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– ¿Adónde vais ahora? -preguntó Cass al ver que Fidelma de repente empezaba a atravesar a zancadas el patio que separaba el hostal de la iglesia.

– Hay algo que tenía que haber hecho antes de que fuéramos a Sceilig Mhichil -gritó por encima del hombro-. Sor Necht me lo acaba de recordar.

– ¿Sor Necht?

Cass corría tras ella. Empezaban a cansarle los repentinos cambios de Fidelma y deseaba que ella confiara más en él.

– Parece que nos movemos de un lado a otro y, cuanto más nos movemos, menos cerca estamos de alcanzar el objetivo -se quejó-. Yo creía que los antiguos enseñaban que tanto movimiento excesivo no significaba precisamente avance.

Fidelma, absorta en sus propias preocupaciones, se enojó con lo que le pareció un comentario insustancial.

– Si podéis resolver este enigma sentado en una habitación, contemplando la pared, pues hacedlo.

La amargura que había en sus palabras provocó en Cass una mueca.

– No os estoy criticando -dijo con rapidez-. Pero ¿para qué una visita a la iglesia de la abadía?

– Descubrámoslo -respondió Fidelma secamente.

El hermano Rumann, el administrador, salía por la puerta de la abadía cuando ellos subían las escaleras.

– Me han dicho que habíais regresado de Sceilig Mhichil -los saludó con su hablar asmático, lleno de afabilidad-. ¿Qué tal ha ido vuestro viaje? ¿Habéis aprendido algo nuevo?

– El viaje fue bien -contestó Fidelma con calma-. ¿Pero cómo sabéis que fuimos a Sceilig Mhichil?

De repente se había puesto en guardia. De hecho, ella había tenido mucho cuidado en no decir a nadie, ni siquiera a su primo, el abad Brocc, adónde había ido. Nadie en la abadía debía saberlo.

Rumann frunció el ceño.

– No estoy seguro. Alguien lo mencionó. Creo que tiene que haber sido el hermano Midach. ¿Era un secreto?

Fidelma no respondió y cambió de tema.

– Me han dicho que la tumba de san Fachtna está en el interior de la iglesia de la abadía. ¿Podéis decirme dónde está situada?

– Por supuesto -se pavoneó Rumann-. Es lugar de peregrinaje el día catorce de la fiesta de Lúnasa, su día conmemorativo. Dejadme que os lo muestre, hermana.

Rumann se giró y empezó a avanzar por la larga nave, más allá el crucero y hacia el altar mayor.

– ¿Conocéis la historia de cómo Fachtna estaba ciego a su llegada a este lugar y, gracias a la intercesión de un gran milagro aquí en Ros Ailithir, cuando no había entonces aquí nada más que campos, le fue devuelta la vista y, en gratitud, construyó esta abadía? -preguntó Rumann.

– He oído esa historia -contestó Fidelma, aunque no correspondiendo al entusiasmo del administrador.

Rumann los condujo arriba por las escaleras que rodeaban la zona ligeramente elevada donde se situaba el altar mayor y luego lo rodeó por detrás hasta el ábside, el espacio curvo y abovedado detrás del altar donde el sacerdote o el abad oficiante normalmente dirigían los ritos de la disolución. En el suelo del ábside, había una losa de arenisca que sobresalía tres pulgadas. En la cabecera de la losa, sobre una pequeña peana de piedra, había una estatua de un querubín. Al pie de la losa, había una peana similar con un serafín encima.

– Veréis únicamente una sencilla cruz -indicó Rumann- y el nombre Fachtna en la antigua escritura ogham.

– ¿Sabéis leer en ogham? -preguntó Fidelma con inocencia.

– Mi trabajo de administrador de la abadía me obliga a dominar muchas formas de saber -el rostro carnoso de Rumann mostraba complacencia.

Fidelma volvió a la losa de piedra.

– ¿Qué hay debajo de esta piedra? -quiso saber Fidelma.

Rumann se mostró extrañado.

– Pues el sepulcro de Fachtna, por supuesto. Es la única tumba que está en el interior de los muros de la abadía.

– Quiero decir, ¿qué tipo de tumba es? ¿Un agujero en el suelo, una cueva o qué?

– Bueno, nadie la ha abierto nunca desde que Fachtna fue enterrado ahí hace ya un siglo.

– ¿De verdad? Sin embargo, lo habéis descrito como un sepulcro.

– Es cierto que se conoce como el sepulcro -respondió Rumann-. Quizás es algún tipo de catacumba o cueva. Sería un sacrilegio entrar para confirmarlo. Hay varias cuevas así por aquí. En Ros Ailithir tenemos otras tumbas de este tipo, pero la mayoría se hallan en los extramuros.

– ¿Entonces no hay entrada a este sepulcro desde el jardín amurallado que está detrás de la iglesia? -preguntó repentinamente.

Rumann se la quedó mirando sorprendido.

– No. ¿Por qué preguntáis eso?

– Así que la única manera de entrar es quitando la losa de arenisca. Parece demasiado pesada.

– Así es, hermana. Y nadie la ha podido retirar en más de un siglo.

Cass empezó a preguntar a Rumann si había otros lugares de sepultura, pues veía que Fidelma quería que la dejaran sola un rato. Así distrajo la atención del administrador de rostro regordete.

Fidelma se agachó y puso una rodilla en el suelo junto a la gran losa. Estiró una mano para tocar algo que había llamado su atención. Estaba frío y resbaladizo. Grasa de vela fría vertida en una grieta junto a la vieja piedra.

Alguien entró en la iglesia haciendo un gran ruido con las puertas. Fidelma se levantó deprisa y vio que era el hermano Conghus el que había entrado y llamaba a Rumann con señas frenéticas.

El administrado se excusó y salió apresuradamente por el pasillo de la nave.

Cuando se hubo ido Fidelma se giró hacia Cass en voz baja.

– Hay forma de entrar en el sepulcro, lo juro.

Cass arqueó las cejas.

– ¿Qué os hace pensar eso? ¿Y qué tiene que ver con nuestra investigación?

– Mirad con atención esa grasa de vela y decidme qué observáis.

Cass miró hacia abajo.

– Sólo es grasa de vela. Toda la iglesia está llena de manchas así. Uno se puede romper una pierna al resbalar con ellas a menos que mire por dónde pisa.

Fidelma suspiró con impaciencia.

– Sí. Pero todas están donde deberían estar. Bajo los recipientes que contienen velas. Esta mancha se encuentra en un lugar donde no hay velas. Y mirad cómo ha caído.

– No lo entiendo.

– De verdad, Cass. Mirad. Observad. Deducidlo. ¿Veis que el borde de la losa de piedra es una línea recta allí donde descansa sobre el suelo? A su alrededor hay salpicaduras de grasa de vela que se han enfriado. Miradlo de cerca. Fijaos, la juntura. Es como si la grasa hubiera caído antes de que la losa se colocara en su sitio, de que se volviera a ajustar aquí encima.

Cass se frotó el cogote asombrado.

– Sigo sin entender.

Fidelma gruñó y se puso de rodillas. Intentó empujar la losa, moverla, primero en una dirección y luego en otra. Sus esfuerzos fueron vanos.

Finalmente y de mala gana, se levantó.

– Este sepulcro esconde una clave valiosa para resolver este misterio -dijo pensativa-. Alguien la ha abierto, y recientemente. Creo que por fin estoy empezando a ver cómo aclarar la oscuridad de este misterio…

El hermano Rumann regresó sigilosamente hasta donde estaban. Por el rostro que traía, se dieron cuenta de que reventaba por revelar noticias importantes.

– Han visto a sor Grella -espetó.

– ¿Ha regresado a la abadía? -preguntó Fidelma con agitación.

Rumann sacudió la cabeza en señal de negación.

– Alguien la ha visto cabalgando con Salbach en los bosques de Dór. Al parecer, el jefe de los Corco Loígde la ha encontrado. Excusadme, he de llevarle esta noticia al abad.

Fidelma observó cómo se marchaba apresurado. Cass hacía todo lo que podía para ocultar su entusiasmo.

– Bien. -Sonrió satisfecho-. Creo que nuestro misterio se acerca a su fin, ¿eh?

– ¿Cómo es eso, Cass? -preguntó Fidelma cansada.

– Si Salbach ha encontrado a sor Grella, entonces hemos encontrado al culpable. Vos misma disteis órdenes de que la detuvieran. Es la persona que está más implicada por las pruebas -señaló Cass-. Sin duda fue ella la que robó la prueba de la habitación del abad.