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– ¿Hay algo más? -añadió el padre Mel con tono seco.

Fidelma se levantó intentando por todos los medios ocultar su decepción.

– Nada más. Acepto que es verdad lo que decís. No cobijáis a ningún heredero de Illian. -Vaciló-. ¿Os ha visitado el comerciante Assíd de Laigin?

El padre Mel le devolvió la misma mirada.

– Muchos comerciantes desembarcan aquí. Yo no recuerdo sus nombres.

– ¿Entonces, os dice algo el nombre del venerable Dacán?

– Un estudioso de la fe -contestó el padre superior sin dudar-. Todos han oído hablar de él.

– ¿Nada más?

– Nada más -afirmó el viejo-. ¿Entonces, si eso es todo…?

Fidelma salió claramente decepcionada. Cass la siguió, mostrando sorpresa en el rostro.

– ¿Eso es todo? -le preguntó-. ¿No habremos venido hasta aquí para esto?

– El padre Mel no habría jurado que no había un heredero de Illian en el monasterio si lo hubiera -señaló Fidelma.

– Hay religiosos que mienten -rebatió Cass.

De repente se dieron cuenta de que un anacoreta, un hombre de mediana edad y aspecto lúgubre, les cortaba el paso.

– Yo… -empezó a decir el hombre vacilando-. Yo os he oído. Habéis preguntado si hay alguien de Osraige aquí. Refugiados.

El rostro del monje mostraba un profundo contraste de emociones.

– Así es -admitió Fidelma-. ¿Cómo os llamáis?

– Soy el hermano Febal. Me ocupo del cuidado de los jardines.

De repente el monje sacó de su hábito un objeto pequeño y se lo entregó a Fidelma con cierta solemnidad.

Era un muñeco; viejo, deteriorado por la intemperie, con el relleno que se salía por las junturas rotas, por el tejido rasgado o roto.

– ¿Qué es esto? -preguntó Cass.

Fidelma se lo quedó mirando y le dio la vuelta con las manos.

– ¿Qué queréis decirnos respecto a esto, hermano?

El hermano Febal dudó, lanzó una mirada hacia la cabaña del padre superior y les indicó que le siguieran por un caminito más abajo del sendero, fuera del alcance de la vista del grupo principal de edificios.

– El padre Mel no os ha dicho exactamente la verdad -confesó-. El buen padre tiene miedo; no por él, sino por sus responsabilidades.

– Estaba segura de que era muy parco con la verdad -replicó Fidelma con gravedad-. Pero no puedo creer que mintiera tan descaradamente si hubiera un joven heredero de Illian de Osraige en esta tierra.

– No lo hay; así que dijo la verdad -respondió el padre Febal-. Sin embargo, hace seis meses trajo a dos niños a la isla. Nos dijo que su padre, un primo suyo, había muerto y que él se iba a ocupar de ellos durante unos meses hasta que se les encontrara una nueva casa. Cuando el más joven se empezó a aburrir aquí, como pasa con los niños, el mayor le hizo este muñeco para distraerlo. Una vez que se fueron, yo me encontré con que se lo había olvidado.

Fidelma estaba desconcertada.

– Dos chicos. ¿De qué edad?

– Uno de unos nueve años, el otro sólo un poco mayor.

– ¿Entonces no había uno mayor con ellos? ¿Un muchacho a punto de llegar a la edad de elegir?

Con gran decepción por su parte, el hermano Febal sacudió la cabeza en señal de negación.

– Sólo había dos chavales. Eran de Osraige y primos del padre Mel. Es lo que sé.

– ¿Por qué nos explicáis esto? -inquirió Cass con suspicacia-. Vuestro padre superior no nos ha confiado la verdad.

– Porque yo reconozco el emblema de la guardia personal del rey Cashel y porque he oído que vos, hermana, sois abogado de los tribunales. No creo que queráis hacer daño a los niños. Por encima de todo, os lo digo porque temo que estén en gran peligro y espero que los ayudéis.

– ¿Qué os hace pensar que algún peligro los amenaza? -preguntó Fidelma.

– Hace tan sólo dos semanas, llegó aquí un barco con un religioso que se llevó a los dos chiquillos. Oí que el padre Mel se dirigía al hombre llamándole «honorable primo». Luego, al cabo de unos días, llegó otro barco aquí con la misma misión que vos. Había un hombre que exigió la misma información que vos.

– ¿Podéis describirlo?

– Un hombre de cara larga y roja, vestido con un yelmo de acero y una capa de lana con ribetes de piel. Afirmó que era un jefe y llevaba una cadena de oro que indicaba su cargo.

Fidelma tragó saliva asombrada.

– ¡Intat! -gritó Cass triunfante.

El hermano Febal parpadeó ansioso.

– ¿Conocéis a ese hombre?

– Sabemos que es malvado -afirmó Fidelma-. ¿Qué le dijeron de esos chicos?

– El padre Mel le explicó la misma historia que a vos. Pero uno de los hermanos, justo cuando este hombre se iba, mencionó sin querer a los dos chicos y que un religioso se los había llevado hacía poco tiempo.

– ¿E Intat se marchó?

– Sí. Mel estaba indignado. Exigió que todos nos olvidáramos de los niños. Pero yo confío en que vos actuéis en bien de los chicos. Y no así el hombre que vino en su busca. Si encuentra a los niños… -El monje acabó encogiéndose de hombros.

– Nosotros los buscamos para protegerlos, hermano -le aseguró Fidelma-. Es cierto que corren peligro por culpa de ese hombre. ¿Sabéis quiénes eran los niños, sus nombres y adónde han ido?

– Desgraciadamente, incluso el padre Mel no pronunciaba sus nombres, sino que los llamaba por la forma en latín, Primus y Víctor. Fijaos en el muñeco: ese trozo de trapo está marcado con las siguientes palabras. «Hic est meum. Víctor». Significa «esto es mío, Victor» en latín.

– ¿Los podéis describir? -Fidelma no indicó que sabía muy bien lo que significaban aquellas palabras.

– No mucho. Ambos tenían el cabello cobrizo.

– ¿Cobrizo? -repitió Fidelma, que se sintió frustrada, pues hubiera esperado algo que pudiera reconocer.

– ¿Os enterasteis de adónde fueron cuando marcharon de aquí?

– Sólo de que el religioso que se los llevó era de una abadía de algún lugar del sur. El joven, Victor, era un buen chico. Devolvedle este muñeco y yo rezaré al arcángel Miguel, guardián de nuestro pequeño monasterio, por que estén a salvo.

– ¿Podéis decirnos algo del religioso…? ¿Qué aspecto tenía?

– Eso sí que no. Llevaba el cuerpo y la cabeza bien envueltos en sus hábitos, pues hacía mal tiempo. No me fijé en sus rasgos. No era joven, pero tampoco viejo. Eso es lo único que sé.

– Gracias, hermano. Nos habéis sido muy útil.

– Os conduciré camino abajo y haré una señal a vuestro barco. Tengo la conciencia tranquila ahora que os he confesado esto.

Cass puso una mano en el brazo de Fidelma para detenerla.

– ¿Por qué no vamos a plantarle cara a ese viejo otra vez? -inquirió-. Vayamos a decirle lo que sabemos y a exigirle que nos diga adónde se ha llevado a los chicos su primo.

Fidelma sacudió la cabeza en señal de negación.

– No vamos a sacar nada más de un hombre como el padre Mel -replicó Fidelma-. Nuestro camino es volver a Ros Ailithir.

Una vez a bordo del barc de Ross, la nave fue avanzando de bolina a lo largo de las delgadas y entrecortadas líneas de las penínsulas del reino, poniendo rumbo al sur velozmente.

– Un largo viaje para tan poco -reflexionó Cass, mientras observaba a Fidelma que iba dándole vueltas al muñeco en sus manos.

– A veces, incluso una palabra o una frase podrían resolver el mayor enigma y hacer que todo encajara -replicó Fidelma.

– ¿Qué hemos aprendido en este arduo viaje hasta Sceilig Mhichil que no sospecháramos antes? ¿Si hubiéramos interrogado más a ese viejo religioso…?

– A veces confirmar lo sabido es tan importante como lo que se sabe -interrumpió Fidelma-. Y hemos relacionado a Intat con el misterio de la muerte de Dacán. Dacán buscaba al hijo de Illian, a quien creía llegado a la edad de elegir. Ahora sabemos que había dos hijos jóvenes, pero no en la edad de elegir. Intat llega aquí buscando a la descendencia de Illian. Dacán trabajaba para Laigin, pero Intat es un hombre de los Corco Loígde. Se empieza a dibujar algo.