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– ¿Dónde está sor Eisten? -interrumpió la otra-. ¿Cuándo nos va a visitar?

– Pronto -contestó Fidelma sonriendo vagamente después de que Aíbnat le lanzara una mirada de advertencia sacudiendo ligeramente la cabeza. Nadie había explicado a los niños lo que había pasado a Eisten-. Ahora os voy a hacer algunas preguntas. Quiero que todos penséis bien antes de contestar. ¿Lo haréis?

Las dos niñas asintieron con seriedad, pero el niño no dijo nada y frunció el ceño dirigiendo sus ojos hacia el tronco para esquivar la mirada sonriente de Fidelma.

– ¿Os acordáis de los dos chicos que estaban con vosotros cuando os encontré?

– Yo me acuerdo del bebé -dijo seria una de las niñas. Fidelma recordó que se llamaba Cera-. Se quedó dormido y nadie pudo despertarlo.

Fidelma se mordió los labios.

– Eso es -dijo animándola-, pero los que me interesan son los niños.

– No querían jugar con nosotras. ¡Eran malos, rencorosos! No me gustaban. -La otra niña, Ciar, estaba ceñuda y tenía los brazos cruzados.

– ¿Eran malos esos niños? -insistió Fidelma con entusiasmo-. ¿Quiénes eran?

– Sólo niños -contestó Ciar con petulancia-. Todos los niños son iguales.

Lanzó una mirada irónica hacia el niño, que dejó de dar patadas al tronco y se sentó bruscamente.

– ¡Niñas! -respondió.

– Recuérdame cómo te llamas -lo animó Fidelma con una sonrisa. Recordaba cómo se llamaban las niñas, pero no el niño.

– ¡No lo voy a decir! -contestó el niño.

Aíbnat chasqueó la lengua en señal de desaprobación.

– Se llama Tressach -añadió.

Fidelma continuó sonriendo al niño.

– ¿Tressach? Ese nombre significa «feroz y belicoso». ¿Eres feroz y belicoso?

El niño frunció el ceño y no dijo nada.

Fidelma esbozó una sonrisa forzada.

– Ah -dijo con cierto sarcasmo-; tal vez no he oído bien el nombre. ¿Era Tressach o Tassach? Tassach quiere decir «vago, perezoso, uno que le cuesta hablar». Tassach parece que te pega más, ¿no?

El niño se ruborizó indignado.

– ¡Me llamo Tressach! -gruñó-. Soy feroz y belicoso. ¿Lo ve…? Hasta llevo mi espada de guerrero.

Extrajo la espada del cinturón y la levantó para que la inspeccionara.

– Ésa es ciertamente un arma temible -contestó Fidelma, intentando parecer solemne, aunque sus ojos reflejaban alegría-. Y, si en verdad eres un guerrero, sabrás que los guerreros tienen un código de honor al que obedecer. ¿Lo sabías?

El muchacho se la quedó mirando con incertidumbre y se volvió a meter la espada en el cinturón.

– ¿Qué código? -inquirió con suspicacia.

– Eres un guerrero, ¿no? -insistió Fidelma.

El niño asintió con énfasis.

– Pues un guerrero tiene que jurar decir la verdad. Tiene que ser útil. Entonces, si yo te pregunto acerca de los niños que se llamaban Cétach y Cosrach, me tienes que decir lo que sabes. Es el código del honor. No hay duda de que te llamas Tressach porque eres un guerrero y, como tal, estás obligado por ese código.

El niño se quedó sentado como calibrando una cosa y otra y al final sonrió a Fidelma.

– Hablaré.

Fidelma suspiró aliviada.

– ¿Conocías bien a Cétach y Cosrach?

Tressach hizo una mueca.

– No jugaban con ninguno de nosotros.

– ¿Ninguno de vosotros? -preguntó Fidelma frunciendo el ceño.

– Con ningún niño del pueblo -añadió Ciar-. ¡Niños!

Tressach se giró hacia ella enfadado, pero Fidelma lo interrumpió.

– ¿No eran del pueblo?

Tressach lo negó con su cabeza.

– Llegaron al pueblo hace sólo unas semanas para vivir con sor Eisten.

– ¿Eran huérfanos? -preguntó Fidelma con impaciencia.

El niño le devolvió una mirada vacía.

– ¿Tenían padre o madre? -insistió Fidelma.

– Creo que tenían padre -soltó Cera.

– ¿Y eso, querida? -instó Fidelma.

– Se refiere a aquel hombre tan viejo que solía venir al pueblo a verlos -informó el niño.

– ¿Un viejo?

– Sí. El que llevó a esos niños malos a la casa de sor Eisten la primera vez.

Fidelma se inclinó hacia adelante impaciente.

– ¿Cuándo fue eso, querida?

– Oh, hace ya varias semanas.

– ¿Cómo era?

– Llevaba una cruz, como la vuestra, colgada del cuello -Cera dirigió a Tressach una mirada triunfal.

El niño le devolvió una mueca de enfado.

– ¿Quién era? -preguntó Fidelma sin esperar realmente que los niños contestaran a esa pregunta.

– Era un gran erudito de Ros Ailithir -anunció Tressach con aire de complacencia.

Fidelma estaba asombrada.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó.

– Porque Cosrach me lo dijo cuando yo se lo pregunté. Luego vino su hermano y me dijo que me callara y me fuera y que, si le explicaba a alguien lo de su aite, me pegaría.

– ¿Su aite1? ¿Usó esa palabra?

– ¡No me lo invento! -gimoteó el niño con petulancia.

Fidelma sabía que el término cariñoso aite era para dirigirse al padre. Pero, dado que, desde hacía siglos, se enviaba a los niños de los cinco reinos de Éireann en adopción para que los educaran, las palabras íntimas para padre y madre a menudo se usaban también para los padres adoptivos, así que se podía llamar muimme a la madre adoptiva y al padre aite.

– No, por supuesto que no te lo inventas -tranquilizó Fidelma al tiempo que le venían muchos pensamientos a la mente-. Te creo. ¿Y cómo describirías a ese hombre?

– Era agradable -informó Ciar-. No nos hubiera pegado. Siempre sonreía a todo el mundo.

– ¡Parecía un viejo brujo! -exclamó Tressach, para no ser menos.

– ¡No lo era! Era un viejo alegre -gimoteó Cera claramente cansada de quedar fuera de la conversación a pesar de sus intentos-. Nos hablaba de las hierbas y las flores y para qué eran buenas.

– ¿Y este hombre alegre venía a menudo a visitar a Cétach y a Cosrach?

– Algunas veces. Visitaba a sor Eisten -corrigió Ciar-. Y era a mí a quien hablaba de las hierbas -añadió-. Me explicó que, que…

– Se lo explicaba a todos -replicó Tressach con desdén-. ¡Y esos niños vivían en casa de sor Eisten, así que visitarlos era lo mismo que visitar a sor Eisten! ¡Toma!

Y le sacó la lengua a la niñita.

– ¡Niños! -dijo Ciar con cara de desprecio-. Como sea, algunas veces traía a otra hermana con él. Pero era extraña. ¡No era como una hermana de verdad!

– ¡Las niñas son tan estúpidas! -gruñó el niño-. Iba vestida como una hermana.

Sor Aíbnat llamó la atención a Fidelma. Obviamente sentía que el interrogatorio había durado suficiente.

Fidelma levantó una mano para evitar que expusiera su opinión.

– De acuerdo. Sólo una cosa más… ¿Estáis seguros de que el hombre venía de Ros Ailithir?

Tressach asintió con vehemencia.

– Eso es lo que me había dicho Cosrach cuando su hermano amenazó con pegarme.

– ¿Y esa hermana que lo acompañaba? ¿La podéis describir? ¿Cómo era?

El niño se encogió de hombros con desinterés.

– Pues como una hermana.

Parecía que los niños perdían interés y se fueron a corretear en dirección a la hermana que estaba tocando el caramillo.

Fidelma, muy pensativa, acompañó a Aíbnat hasta la habitación donde Molua había puesto la mesa para comer. Aíbnat parecía absolutamente desconcertada por la conversación, pero no preguntó nada más a Fidelma sobre el tema. Fidelma agradeció el silencio, pues iba dándole vueltas en la cabeza. Cuando entraron, Cass levantó la vista y examinó la expresión perpleja de Fidelma.

– ¿Habéis conseguido la información que queríais? -preguntó con entusiasmo.

Fidelma se echó a reír secamente.