Pasaron unos momentos antes de que apareciera Salbach en la puerta de la cabaña poniéndose la camisa.
– ¿Qué hay? -gritó.
Salbach llevaba sobre el brazo una capa ribeteada de piel y se la echó sobre los hombros.
– La vista tendrá lugar en Ros Ailithir dentro de unos días. Y el barc de Ross está anclado en la ensenada. Deben de haber regresado.
Fidelma vio que Cass la miraba con ojos asombrados. Ella hizo una mueca y volvió a observar a los hombres.
– ¿Ella lo sabe? -preguntó Salbach.
– Lo dudo. No había nada que averiguar en Sceilig Mhichil.
– Bueno, yo creo que sé dónde pueden estar ocultos -decía Salbach.
– Esto complacerá al bó-aire -gruñó el guerrero.
Salbach iba caminando hacia su caballo y se subió con facilidad a la silla. Ni siquiera echó una mirada atrás a la cabaña.
– Os acompañaré a Cuan Dóir y de camino os daré mis instrucciones para Intat.
Fidelma vio que Cass aspiraba con fuerza.
Los dos jinetes, Salbach y el soldado, descendieron hasta el río y fueron al trote siguiendo las aguas poco profundas hasta que alcanzaron el vado. Fidelma y Cass oyeron el chapoteo de los cascos al atravesarlo.
Cass apretó los labios y silbó en silencio.
– Yo pensaba que se suponía que Salbach iba a enviar guerreros para capturar a Intat y juzgarlo por el crimen cometido en Rae na Scríne -susurró.
– Obviamente, Intat es un hombre de Salbach -replicó Fidelma levantándose y sacudiéndose las hojas de la falda-. Yo tenía grandes sospechas. Venid, creo que es momento de que tengamos unas palabras con nuestra bibliotecaria desaparecida.
Atravesó el claro con paso ligero hasta la puerta de la cabaña y la empujó sin formalidades.
Sor Grella, que todavía no estaba totalmente vestida, se dio la vuelta y se los quedó mirando con cara de consternación.
Fidelma sonrió sin ganas.
– ¿Bien, sor Grella? Parece que habéis decidido abandonar la vida religiosa.
Sor Grella, boquiabierta y con cara pálida, miraba detrás de Fidelma a Cass, quien le devolvía una mirada igualmente asombrada por encima del hombro de Fidelma. Grella rompió el encanto agarrando una prenda para cubrirse.
Fidelma percibió su turbación, se giró y lanzó una mirada de reprobación a Cass.
El joven soldado, sonrojado, retrocedió y se quedó en la puerta.
– Vestios, Grella -le ordenó Fidelma-, y luego hablaremos.
– ¿Dónde está Salbach? -susurró la antigua bibliotecaria-. ¿Qué vais a hacer?
– Salbach se ha ido a caballo -contestó Fidelma-. Y la respuesta a la segunda pregunta, bueno, eso depende. Ahora apresuraos y vestios.
Fidelma vio una silla y se sentó.
Grella empezó a vestirse deprisa.
– ¿Me vais a llevar de vuelta a la abadía?
Fidelma se permitió esbozar una sonrisa cínica.
– Tenéis que responder por vuestra conducta tanto ante la ley eclesiástica como ante la civil.
– No hay pecado en mi comportamiento. Salbach planea hacerme su segunda esposa. Yo he abandonado la abadía.
– ¿Sin informar al abad? ¿No sabes que Salbach ya está casado?
– Su mujer es vieja -replicó Fidelma, como si eso lo explicara todo.
– ¿Al igual que Dacán? -preguntó Fidelma inocentemente.
Grella sacudió la cabeza sorprendida. Luego, recuperando el aplomo, se encogió de hombros.
– ¿Así que lo habéis descubierto? Sí, como lo era Dacán. Arrugado, viejo y débil, lo era. Por eso me divorcié de él.
– Desde la llegada de la fe a esta tierra, la costumbre de tomar una segunda mujer o un segundo marido, o una concubina, ha sido condenada por los obispos -comentó Fidelma-. Si Salbach os toma por segunda esposa, la iglesia os condenará igualmente.
Grella se rió sarcásticamente.
– Hace unos años, Nuada de Laigin tenía dos mujeres. La ley civil todavía da derecho a tener una segunda esposa.
– Conozco la ley, Grella. Pero vos sois religiosa y deberíais saber que las reglas de la fe son con frecuencia contrarias a las leyes civiles.
– Pero vuestro trabajo es defender las leyes civiles -espetó Grella.
Fidelma no insistió más en el asunto, pues sabía que, aunque la iglesia se oponía a la poligamia, que había estado muy extendida en tiempos pasados, tan sólo tenía un éxito limitado. Finalmente un brehon, al escribir el texto legal del Bretha Crólige, había indicado: «Hay discusión en la ley irlandesa respecto a si es más apropiado muchas uniones sexuales o una sola, pues la gente elegida por Dios vivía en pluralidad de uniones, así que resulta más fácil elogiarla que condenarla». Grella tenía razón. Pero no era la moralidad de su relación con Salbach de los Corco Loígde lo que preocupaba a Fidelma.
– ¿Habíais planeado no regresar a la abadía? ¿Por qué no os llevasteis ningún objeto personal?
Grella se mordió los labios. Acabó de vestirse y se acomodó el pelo. Se colocó delante de Fidelma con las manos en las caderas.
– No tengo que excusarme. Hay pocas cosas mías en la abadía y lo que necesite me lo puede proporcionar Salbach. En cuanto a regresar, quizás lo hubiera hecho después de convertirme en la esposa de Salbach. Nadie se hubiera atrevido a levantar ninguna acusación en mi contra. Hubiera contado con la protección de Salbach.
– Salbach tiene que responder ante las leyes tanto como vos, Grella. Tenéis que responder a ciertas preguntas, y al momento. ¿Sabíais que vuestro anterior marido, Dacán, había venido a Ros Ailithir con una misión especial?
– ¿Qué sabéis exactamente? -inquirió Grella. En lugar de reflejar ira sus ojos mostraban alarma.
– Sé que estuvisteis casada con Dacán.
– Os lo debe haber dicho Mugrón. Una casualidad estúpida, que me viera en Cuan Dóir.
– Os vio allí con sor Eisten -dijo Fidelma con calma. Grella no mordió el anzuelo.
– ¿Y qué importa eso? Ya os he hablado de mi relación con Salbach.
– ¿Por qué llevasteis a sor Eisten a la fortaleza de Salbach?
Grella frunció el ceño un momento.
– Salbach me lo pidió. Había oído que Eisten se ocupaba de un orfanato en Rae na Scríne. Quería conocer a ella y a los niños. Sabía que yo tenía cierta amistad con la joven.
– ¿Y ella se llevó a los niños allí? -Fidelma estaba anonadada.
Pero Grella sacudió la cabeza en señal de negación.
– Ella me acompañó a Cuan Dóir, pero se negó a llevar a los niños. No quería que viajaran a causa de la peste amarilla.
– ¿A Salbach le molestó que no los llevara?
Grella la miró con curiosidad.
– ¿Por qué habría de molestarse?
Fidelma se reclinó en su silla y de momento no contestó.
– ¿Sabíais que Eisten ha sido asesinada?
El rostro de Grella se puso tenso. Era evidente que conocía la noticia y, bajo la máscara de su rostro, Fidelma vio que la bibliotecaria estaba preocupada.
– Me enteré hace unos días.
– ¿No antes?
Sacudió la cabeza en señal de negación y, por algún motivo, Fidelma supo que estaba diciendo la verdad.
– Parece que os preocupa. Me habéis dicho que teníais cierta amistad. ¿Hasta qué punto?
– Desde que Eisten estudió en la biblioteca conmigo, este mismo año, hemos sido almas amigas.
¡Almas amigas! Sí, Eisten le había dicho a Fidelma que tenía un alma amiga en la abadía. ¿Para qué había pedido Eisten a Fidelma hablar con ella la última vez que se habían visto? ¿Las almas amigas pueden traicionar la confianza?
– ¿Así que compartíais secretos?
– Sabéis cuál es la función de la anamchara -espetó Grella. Por su expresión Fidelma se dio cuenta de que no era probable que hablara más de aquel asunto.