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Hizo una pausa y cogió una jarra de agua; alzó las cejas para preguntar a Fidelma si ella también quería. Ésta sacudió la cabeza en señal de negación. Brocc se sirvió un poco y fue sorbiendo lentamente.

– Continuad -lo instó Fidelma.

– Bueno, supimos que la peste amarilla había llegado al pueblo este verano. Ataca sin ton ni son. El hermano Midach y yo, por ejemplo, tuvimos un amago, pero nos hemos recuperado. Lo mismo sor Grella. Pero Eisten no tuvo nada. No sucumbió a ella.

– No hay constancia -admitió Fidelma con solemnidad-. Continuad.

– Eisten insistió en quedarse en el pueblo, pero nos enteramos de que las cosas iban empeorando. Midach fue a visitarla allí varias veces la semana pasada. Finalmente, vos nos trajisteis la terrible noticia de que Intat había destruido el pueblo y a sus habitantes supervivientes.

– ¿Conocíais a Intat, por supuesto?

– Personalmente no. Pero sabía que Intat era uno de los hombres de confianza de Salbach. Visteis lo enojado que estaba Salbach cuando vino a la abadía después de que yo le informara de lo que nos habíais dicho. Al principio, pareció que se negaba a creer la historia. Tan sólo la admitió cuando le dijisteis quién erais y se vio, por tanto, incapaz de desafiar vuestra autoridad.

Fidelma se inclinó un poco hacia adelante, mostrando ira en su rostro.

– Es un mal jefe el que acepta la verdad sólo cuando proviene de una autoridad superior a la suya. ¿Se os ocurrió que Intat, por algún motivo, podría estar actuando con el consentimiento de Salbach?

Brocc estaba horrorizado.

– Claro que no. Salbach es de una antigua línea de jefes de los Corco Loígde. Su linaje se remonta a…

Fidelma se mostró abiertamente sarcástica.

– Lo sé; su linaje se remonta a Míl Easpain, el fundador de la raza de los hijos de los Gael. Sin embargo, no sería el primer jefe eminente que va contra las leyes de Dios y del hombre. ¿He de recordaros tal vez que la verdadera razón de que nos encontremos en esta situación es que somos prisioneros de la historia? Fue un rey de Laigin, que también descendía de un linaje de reyes antiguos y eminentes, el que se encargó de asesinar a Edirsceál, el Rey Supremo. Ahí fue cuando empezó este drama.

– Eso es historia antigua, casi leyenda.

– Como esto será dentro de mil años.

Brocc se reclinó en su silla sacudiendo ligeramente la cabeza.

– Yo no creería eso de Salbach. Además, ¿qué beneficio sacaría él?

Fidelma sonrió ligeramente.

– ¿Beneficio? Sin duda, ése es un buen motivo para todas nuestras acciones. ¿Qué beneficio conseguimos con una u otra acción? Bueno, si conociera la respuesta, tendría la respuesta a muchas preguntas. ¿Supongo que conocéis a Salbach desde hace mucho?

– Dieciocho años, desde el día en que llegué a esta abadía. Lo he conocido mejor en los últimos diez años, desde que fui elegido abad por los hermanos.

– ¿Y qué sabéis de él?

– ¿Saber? Sé que se le considera un buen jefe. Tiene el orgullo de su ascendencia y quizás es demasiado autócrata a veces. A pesar de todo, yo creo que se puede decir que es un gobernante justo y razonable.

– Me han dicho que es ambicioso.

– ¿Ambicioso? ¿No somos todos ambiciosos?

– Tal vez. Y los ambiciosos ojos de Salbach han mirado más allá de Corco Loígde.

– Está en su derecho, prima. Si desciende del linaje de Ir, emparentado con Mil Easpain, que conquistó esta tierra en el amanecer de los tiempos y la pobló con los hijos de los Gael…

Fidelma hizo una mueca que parecía de dolor.

– Ahorradme el aburrimiento de la genealogía. La ambición es buena siempre que el gorrión no ansie convertirse en halcón -comentó secamente-. De todas maneras, ¿qué más podéis decirme de Salbach? ¿Conocía a sor Eisten?

– Que yo sepa, no.

– ¿Os sorprendería saber que Eisten estuvo en la fortaleza de Salbach con sor Grella hace tan sólo una semana?

– ¿Así que creéis que hay alguna vinculación entre la muerte de la pobre sor Eisten y la del venerable Dacán? -inquirió.

– Una conexión, sí. Hasta qué punto, no lo sé. Pero estoy decidida a descubrirlo.

El rostro del abad Brocc se había ido alargando al contemplar la perplejidad de la situación.

– Sin embargo, no parece que os hayáis acercado a la resolución del misterio de la muerte de Dacán. Y no tenemos el tiempo de nuestro lado, prima.

– Sabed que soy muy consciente de ello, Brocc -replicó Fidelma.

– Bien, recordad que yo soy el responsable último, según la ley, de la muerte de Dacán. No puedo pagar la compensación o multa.

– Estad en paz, Brocc -le tranquilizó Fidelma-. A Laigin, no le interesáis vos ni los siete cumals de la multa éric. Les interesa el precio de honor y tienen los ojos puestos en la tierra de Osraige. No se contentarán con otra cosa.

– Sin embargo, su barco de guerra sigue ahí quieto -dijo Brocc señalando con la mano hacia la ventana.

– No podéis desaprobar que Laigin haga valer sus derechos -replicó Fidelma-. El barco no hará nada. Está ahí tan sólo para recordaros vuestra responsabilidad como abad al mando de la comunidad donde Dacán encontró la muerte.

Llamaron a la puerta y, después de responder Brocc, entró Cass.

Por la cara que traía Fidelma, supo que no traía buenas noticias.

– Nada -confirmó-. Ni rastro de sor Grella. El capitán estaba furioso, pero no me impidió el registro, incluso en el interior de la apestosa bodega del barco. Juro por mi honor que no está a bordo.

Fidelma sintió una carga sobre sus hombros.

Se levantó y volvió a dirigirse hacia la ventana.

Estaban desplegando las velas del mercante franco. Oía los sonidos de las velas al restallar y henchirse con la brisa de la mañana; oía los gritos de las órdenes confundiéndose con los chillidos de las gaviotas mientras volaban describiendo círculos alrededor del barco, que se movía sereno.

– Otra pared en blanco -dijo casi en voz baja-. Sin embargo, en algún lugar hay una puerta. En algún lugar -añadió con vehemencia.

– ¿Qué camino vais a seguir ahora, prima? -preguntó el abad ansioso.

Fidelma se estaba separando de la ventana cuando percibió un barc a toda vela, que se deslizaba rápidamente hacia el interior de la ensenada, salvando el pesado mercante como un delfín alrededor de una nave. Al momento, una idea pasó por su cabeza y se preguntó por qué no la habría pensado antes. Tomó la decisión casi inmediatamente.

– Me voy a ir un tiempo de la abadía, Brocc -dijo-. El camino que he de seguir no está aquí.

– ¿Adónde vais a ir ahora? -preguntó Brocc asombrado.

– Necesito los servicios de un barc bueno y rápido -respondió Fidelma sin hacer caso a la pregunta del abad-, ¿Dónde puedo fletar uno?

– Un marinero que se llama Ross tiene el barc más veloz de la costa -dijo Brocc, sin tenerlo que pensar-. Pero lo sabe, y eso se refleja en su precio. Veo que su barco está anclado allá abajo. Cualquier pescador os dirá dónde podéis encontrarlo.

– Excelente. Durante mi ausencia, hay algunos objetos que quiero que me guardéis. Constituyen pruebas de mi investigación y no puedo permitirme llevarlas de viaje.

Brocc señaló hacia un gran armario de roble situado en el otro extremo de la habitación.

– Tiene dos cerraduras -le aseguró- y es bastante seguro. Yo suelo guardar allí los objetos valiosos de esta abadía.

Fidelma descolgó su marsupium del hombro, que se había acostumbrado a llevar consigo siempre, y lo puso sobre la mesa. Sin decir una palabra, el abad sacó de debajo de su mesa un juego de llaves en un anillo, que ella supuso que debía de estar colgado de algún gancho escondido, y se dirigió al armario y abrió la puerta. Le indicó a Fidelma que le llevara el marsupium y lo colocó dentro. La muchacha observó cómo cerraba con llave la puerta y devolvía las llaves a su escondrijo.