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– ¿Lleváis un registro diario?

– Por supuesto.

– Pero ésta no es la única entrada a la abadía -señaló Fidelma.

– Es la entrada principal -replicó Conghus-. La regla establece que aquel que se va de la abadía o entra en ella tiene que dar cuenta de sus movimientos para que sepamos quién hay dentro de sus muros.

– ¿Y si se hubiera ido por una entrada lateral…?

– Me habría informado. Eso ordena la regla -repitió Conghus.

– Antes, yo salí de la abadía por la puerta posterior cuyo sendero lleva a la playa. Luego regresé y traje conmigo al capitán del barco de guerra de Laigin. Se quedó un rato en la abadía y luego regresó a su nave. ¿Vuestro registro da cuenta de ello?

Conghus se ruborizó.

– No he sido informado. El onus establece que la gente debe obedecer la regla y vos teníais que haberme informado.

Fidelma suspiró profundamente.

– Eso significa que vuestro registro no es totalmente fiable. Sólo lo es en la medida en que la gente obedece las reglas.

– Si sor Grella hubiera abandonado la abadía, conocería la regla -replicó con tozudez Conghus.

– Sólo si quería que se supiera que se había ido -intervino Cass, que encontraba algo que le permitía contribuir a la conversación.

Conghus respondió con un bufido de enfado.

– ¿Qué sabéis de sor Grella? -le preguntó Fidelma de repente.

Conghus se sorprendió por la pregunta.

– ¿Saber de ella? Es la bibliotecaria de la abadía y lo ha sido desde que la conozco.

– ¿Y no sabéis nada más?

– Sé que vino aquí procedente de la abadía de Cealla. Me consta que es competente en su profesión. ¿Qué más debería saber?

– ¿Ha estado alguna vez casada? -preguntó Fidelma.

– Nunca mencionó nada de un matrimonio en el pasado.

– ¿Cuánto conocía a sor Eisten?

La pregunta fue como un disparo repentino e intuitivo, pero no alteró al hermano Conghus.

– La conocía, eso es todo lo que puedo decir. Sor Eisten realizó algunos estudios en la biblioteca este mismo año, hace unos meses, y supongo que la bibliotecaria la debía conocer.

– Así pues, ¿no había una relación estrecha? ¿No eran especialmente amigas?

– No más que cualquier otro miembro de la abadía que conociera sor Grella.

– Hará cosa de una semana, sor Grella visitó la fortaleza de Salbach en Cuan Dóir. ¿Sabéis por qué?

– ¿Ah, sí? ¿Hace una semana? -Conghus estaba evidentemente perplejo-. Entonces hemos de tener registrado eso.

Se levantó y se giró hacia una estantería de tablillas de cera y empezó a revisarlas mientras iba sacudiendo la cabeza y chasqueando la lengua.

– ¿No podéis imaginar, así sin mirar, la razón por la que iría a la fortaleza de Salbach? -preguntó Fidelma, mientras el portero rebuscaba con diligencia entre las tablillas.

– No, a menos que Salbach ofreciera un obsequio a la biblioteca. A veces, algunos jefes se dan cuenta de que están en posesión de algunas de las antiguas varillas de los poetas. Estas obras en ogham actualmente son piezas raras, incluso aquí en Muman. La abadía ofrece una recompensa si se recogen. Pudiera ser que Salbach encontrara alguna y decidiera ofrecerla a nuestra biblioteca. Sin embargo, si Grella fue allí por eso, o por cualquier otro motivo, me habría informado de que abandonaba la abadía. No hay ningún registro de que así lo hiciera. -Se apartó de las tablillas y se dirigió hacia Fidelma-. No encuentra ninguna referencia de que sor Grella saliera para ir a Cuan Dóir. Sin embargo, partió hacia Rae na Scríne hace una semana.

– ¿Rae na Scríne? -repitió Fidelma.

– Así está registrado -contestó el hermano Conghus con una sonrisita-. Fue a recoger un libro que tenía sor Eisten y le llevó algunas medicinas.

Fidelma intentó contener la frustración que sentía.

– Podría haberse ido en dirección opuesta, hacia Cuan Dóir -sugirió la joven-. O ella y sor Eisten podrían haberse dirigido a Cuan Dóir luego.

– Nos hubiera dicho que iba a visitar Cuan Dóir -replicó Conghus con estoicismo-. Y no hay ninguna referencia a tal viaje.

– Si se hubiera anotado.

– Claro que se hubiera anotado. Visitar a Salbach de parte de la abadía requiere del permiso y de la bendición del abad.

– ¿Quién ha dicho que necesariamente habría de ser un viaje de parte de la abadía? -inquirió Fidelma.

– ¿Y por qué sino visitaría la bibliotecaria al jefe local?

– Cierto, ¿por qué sino? -La paciencia de Fidelma se agotaba-. Gracias por vuestra ayuda, Conghus.

Al salir, Cass examinó la expresión preocupada de Fidelma.

– ¿Creéis que oculta algo? Parece más que inútil.

– Tal vez sí, tal vez no. Sospecho que el hermano Conghus vive según las reglas y no puede concebir que alguien las incumpla.

Cuando estaba afuera dudando, Conghus salió corriendo y, con un breve gesto de la cabeza dirigido a ambos, atravesó el patio enlosado hasta el alto campanario.

– Ya debe de ser casi completa -murmuró Cass.

Un momento después, como si respondiera a sus palabras, la campana sonó llamando a los hermanos al servicio.

La última vez que Fidelma había asistido a una misa tan lujosa había sido en Roma en la ostentosa basílica de san Juan de Letrán, donde yacía el cuerpo de Wighard, el arzobispo de Canterbury asesinado. Una docena de obispos y sus ayudantes, y el mismo Santo Padre, habían oficiado el servicio.

La iglesia de la abadía, oscura y de altos muros, aunque no era nada comparado con el esplendor de la basílica romana, resultaba impresionante. Unos tapices cubrían las altas paredes de granito y las velas despedían calor, luz y una mezcla de perfumes. Fidelma se sentó en un banco reservado para los huéspedes distinguidos; Cass estaba a su lado. A su alrededor, los miembros de la abadía, religiosos y estudiantes, se amontonaban para rendir sus respetos al alma de Cathal de Cashel. Aunque examinó los rostros con detenimiento, Fidelma no reconoció a sor Grella.

El coro alzó las voces en el Sanctus.

«Is Naofa, Naofa, Naofa Tú, a Thiarna. Dia na Sula…» («Santo, santo, santo es el Señor, Dios del universo…»)

Algo hizo que Fidelma mirara hacia el otro lado del pasillo de la iglesia; un sexto sentido.

Vio que los ojos de la joven sor Necht la observaban con intensidad. La novicia la había estado contemplando y ahora, sorprendida, bajó la cabeza para mirar a sus pies. Fidelma ya se estaba girando cuando se dio cuenta de que alguien más estaba observando, pero esta vez la examinada era la misma sor Necht y el que la controlaba el rechoncho hermano Rumann. Junto a Rumann, el hermano Midach también observaba a la joven novicia. Lo que sorprendió a Fidelma fue que el médico estuviera tenso y, si las miradas matasen, pensó Fidelma, Midach sería culpable del asesinato de la joven. Luego Midach percibió su mirada, hizo una sonrisa forzada y dejó caer sus ojos y se concentró en el santo oficio. Cuando volvió a prestar atención al hermano Rumann, el rostro redondo del administrador también estaba concentrado en las palabras del servicio.

Fidelma se preguntó qué querría decir aquello. Cuando se pudo volver a concentrar en el servicio, el coro ya estaba en el Agnus Dei.

Al hacer las voces una pausa para empezar A Rí an Domhnaigh -Santo Dios- se oyó un leve ruido. Las voces del coro vacilaron y se desvanecieron. El ruido se hizo más fuerte y levantó un murmullo de aprensión, pues el ruido era el de un niño chillando. Gemía de forma desesperada.

Todo el mundo miraba alrededor buscando al niño abandonado, pero nadie podía identificar de dónde provenía el sonido. Parecía resonar en la gran iglesia de la abadía; se alzaba como si atravesara los muros de granito, resonando una y otra vez.

Algunos de los hermanos, más supersticiosos que lógicos, se arrodillaron.