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– Yo soy Fidelma, hermana de Colgú, rey de Muman. Soy dálaigh de los tribunales y actúo por encargo del rey, mi hermano.

Fidelma nunca habría utilizado esta forma de presentación si hubiera considerado que había otra manera de vencer esa acogida oficiosa.

– Estoy aquí para llevar a cabo una investigación respecto a una muerte ilegal. Ahora, conducidme hasta el padre Mel al momento.

El monje parecía horrorizado y parpadeaba nervioso.

– No me atrevo, hermana.

Cass aflojó, de forma ostentosa, la espada de la vaina, mirando fijamente hacia arriba el camino por el que había descendido el monje.

– Creo que deberíais atreveros -dijo fríamente, como poniendo voz a sus pensamientos.

El monje le lanzó una mirada ansiosa y luego dirigió sus ojos a Fidelma; después, apretó los labios para ocultar su ira y su frustración. Ambos veían que luchaba con sus pensamientos. Al cabo de un momento o dos, hizo un gesto de resignación.

– Si me podéis seguir, llegaréis hasta el padre Mel. Si no… -Había un cierto desdén en su voz y no acabó la frase.

Se giró y comenzó a subir por el sendero que al principio resultaba fácil de recorrer, pero luego se estrechaba repentinamente. Es más, el camino casi acababa e iban ascendiendo casi por las pendientes verticales de un saliente rocoso a otro, aunque, por diversos sitios, los monjes habían tallado algunos escalones en las paredes escarpadas de la roca. El ascenso era dificultoso. El viento soplaba y los azotaba, amenazándolos a veces de arrancarlos del camino y lanzarlos dando tumbos por las laderas hasta las turbulentas y espumosas aguas. En varias ocasiones, Fidelma, con el cabello chorreando y la capucha bajada, tuvo que ponerse a cuatro patas y agarrarse con fuerza a las rocas del camino para sostenerse.

El anacoreta, acostumbrado al ascenso, apresuró el paso y Fidelma, irritada, corrió algún riesgo para alcanzar al hombre. Cass, que iba detrás de ella, tuvo que tender la mano para sujetarla varias veces. Al final, llegaron a una extraña meseta, un lugarcito verde situado entre dos picos con dos cruces de piedra.

A partir de ese punto, una serie de escaleras conducían a través de unas rocas como colmillos a otra meseta donde un muro de piedra, que recorría una ladera, era la única barrera que la separaba de los escarpados acantilados que caían al mar.

Fidelma se detuvo ante la vista espectacular del aquel Little Sceilig coronado de blanco y el neblinoso perfil de la isla.

En la meseta estaba el monasterio construido por Finan hacía cien años. Había seis clocháns, o cabañas de piedra con forma de colmena, con un oratorio de forma rectangular. Detrás de éstos, había otros edificios y otro oratorio. A Fidelma le sorprendió ver un pequeño cementerio trasero con losas y cruces. Se preguntó cómo aquella isla de peñascos podía tener tierra suficiente para enterrar algo. Era un lugar salvaje, incluso cruel, para intentar vivir.

Había varios hermanos que se ocupaban de un jardincillo situado tras una protección artificial de muros de laja. Le sorprendió ver que también había dos pozos.

– Éste es un lugar realmente asombroso -le susurró a Cass-. No es de extrañar que los hermanos sean tan inflexibles con su privacidad.

El anacoreta que los había acompañado había desaparecido, probablemente en el interior de uno de los edificios de piedra.

Los jardineros los habían visto y habían parado de trabajar y murmuraban entre sí intranquilos.

– No creo que les guste veros, Fidelma -dijo Cass posando su mano sobre la empuñadura de la espada.

El anacoreta reapareció con la misma brusquedad con que había desaparecido.

– Por aquí. El padre Mel hablará con vos.

Encontraron a un viejo de cara arrugada sentado con las piernas cruzadas en una de las cabañas. Era tan pequeña que tenían que seguir el ejemplo del viejo y sentarse en alguna de las pieles de oveja que cubrían el suelo o quedarse de pie, ligeramente agachados. Fidelma tomó la iniciativa y se sentó cruzando las piernas frente al viejo.

Él la observó pensativo con unos brillantes ojos azules. Su rostro parecía esculpido con rocas de la isla. Severo y granítico. Las arrugas eran muchas y estaban grabadas profundamente en su cara curtida por las inclemencias del tiempo.

– In hoc loco non ero, ubi enim ovis, ibi mulier… ubi mulier… ibi peccatum -entonó el viejo desapasionadamente.

– Soy consciente de que no deseáis relacionaros con mujeres -replicó Fidelma-. No me entrometería en vuestra regla a menos que hubiera un motivo de causa mayor.

– ¿Un motivo de causa mayor? La relación de los sexos en la fe es contraria a la disciplina de la fe -gruñó el padre Mel.

– Al contrario, si ambos sexos renuncian uno a otro, pronto no habrá gente, fe o iglesia -respondió Fidelma con cinismo.

– Abneganbant mulierum administrationem separantes eas a monasteriis -entonó el padre Mel piadosamente.

– Podemos quedarnos aquí sentados y disertar en latín, si queréis -suspiró Fidelma-. Pero yo he venido para asuntos más importantes. No es mi deseo exigir nada donde no soy bienvenida, aunque me cuesta creer que haya lugares en los cinco reinos de Éireann donde nuestras leyes y costumbres se rechacen de forma tan lamentable. Sin embargo, cuanto antes consiga respuestas a mis preguntas, antes podré partir de este lugar.

Las cejas del padre Mel palpitaron debido a la irritación que le producía su respuesta.

– ¿Qué deseáis? -inquirió fríamente-. Mi discípulo me ha dicho que erais dálaigh y veníais por encargo del rey temporal de esta isla.

– Así es.

– ¿Entonces qué he de hacer para satisfacer vuestro encargo y permitiros partir con rapidez?

– ¿Hay alguien de la tierra de Osraige en este monasterio?

– Acogemos a todos en nuestra hermandad.

Fidelma controló su irritación ante una respuesta tan poco concreta.

– Eso no es lo que he preguntado.

– Muy bien, yo mismo soy de Osraige -replicó el padre Mel con falta de seguridad-. ¿Qué queréis de mí?

– Creo que hace algún tiempo alguien de Osraige encontró refugio aquí. Un descendiente de los reyes originarios. Un heredero de Illan. Si es así, deseo verlo, pues temo que su vida esté en peligro.

El padre Mel medio sonrió.

– ¿Entonces quizás deseéis hablar conmigo? Illian, de quien habláis, era primo mío, aunque yo no me consideraría heredero de ninguna gloria temporal.

– ¿Es eso cierto? -Dacán había dicho que el heredero de Illian estaba el cuidado de un primo, pero en ningún caso esperaba que éste fuera el anciano padre superior.

– No tengo por costumbre mentir, mujer -soltó el anciano-. ¿Ahora, creéis que mi vida está en peligro?

Fidelma sacudió la cabeza lentamente. El padre Mel no constituía una amenaza para la seguridad de los actuales reyezuelos de Osraige, ni tampoco un punto de reunión para cualquier futura insurrección.

– No. No estáis en peligro. Pero me han dicho que hay un joven heredero de Illian, cuyo primo, obviamente vos, lo cuidaba.

El rostro del padre Mel se quedó petrificado.

– No hay ningún joven heredero de Illian en esta isla -dijo con firmeza-. Os lo juro.

¿Aquel duro y arduo viaje habría sido realmente en balde? ¿Acaso Dacán había cometido el mismo error? El padre Mel no podía hacer tal juramento si no fuera así.