de Salbach volvían a ocultar algo. Fidelma hubiera dado cualquier cosa por oír lo que se retorcía en la mente de aquel hombre. Su rostro era como una máscara, pero parecía que tras aquellos ojos bullían unos pensamientos enloquecidos.
– Resulta difícil creer esto de Intat -dijo Salbach de repente; suspiró y dejó la copa de vino vacía como si estuviera totalmente convencido-. Me entristece oír esta prueba contra él. ¿Sor Eisten y los niños se alojan en Ros Ailithir?
Brocc volvió a contestar antes de que Fidelma pudiera hacerlo.
– Sí. Probablemente los enviaremos pronto al orfanato que regenta Molua.
– Me gustaría verlos -insistió Salbach.
– Pueden pasar varios días antes de que así sea -dijo Fidelma, lanzando una mirada significativa a Brocc. El abad se la quedó mirando asombrado-. El abad ha ordenado que los pongan en cuarentena para evitar cualquier contagio de la peste amarilla.
– Pero… -empezó a decir Brocc. Entonces se mordió la lengua.
Pareció que Salbach no se daba cuenta de esta protesta inacabada y se ponía en pie.
– Regresaré para interrogar a sor Eisten y a los niños cuando resulte más conveniente -dijo-. Pero, dado que el asunto conlleva una grave acusación contra uno de mis magistrados, me pareció que tenía que venir inmediatamente para ver qué pruebas había. Mandaré buscar a Intat a ver qué tiene él que decir. Si ha cometido el crimen, responderá ante mi propio brehon. Podéis estar segura de ello, sor Fidelma.
– Cashel no esperaría menos -replicó Fidelma con gravedad.
Salbach se la quedó mirando con dureza, buscando algún significado oculto, pero Fidelma le devolvió una mirada vacía de expresión.
– Aquí somos gente orgullosa, sor Fidelma -dijo Salbach. Su voz, aunque suave, estaba preñada de significados ocultos-. Los Corco Loígde reivindican ser descendientes de la familia de Míl Easpain, que condujo a los antepasados de los Gael hasta estas tierras en el inicio de los tiempos. Un desafío al honor de uno de nosotros es un desafío al honor de todos nosotros. Y, si uno de nosotros traiciona su honor, nos traiciona a todos y será castigado.
Durante un momento dudó, como si fuera a decir algo más; luego se giró hacia el abad.
– Me voy entonces, abad -empezó a decir, pero Fidelma lo interrumpió.
– Hay unas preguntas referentes a otro asunto en el que me podríais ayudar, Salbach.
Salbach se la quedó mirando asombrado, pues había dejado claro que la reunión había terminado. Estaba acostumbrado a dictar lo que se hacía.
– Yo estoy ocupado ahora…
– En esto actúo de parte del rey de Cashel -insistió Fidelma-. Se refiere a la muerte del venerable Dacán.
Salbach dudó un momento, como si fuera a discutir con ella, pero entonces se encogió de hombros con indiferencia.
– Es un asunto grave -admitió-. No sé nada de la muerte del anciano. ¿Cómo puedo ayudaros?
– ¿Conocíais al venerable Dacán?
– ¿Quién no conocía su reputación? -contestó Salbach desviando la pregunta.
– ¿Así que lo conocíais personalmente?
La pregunta era sencillamente una conjetura y Fidelma percibió que Salbach se ruborizaba. Tan sólo había sido un instinto lo que la había lanzado a hacer la pregunta.
– Había visto a Dacán algunas veces -admitió Salbach.
– ¿Fue aquí, en Ros Ailithir?
Fidelma tuvo que ocultar su sorpresa cuando Salbach sacudió la cabeza en señal de negación.
– No. Lo conocí en Cealla, en una de las grandes residencias de los jefes de Osraige.
– ¿En Osraige? ¿Cuándo fue eso?
– Hace un año.
– ¿Me permitís que os pregunte qué hacíais en Osraige?
– Visitaba a mi primo, Scandlán, que es el rey -respondió Salbach sin poder ocultar la vanidad en su tono de voz.
Fidelma volvió a recordar que su hermano Colgú le había dicho que los reyes de Osraige estaban emparentados con los jefes de los Corco Loígde.
– Ya veo -dijo lentamente-. Aun así, ¿no os entrevistasteis con el venerable Dacán cuando vino a Ros Ailithir?
– No, no lo hice.
Por algún motivo, Fidelma dudaba de él. Sin embargo, no era capaz de traspasar aquella expresión de ratonero. Se dio cuenta de que no le gustaba en absoluto Salbach. Luego se ruborizó al recordar su homilía a sor Necht. A pesar de ello, Fidelma creía que había algo siniestro en Salbach y que por eso no le gustaba. Había maldad y dureza en aquellos ojos pálidos. Le recordaba mucho a un ave de presa.
– ¿Pero conocisteis a Assíd de Laigin? -cambió de pregunta rápidamente, confiando todavía en su instinto.
Salbach abrió ligeramente la boca. Sus ojos brillaron un momento.
– Sí -admitió lentamente-. Vino a mi fortaleza de Cuan Dóir a comerciar.
– ¿Es un comerciante que va por la costa?
– Sí. Comerciaba en nuestras minas de cobre. Nos traía vino de Galia que desembarcaba en Laigin y nosotros se lo cambiábamos por vino.
– Así que hace tiempo que conocéis a Assíd… como comerciante; ¿no es así?
Salbach hizo una mueca y negó con la cabeza.
– He dicho que lo conocía. Eso es todo. Estuvo comerciando por aquí el verano pasado y el anterior. ¿Por qué me hacéis estas preguntas?
– Ése es mi trabajo, jefe de los Corco Loígde -contestó con humor paciente.
– ¿Me puedo ir ahora? -preguntó con un desprecio condescendiente.
– Confío en que pronto nos llegará la noticia de que habéis tenido éxito en la búsqueda de Intat.
– Pondré todo mi empeño en informaros -contestó secamente Salbach.
Hizo una leve inclinación hacia Fidelma y luego otra hacia el abad y Salbach abandonó rápidamente la habitación.
El abad Brocc no parecía contento.
– Salbach no es una persona a quien le guste quedar mal, prima -comentó con ansiedad-. Me ha parecido ver a dos gatos disputándose el mismo territorio.
– Entonces es una pena que se sitúe en una posición que lleve a una confrontación -replicó Fidelma con frialdad-. Su conducta es de una arrogancia insoportable.