– Yo no sé qué información quería -respondió-. Pero he recogido otra piedra para construir mi hito de conocimientos. Sin embargo, es una que por ahora no tiene mucho sentido. Ningún sentido.
La comida que les ofrecieron Aíbnat y Molua fue comparable a los banquetes con los que Fidelma había disfrutado en los salones de los reyes. Tuvo que hacer un esfuerzo para comer poco, pues era consciente de que una cabalgada de diez millas de vuelta a Ros Ailithir con el estómago lleno no era algo bueno para el cuerpo. Cass, por otro lado, dio rienda suelta a su apetito y aceptó más licor cuirm.
Aíbnat iba sirviéndoles lo que querían y su marido se excusó y fue a hacer algún recado misterioso.
Cuando Molua regresó con sus caballos, vieron que el granjero les había dado de beber y de comer y los había almohazado.
Fidelma dio las gracias efusivamente a Aíbnat y Molua por su hospitalidad y se subió a la silla de montar.
Fidelma impartió una bendición a sus huéspedes y emprendieron el camino de regreso hacia Ros Ailithir.
– ¿De qué os habéis enterado, Fidelma? -preguntó Cass cuando ya estaban algo alejados, mientras atravesaban el vado del río y ascendían por las colinas boscosas que coronaban el cabo.
– He averiguado, Cass, que llevaron a Cétach y a Cosrach a Rae na Scríne hace tan sólo unas semanas a vivir con sor Eisten. Son… -hizo una pausa para corregirse-. Eran los hijos de Illian.
– Pero el hermano de Sceilig Mhichil dijo que los hijos de Illian tenían el cabello cobrizo, como las niñitas.
– Cualquiera puede teñirse el pelo -observó Fidelma-. Además, alguien de Ros Ailithir los visitó varias veces. Cosrach presumió ante Tressach de que el hombre era un erudito. ¡A ese alguien Cétach y Cosrach lo llamaban aite!
Cass estaba asombrado.
– Pero, si esa persona era su padre, ellos no eran los hijos de Illian. A Illian lo mataron hace unos años.
– Aite también quiere decir «padre adoptivo» -advirtió Fidelma.
– Quizá -dijo Cass con renuencia-. ¿Pero qué significa esto y cómo encaja en el acertijo de este asesinato?
– No habría acertijo si yo lo supiera -le reprochó Fidelma-. El hombre a veces iba acompañado por una de las hermanas. ¡Aquí hay un camino que nos conduce hacia Intat! Y sabemos que Intat es un hombre de Salbach. Esto es un círculo y ojalá supiéramos la manera de entrar en él.
Se sumió en un silencio pensativo.
Llevaban una milla de camino, tal vez no más de dos, cuando, al ascender una cuesta, Cass echó una mirada por encima del hombro y se exclamó sorprendido.
– ¿Qué es eso? -gritó Fidelma, girándose sobre su silla para seguir la mirada de Cass.
No hizo falta que Cass respondiera.
Una alta columna de humo negro se elevaba tras ellos en el frío cielo azul claro y otoñal.
– Eso viene de la dirección del hogar de Molua, seguro -dijo Fidelma al tiempo que el corazón le empezaba a latir con fuerza.
Cass se levantó sobre sus estribos, se agarró a una rama que colgaba de un árbol y se encaramó hasta la copa con una agilidad que sorprendió a Fidelma.
– ¿Qué veis? -gritó Fidelma levantando la vista hacia las ramas que se balanceaban peligrosamente bajo su peso.
– Es donde Molua. Debe de estar ardiendo.
Cass descendió del árbol y saltó al suelo. Un montón de hojas amortiguó su caída. Se sacudió y agarró las riendas del caballo.
– No lo entiendo. Es un gran fuego.
Fidelma se mordió los labios, casi provocándose sangre debido a la terrible idea que le vino a la cabeza.
– ¡Hemos de regresar! -gritó haciendo que su caballo diera la vuelta.
– Pero hemos de tener cuidado -advirtió Cass-. Que el incidente de Rae na Scríne nos sirva de advertencia.
– ¡Eso es precisamente lo que temo! -gritó Fidelma, mientras hacía que su caballo corriera veloz en dirección a la columna de humo.
Cass tuvo que espolear a su caballo con fuerza para alcanzarla. Aunque sabía que Fidelma era de los Eóganacht y hermana de Colgú, que ahora era su rey, Cass siempre se sorprendía de que una religiosa fuera capaz de cabalgar tan bien. Parecía que hubiera nacido en una silla de montar, que ella y el caballo formaran un todo. Lo guiaba con habilidad mientras éste bramaba por el sendero que acababan de cruzar.
No tardaron en llegar a la cresta de la colina y ante ellos se extendía el gran estuario fangoso.
– ¡Alto! -chilló Cass, tirando de las riendas-. ¡Detrás de esos árboles, rápido!
Agradeció que por una vez Fidelma no lo cuestionara y obedeciera sus órdenes inmediatamente.
Se detuvieron detrás de un bosquecillo de álamos de hojas amarillentas rodeado de densos matorrales.
– ¿Qué habéis visto? -inquirió Fidelma.
Cass señaló colina abajo.
Fidelma entornó los ojos y vio que una banda de jinetes armados atravesaba el frágil cercado que rodeaba la pequeña comunidad de Molua y Aíbnat. Un hombre achaparrado estaba sentado en su caballo ante los edificios que ardían como si controlara el trabajo que hacían sus hombres. Eran una docena. Acabaron su horrible trabajo y luego se fueron cabalgando entre los árboles del otro lado del río. El jinete achaparrado, que era obviamente su cabecilla, echó una última mirada a los edificios en llamas y se fue galopando tras ellos.
Fidelma soltó de repente un grito de rabia impotente. Había oído que Salbach decía, cuando se había marchado de la cabaña del bosque: «Sé dónde podrían estar… Os daré instrucciones para Intat». Lo había oído, pero no entendido. Tenía que haberse dado cuenta. Podía haberlo prevenido… Algo en su mente furiosa le decía que era el segundo gran error que cometía.
– ¡Hemos de ir allí! -gritó Fidelma rabiosa-. Pueden estar heridos.
– Esperad un momento -soltó Cass-. Esperad a que los asesinos se hayan marchado.
Estaba triste, apretaba con fuerza las mandíbulas y sus músculos estaban tensos. Él ya sabía lo que probablemente iban a encontrar en el infierno que había sido una próspera alquería.
Sin embargo, Fidelma ya iba espoleando su caballo colina abajo.
Cass le pegó un grito, pero, al entender que no se iba a detener, aunque corriera algún peligro con los atacantes, desenvainó su espada y espoleó su caballo para ir tras ella.
Fidelma galopó colina abajo, atravesó el vado a gran velocidad y detuvo su carrera frente a las construcciones.
Se descolgó de la silla de montar y, levantando una mano para protegerse de la violencia del calor, avanzó corriendo en dirección a los edificios que estaban en llamas.
Los primeros cuerpos que vio, esparcidos en la entrada, fueron los de Aíbnat y Molua. Una flecha había atravesado el pecho de Aíbnat y Molua tenía la cabeza casi partida por un corte de espada. Desde luego ya no necesitaban ayuda.
Vio el primer cuerpo de un niño cerca y un grito la ahogó. Se dio cuenta de que Cass había cabalgado colina abajo y desmontaba tras ella. Todavía llevaba la espada desenvainada en la mano y miraba a su alrededor impasible pero horrorizado.
Una de las hermanas que ayudaba a sor Aíbnat a cuidar a los niños estaba desplomada contra la puerta de la capilla. Fidelma se dio cuenta con horror de que una lanza que le había atravesado el cuerpo la mantenía clavada a la puerta de madera. Una media docena de cuerpecillos se apiñaba a su alrededor… Algunas de las manos de los niños todavía se agarraban a sus faldas. Cada niño estaba acuchillado o tenía la cabeza partida a golpes.
Fidelma sintió ganas de vomitar. Se giró de lado y no pudo contener la bilis que le subía a la garganta.
– Yo… yo lo siento -murmuraba mientras sintió el brazo consolador de Cass sobre su hombro.
El soldado no dijo nada. No había nada que decir.
Fidelma había visto muertes violentas muchas veces en su vida, pero nunca había visto nada tan desgarrador, tan patético como aquellos cuerpecillos muertos que, unos momentos antes, había visto felices y sonrientes, cantando y jugando juntos.