– Ya me habéis dicho que sabíais en qué estaba trabajando Dacán -dijo Fidelma, cambiando de tercio.
– Os lo dije cuando vinisteis a verme a la biblioteca.
– Pero no añadisteis el dato específico de que en realidad estaba buscando los descendientes de la casa originaria gobernante de Osraige.
Grella lanzó una mirada nerviosa a Fidelma.
– ¿Cómo sabéis eso? -preguntó.
– Leí los escritos de Dacán.
Grella se llevó una mano a la garganta.
– ¿Los… los habéis visto?
Fidelma la examinó con atención.
– Registré vuestra habitación, Grella. Fuisteis ingenua al pensar que podíais ocultar ese material. O que podíais engañarme con una mala interpretación de las varillas en ogham.
Para su sorpresa, pues creía que la mujer negaría rotundamente cualquier conocimiento de ello, Grella se encogió de hombros.
– Creí que nadie las encontraría. Estaba segura de que las había guardado perfectamente bien. Pensé en destruirlas.
– ¿No sabíais que yo las había sacado de allí hace una semana?
– Ya os he dicho que no he vuelto a la abadía desde entonces.
– ¿No? -Fidelma dejó el tema por el momento-. Bien, sabíais que Dacán estaba buscando al heredero de Illian, que afirmaba ser el aspirante legítimo al reino de Osraige.
– Eso ya lo he admitido -asintió Grella.
– ¿Y se lo dijisteis a Salbach?
La mujer se encogió de hombros con inseguridad, pero no respondió.
– El primo de Salbach es Scandlán, el actual rey de Osraige, ¿no? Así que Salbach tendría interés en asegurarse de que no se descubriera al hijo de Illian.
– Yo simplemente pensé que Salbach debía saber que alguien buscaba al descendiente de Illian -replicó Grella-. Trataba de evitar cualquier guerra futura en Osraige. Illian causó un gran derramamiento de sangre cuando intentó destronar a Scandlán.
– Entonces dijisteis a Salbach lo de Dacán. Salbach se dio cuenta de que Laigin quería reafirmar su potestad sobre Osraige y tal vez establecer un rey dependiente que obedecería más a Laigin que a Muman.
Grella se mostró indiferente.
– Si vos lo decís.
– Por lo tanto, Dacán era un peligro para la familia de Salbach en Osraige. ¿Fue por ese motivo por el que matasteis a vuestro ex marido?
Por un momento el asombro que mostró Fidelma pareció genuino.
– ¿Quién me acusa de haberlo matado? -exigió Grella.
– Las tiras con las que lo ataron eran de lino rojo y azul. ¿Tenéis alguna falda de lino roja y azul?
– Claro que no -negó Grella con poca convicción.
– Así que, si os digo que, mientras registraba vuestra habitación, descubrí tal falda, de la que se habían rasgado unas tiras que correspondían a las ataduras con las que sujetaron a Dacán antes de matarlo, ¿seguiríais negando que sois su propietaria?
Grella se ruborizó y se mostró menos segura de sí misma.
– ¿Es vuestro ese vestido? -insistió Fidelma-. Es mejor para vos que digáis la verdad si no tenéis nada que ocultar.
Grella bajó los hombros en señal de resignación.
– Ese vestido es mío, cierto, pero no me lo he puesto desde que llegué a Ros Ailithir. Había pensado en darlo a los pobres, pero… -Se quedó mirando a Fidelma a los ojos con seriedad-. Tal vez traicionara la confianza del viejo Dacán y dijera a Salbach lo que estaba haciendo, y creo que se justifica lo que hice, pero yo no lo maté. Después de todo, ¿por qué matar a Dacán? Hubiera conducido a Salbach hasta el heredero de Illian. Eso era lo que quería Salbach.
Fidelma se detuvo al percibir la lógica de su argumentación, pero luego continuó.
– ¿Y negáis que, en estos últimos días, habéis regresado a la abadía y habéis entrado en la habitación del abad para sacar algunas de las pruebas de su armario personal?
Grella se quedó mirando fijamente sin comprender.
Fidelma se dio cuenta de que la mujer estaba diciendo la verdad. Su intuición le decía que, si Grella no era culpable, sabía suficiente para revelar quién era y posiblemente, enfrentada a la acusación que se respaldaba en la prueba que tenía Fidelma, confesaría.
– ¿Sabíais que había un bolsa con pruebas que dejé en el armario del abad? -insistió Fidelma con desesperación.
– Seguro que no -respondió Grella-. ¿Cómo iba a hacerlo si no sabía que habíais sacado nada de mi habitación? Ya os he dicho que no he vuelto a la abadía desde hace una semana.
– Elegisteis un mal momento para iros de la abadía. Resulta sospechoso. ¿No os parece?
– Me sugirió Salbach que viniera con él aquella noche. Llevo demasiado tiempo ocultando mi afecto por Salbach. Ya era hora de que nuestro amor saliera a la luz del día.
– Perdonadme si me repito: la elección del momento es una gran coincidencia.
– Yo no asesiné a Dacán -replicó Grella con firmeza.
Fidelma contuvo un suspiro.
– Decidme entonces, ¿por qué ocultasteis los papeles de Dacán?
– Eso es simple. No quería que nadie más supiera en lo que estaba trabajando Dacán. Era mejor que Laigin no encontrara al hijo de Illian. Si no lo encontraban, no podrían usar al heredero de Illian para derrocar al primo de Salbach.
– ¿Y Salbach os agradecería esta información?
– Yo amo a Salbach.
– ¿Así que todo lo que hicisteis fue por… amor… a Salbach?
Los ojos de sor Grella eran dos indignadas llamaradas de fuego.
– Bueno -dijo Fidelma levantándose-, ahora está haciendo eso mismo: exige Osraige como precio de honor por el asesinato de Dacán. Parece que esa misma guerra que afirmáis que queríais evitar va a tener lugar.
Grella también se levantó.
– Permitidme que os suplique como mujer, Fidelma. Me casé con Dacán cuando tenía quince años. Fue un matrimonio concertado según esta nueva costumbre de la fe, donde no tuve ni voz ni voto. Estuve tres años con ese anciano. No podía engendrar hijos y, basándome en ese motivo, pedí el divorcio. Para no avergonzarse en una vista ante el brehon, en la que se discutiría tal asunto, Dacán me otorgó el divorcio sin discusión. Me enseñó muchas cosas, y por ello le estoy agradecida. Me enseñó lo suficiente para poder ir a un colegio eclesiástico, el colegio de Cealla, estudiar y conseguir mi titulación. Lo extraño es que, en cierta manera, apreciaba a ese anciano, a pesar de lo antipático que era, como si hubiera sido mi padre. Yo no lo maté, Fidelma de Kildare. Soy culpable de varias cosas, pero yo no lo maté.
– Sor Grella, algo dentro de mí hace que quiera creeros. Sin embargo, la prueba va en contra vuestra. La prueba de los escritos ocultos. Las tiras con las que lo ataron. Vuestra repentina desaparición de la abadía después de que no me explicarais la verdad sobre vuestro matrimonio con Dacán y otras cosas. -Fidelma apretó los labios pensativa-. Sabíais que Dacán buscaba al heredero de Illian. La noche anterior a su muerte, escribió a su hermano que había descubierto dónde se escondía el heredero de Illian. Las pruebas sugieren que lo matasteis para evitar que encontrara al heredero de Illian y satisfacer a vuestro amante, Salbach.
– ¡No! Eso no es cierto. ¡No podéis sostener que soy culpable de ese acto!
– ¿No? Tal vez no. Parece que tendrá que ser la asamblea del Rey Supremo la que decida.
– Sin embargo, en el fondo, Fidelma, sabéis que no es cierto.
– Me ha nombrado el rey de Cashel. Tan sólo puedo cumplir con mi deber. Tengo que prevenir una guerra. ¡Cass!
El joven soldado entró en la cabaña. Miró al rostro pálido y preocupado de Grella y luego a la expresión severa que mostraba Fidelma.
– Cass, sor Grella regresará con nosotros a Ros Ailithir como prisionera.
– ¿Así que ha confesado? -Cass mostró gran alivio en su rostro.
Grella siseó furiosa.
– ¿Confesar algo que no he hecho? Llevadme presa a la abadía. Salbach me liberará, ¡un día u otro!