La condujo bajo un arco y luego entraron en el jardín amurallado de la abadía, que se llamaba lúb-gort, de lúb, una hierba, y gort, un cercado de tierra cultivada. A pesar de encontrarse en lo avanzado del otoño, los sentidos de Fidelma percibieron diversos olores agradables. Siempre se sentía en paz en los jardines, especialmente en los que había hierbas, pues los aromas le daban tranquilidad. No había indicios de que hubiera nadie en el cercado y el hermano Ségán le condujo hasta un asiento de piedra en un diminuto arboreto. Al otro lado del arboreto, se encontraba la boca de un pozo. Un pequeño muro redondo de piedra la protegía y una viga de madera sobre unos pilares aguantaba una cuerda sobre la que se podía colgar un cubo.
– A esto le llaman el pozo sagrado de Fachtna -explicó Ségán al ver que Fidelma observaba el pozo-. Era el pozo originario de la comunidad cuando Fachtna eligió este lugar, pero, por desgracia, la comunidad ya ha crecido mucho. Ahora hay otros pozos en la abadía, pero, para nosotros, éste continúa siendo el pozo sagrado de Fachtna.
Le indicó que se sentara.
– Ahora -dijo con vigor-, preguntadme lo que queráis.
– ¿Conocíais a Dacán antes de que viniera a Ros Ailithir? -empezó preguntando Fidelma.
Ségán sacudió la cabeza sonriendo.
– Sabía de su gran reputación, por supuesto. Era un hombre instruido, un ollamh que era un staruidhe. Pero, si lo que queréis decir es si lo había conocido personalmente, la respuesta es que no.
– ¿Era profesor de historia, no? -Fidelma no tenía conocimiento de que Dacán fuera algo más que maestro de divinidad.
– Oh, sí. La historia era su especialidad -confirmó Ségán.
– ¿Sabéis por qué Dacán vino a Ros Ailithir?
El profesor hizo una mueca.
– Nosotros tenemos un prestigio, hermana -contestó algo divertido-. Entre nuestros estudiantes, hay muchos de los reinos sajones e incluso de los francos, por no mencionar a los britanos y a los de los cinco reinos de Éireann.
– Yo no creo que Dacán viniera aquí simplemente por el prestigio de Ros Ailithir -observó Fidelma con candidez-. Me parece que vino por una necesidad específica.
Ségán reflexionó un rato.
– Sí, tal vez tengáis razón -admitió-. Disculpad mi vanidad, pues me gustaría creer que nuestro prestigio es la única razón. La respuesta simple es que sin duda vino aquí a saquear nuestra biblioteca de conocimientos. Con qué propósito en particular, eso yo no lo sé. Tendréis que consultar con nuestra bibliotecaria, sor Grella.
– ¿Os gustaba Dacán?
Ségán no contestó inmediatamente; parecía que se pensaba la respuesta. Entonces ladeó la cabeza y se rió entre dientes.
– No creo que «gustar» sea la palabra apropiada, hermana. No me desagradaba y, en términos académicos, nos llevábamos bien.
Fidelma se mordió un poco los labios.
– Eso no parece lo normal -comentó.
– ¿Por qué?
– Porque, por lo que me han dicho aquellos a los que ya he interrogado, Dacán desagradaba umversalmente aquí. ¿Tal vez ése fuera el motivo del asesinato? He podido saber que era austero, frío, poco amistoso y un asceta.
Ségán rió ahora abierta y fracamente.
– Ésos no son en absoluto atributos para condenar a un hombre al fuego del infierno. Si fuéramos por ahí matando a quien no nos gusta, cuando cada uno de nosotros hubiera acabado, no quedaría nadie en la tierra. Ciertamente Dacán no era un hombre con humor, ni tampoco era dado a hacer el payaso. Pero era un intelectual serio y, como tal, yo lo respetaba. Sí, «gustar» no es la palabra exacta, pero «respetar» quizá describa mejor mi actitud hacia él.
– Me han dicho que además de enseñar también estudiaba.
– Así es.
– ¿Es de suponer que enseñaba historia?
– Le interesaban las primitivas historias referentes a la llegada a Éireann de nuestro antepasado Míl Easpain y los niños de los Gael y cómo el hermano de Mil, Amergin, prometió a la diosa Éire que la tierra llevaría a partir de entonces su nombre.
Fidelma tenía paciencia.
– Ese camino parece muy inofensivo -comentó Fidelma.
Ségán se volvió a reír entre dientes.
– Entiendo, hermana, que no sugeríais en serio que habían asesinado a Dacán porque a alguien no le gustaba su personalidad o su interpretación de la historia.
– Ha habido casos -replicó Fidelma con solemnidad-. Los estudiosos pueden ser como animales salvajes cuando no están de acuerdo unos con otros.
Ségán inclinó la cabeza en señal de aprobación.
– Sí, es cierto. Algunos historiadores están tan atrapados en la historia como la historia está atrapada en ellos. Dacán era, sin lugar a dudas, un hombre de su pueblo…
– ¿Qué queréis decir con esto? -inquirió Fidelma con rapidez.
– Era un hombre que estaba muy orgulloso de Laigin, eso es lo que quiero decir. Recuerdo que una vez él y nuestro médico, el hermano Midach…
De repente apretó lo labios y se mostró incómodo.
– Decidme -insistió Fidelma-. Cualquier cosa, aunque no sea importante, es valiosa para mi investigación.
– No quiero crear alarma, en especial sin causa.
– La verdad siempre es una buena causa, profesor -insistió Fidelma-. Contadme del hermano Midach y Dacán.
– Una vez tuvieron una pelea en la que casi llegan a las manos; eso es todo.
Fidelma abrió un poco los ojos.
Aquí al menos había algo positivo.
– ¿De qué iba esa pelea tan acalorada?
– Una simple cuestión de historia. Eso es todo. Dacán presumía de Laigin, como siempre. Al parecer, Midach llamó a los hombres de Laigin poco menos que extranjeros. Afirmaba que eran simplemente galos que habían llegado a la provincia, que entonces se llamó Galian. Los Laigin llegaron como mercenarios para ayudar al desterrado Labraid Loinseach a arrebatar el trono a su tío Cobhthach. Midach sostenía que los galos portaban unas lanzas de punta ancha de hierro color azul grisáceo llamadas laigin y, cuando hubieron colocado a Labraid en el trono de Galian, el nombre pasó a ser Laigin por las lanzas que le habían dado la victoria.
– Yo he oído algo de esta historia anteriormente -confesó Fidelma-. Una discusión inofensiva, como decíais. ¿Pero yo creía que el mismo Midach era de Laigin?
– ¿Midach? ¿De Laigin? ¿Quién os ha dicho eso? No, Midach desprecia Laigin. Pero es de algún lugar cercano a su frontera. Tal vez eso explica sus prejuicios. Sí, eso es. Es de Osraige.
– ¿Osraige? -Fidelma gruñó para sí.
¡Osraige y Laigin! No importaba qué camino se tomara siempre parecía que había alguna conexión con Osraige y Laigin. Ambos impregnaban todo este misterio.
– ¿Por qué no se lo preguntáis? -replicó el profesor-. Midach os lo explicará.
– Así que Midach insultó a Laigin ante Dacán -continuó Fidelma sin responder a la pregunta-. ¿Qué dijo Dacán de eso?
– Llamó a Midach loco ignorante y bribón. Dijo que el reino era más antiguo que Muman y que había tomado el nombre de un Nemedian, un descendiente de Magog y Japhet, que había llegado a esta tierra desde Escitia con treinta y dos barcos. Afirmaba que Liath, hijo de Laigin, era el héroe que fundó el reino.
– ¿Cómo se descontroló esa discusión académica? -preguntó Fidelma con curiosidad.
– Ambos sostenían su punto de vista en un tono exaltado y ninguno cedió ni siquiera cuando la discusión pasó al insulto personal. Sólo se acabó cuando el hermano Rumann y yo intervinimos y los persuadimos para que regresaran a sus habitaciones y les hicimos jurar que no volverían a comentar el tema.
Fidelma se mordió los labios pensativa.
– ¿Tuvisteis algún encontronazo con Dacán?
Ségán sacudió la cabeza en señal de negación.
– Como os he dicho, yo le respetaba. Dejé que dirigiera sus clases y creo que la mayoría de sus estudiantes apreciaba sus conocimientos, aunque, es cierto, hubo algunos informes de desacuerdo y antagonismo entre unos pocos. Al parecer, el abad Brocc se tomó el desacuerdo en serio. Creo que incluso pidió al hermano Conghus que vigilara a Dacán. En cualquier caso, a decir verdad, yo pasé poco tiempo con él.