– Si volviera a aparecer sor Grella, quiero que la retengan, hasta que yo regrese. ¿Entendido? -preguntó a Brocc.
El abad indicó que así sería.
Satisfecha, Fidelma se volvió hacia Cass.
– Venid, entonces; vayamos en busca de ese Ross y negociemos con él el precio de nuestro viaje.
Brocc estaba de pie indeciso.
– ¿Pero, adónde vais? ¿Cuánto tiempo vais a estar fuera? Si he de encarcelar a sor Grella, he de tener alguna idea al respecto.
Fidelma se detuvo en la puerta y una vez más compadeció a su primo con expresión afligida. Volvió a tener la sensación de que era un chiquillo perdido.
– Es mejor que nadie sepa adónde hemos ido hasta que regresemos. Mientras tanto, si sois capaces de detener a sor Grella, decidle sencillamente que se la retiene como testigo de la muerte del que fue su marido, el venerable Dacán. Con la ayuda de Dios, regresaremos antes de una semana.
Brocc abrió la boca preocupado.
– ¿Una semana entera? -Su voz se mostró llena de angustia, pero Fidelma ya había abandonado la estancia y Cass iba tras ella.
Capítulo XIII
– Aquello es Na Sceilig. ¡Mirad! Allí delante de nosotros, en el horizonte.
El que hablaba era Ross, de pie en la cubierta de popa de su barco. Señalaba hacia el otro extremo de la franja del océano. Sus ojos de color verde oscuro, que reflejaban el humor cambiante del mar, se entornaron. Era un hombre bajito y robusto, un veterano con cuarenta años de marinería encima, cabello grisáceo y muy corto. Tenía la piel, curtida por los vientos marinos, casi de color avellana. Era un hombre de un humor hosco y siempre tenía a punto un grito cuando algo le desagradaba.
Su veloz barc quedaba a dos días de Ros Ailithir, donde Fidelma había negociado un precio bastante exorbitante con el marino para que los llevara al monasterio de Finan en Sceilig Mhichil y luego los trajera de vuelta. El barco había seguido las rutas costeras, siguiendo un débil viento que soplaba del nordeste que los había llevado hasta los límites de Muman por el sur, y luego Ross había maniobrado su barco para aprovechar el rápido flujo de la marea, que los había lanzado en dirección norte.
Fidelma se protegía los ojos de la luz con las manos y se quedó boquiabierta ante las espectaculares rocas que sobresalían del mar frente a ella. Había dos islas situadas a unas ocho millas de tierra, unas pirámides desoladas, agrietadas y con crestones, que, a modo de castillos, se alzaban escarpadas y aterradoras sobre las aguas oscuras y melancólicas. Su magnificencia de aspecto terrible hizo que Fidelma contuviera la respiración.
El nombre «Sceilig» implicaba rocas, pero ella no estaba preparada para tales masas pizarrosas y amenazantes.
– ¿En qué isla se encuentra el monasterio? -preguntó Fidelma.
– Aquélla, la mayor de todas -le indicó Ross, señalando el espectáculo de forma piramidal que se elevaba más de setecientos pies sobre el agua.
– Pero yo no veo lugar donde desembarcar, y menos un lugar para construir algo habitable -protestó Fidelma mientras contemplaba asombrada las laderas verticales de la isla.
Ross se golpeó adrede un lado de la nariz con el índice nudoso.
– Oh, hay un lugar bastante apropiado para desembarcar, si no os asustan las alturas, podéis escalar hasta el monasterio, pues se encuentra allá arriba -dijo señalando hacia los picos elevados de la isla-. Los monjes llaman al lugar la Silla de Montar de Cristo, por estar tan elevado. Está situado entre aquellos dos puntos de allí.
Fidelma percibió el sonido cacofónico que emitían las aves marinas que revoloteaban. Unos grandes alcatraces, cuyas alas tenían una envergadura de seis pies, sobrevolaban y planeaban por alrededor describiendo círculos. De vez en cuando, se lanzaban en picado a toda velocidad contra el agua en busca de pescado.
La segunda isla parecía estar coronada por un anillo de aves chillonas que revoloteaban. Al principio Fidelma pensó que, por algún milagro, era un casquete de nieve, hasta que Ross advirtió que eran los excrementos de los pájaros amontonados a lo largo de siglos.
– Anidan en Little Sceilig -explicó Ross-. No sólo alcatraces, sino también gaviotas, cormoranes, araos comunes, gaviotas tridáctilas, alcas comunes, fulmares e incluso otras aves cuyos nombres he olvidado.
Cass, que había permanecido en silencio, de repente hizo un comentario.
– He aquí un lugar imponente para castigar el alma.
Fidelma le sonrió, sorprendida de que su mente, normalmente tan imperturbable, se hubiera conmovido.
– He aquí un lugar para elevar el alma -corrigió la joven-, pues nos muestra precisamente cuan insignificantes somos en el gran orden de la creación.
– Todavía no sé por qué habéis querido venir a este lugar aislado -murmuró Cass, contemplando los impresionantes acantilados de la isla.
Fidelma decidió que ya era momento de ceder un poco y revelar lo que tenía en la mente.
– ¿Recordáis la vitela que encontramos en la habitación de Grella? ¿La carta que Dacán escribió a su hermano, el abad Noé? La escribió la noche antes de que lo mataran y decía que había seguido el rastro de su presa, ¿recordáis que utilizó esta palabra, «presa»?, hasta el monasterio de Sceilig Mhichil. Buscaba el heredero de la línea originaria de los reyes de Osraige. Mi idea es que lo mataron por saber eso y que el siguiente paso en el camino para resolver el misterio reside en esa isla inexpugnable que veis delante de vos.
Cass dirigió la mirada a Fidelma y luego a esa masa gris tan elevada. Apretó los labios pensativo.
– ¿Esperáis encontrar a quienquiera que fuera aquel que buscaba Dacán en la isla?
– Ciertamente Dacán lo encontró.
Que Ross y su tripulación, como la mayoría de hombres de mar de las zonas costeras, conocían bien su oficio quedó demostrado en los siguientes minutos, cuando consiguieron encontrar un lugar para desembarcar; no lo vieron hasta que llegaron a pocas yardas de él. Las olas amenazaban con lanzar el barco contra las rompientes de rocas rodeadas de espuma, haciendo que todos quedaran empapados de agua de mar. Costó un rato anclar cerca para que pudieran desembarcar.
– No es bueno que nos quedemos cerca de las rocas de este desembarcadero -gritó Ross con fuerza para que su voz se alzara sobre las olas rompientes y los chillidos de las aves marinas-. Cuando hayáis desembarcado, nos alejaremos un poco de la isla y esperaremos hasta que nos hagáis una señal para ir a recogeros.
Fidelma levantó una mano para indicar que le había entendido y se dispuso a saltar desde el lateral de la barca hasta un estrecho saliente granítico que constituía un desembarcadero natural.
Cass saltó primero para hacerse con una posición segura y así poder ayudar a Fidelma a desembarcar.
Al girarse y avanzar por la estrecha franja de roca, vieron a un anacoreta con hábito marrón que se aproximaba deprisa por el peligroso y escarpado sendero. Fruncía las cejas sobre sus ojos castaños y los examinaba con obvia inquietud.
– Bene vobis -saludó Fidelma.
El monje se detuvo repentinamente y una mirada de irritación intensificó sus rasgos.
– Hemos visto que venía un barco a tierra. Este lugar está prohibido a las mujeres, hermana.
Fidelma alzó las cejas amenazante.
– ¿Quién es el padre superior?
El monje se mostró dudoso ante el tono glacial de Fidelma.
– El padre Mel. Pero, como he dicho, hermana, nuestros hermanos habitan aquí aislados de la compañía de las mujeres, de acuerdo con las ideas de san Finan.
Fidelma sabía que había algunos monasterios donde la presencia de las mujeres estaba estrictamente prohibida, pues algunos, como Finan de Clonard o Enda de Aran, creían que las Escrituras enseñaban que las mujeres eran una creación del Maligno y no había que mirarlas nunca. Tales enseñanzas heréticas eran un anatema para Fidelma, que no aprobaba en absoluto tal idea recibida de Roma. Para ella, era poco más que una tentativa de imponer el celibato y el aislamiento de uno y otro sexo basándose en el argumento propuesto por Agustín de Hipona de que el hombre estaba creado a imagen de Dios, pero las mujeres no.