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– Dudo que Salbach esté lejos -murmuró Fidelma-. Si ha deducido que nos hemos llevado a Grella, y ésta le importa tanto, tal vez haya ido a la abadía a exigir que la suelten.

Cass estaba a punto de contestar cuando oyeron los cascos de unos caballos que resonaban al exterior de la cabaña. Corrió hacia la puerta, pero, antes de que pudiera alcanzarla, ésta se abrió de golpe.

Un individuo de cara roja y grande, tocado con un casco de acero y una capa de lana con ribetes de piel, con una cadena de oro propia de su cargo y con la espada desenvainada, estaba apostado en la puerta. Detrás de él, había una docena de guerreros. Sus diminutos ojos brillaron triunfalmente cuando se posaron sobre Cass y Fidelma.

Fidelma llevaba grabada su imagen en la memoria. Era Intat.

– Vaya -dijo riéndose entre dientes complacido-, si tenemos a los malhechores… ¿Y dónde está Salbach?

– No está aquí, como veis -contestó Cass.

– ¿No? -Intat echó una mirada como para confirmar lo que había oído-. Le dije… -empezó a decir y luego se calló y se quedó mirándolos con el ceño fruncido desde el umbral de la puerta.

– ¿Así que no hay nadie más aquí aparte de vosotros dos?

Fidelma se quedó callada, mirando al hombre con los ojos entornados.

– Ya lo veis, Intat. Entregad vuestra espada. Soy dálaigh de los tribunales y hermana de Colgú, vuestro rey. Entregad vuestras armas y venid con nosotros a Ros Ailithir.

El hombre de cara roja abrió bien los ojos asombrado. Giró la cabeza en dirección a los hombres que estaban detrás de él fuera de la cabaña.

– ¿Oís a esta mujer? -Se echó a reír con sorna-. Dice que entreguemos nuestras armas. Tened cuidado, hombres, pues esta mujercita es una poderosa dálaigh de la ley y una mujer de la fe. Sus palabras nos van a herir y destruir a menos que le hagamos caso.

Sus hombres se rieron a carcajadas ante el grosero ingenio de su jefe.

Intat se volvió hacia Fidelma y le dedicó una mueca burlona que lo afeó mucho.

– Nos habéis desarmado, señora. Somos vuestros prisioneros.

No hizo ademán de bajar la espada.

– ¿Creéis que no vais a rendir cuenta de vuestras acciones, Intat? -preguntó Fidelma con calma.

– Sólo rindo cuentas ante mi jefe -dijo Intat mofándose.

– Hay una autoridad superior a la de vuestro jefe -espetó Cass.

– Ninguna que yo reconozca -respondió Intat dirigiéndose a él-. Entregad vuestra arma, guerrero, y no os haré daño. Eso os lo prometo.

– He visto cómo tratáis a los que están indefensos -replicó Cass con desprecio-. La gente de Rae na Scríne y los niños de la alquería de Molua no tenían armas. No me hago ilusiones sobre el valor de vuestras promesas.

Intat volvió a reírse entre dientes, como si el desafío del soldado le hiciera gracia.

– Entonces parece que habéis escrito vuestro destino, cachorro de Cashel. Mejor sería que lo consultarais con la buena hermana y reflexionarais sobre vuestro destino. Morir ahora o rendiros y vivir un poco más. Os dejaré discutir el asunto un momento.

El hombre de cara roja retrocedió hacia sus compinches, que sonreían cínicamente y se apiñaban en la puerta.

Cass también retrocedió unos pasos más hacia el interior de la cabaña, en guardia con la espada.

– Poneos detrás de mí, hermana -le ordenó en voz baja, hablando por la comisura de los labios en un tono tan bajo que Fidelma apenas lo oyó. Cass taladraba con la mirada a Intat y sus guerreros.

– No hay salida -respondió Fidelma murmurando-. ¿Nos rendimos?

– ¿Habéis visto de qué es capaz ese hombre? Mejor morir defendiéndonos que dejar que nos maten como a ovejas.

– Pero hay varios guerreros. Os tenía que haber hecho caso, Cass. No hay forma de escapar.

– Uno sí, pero dos no -contestó Cass en voz baja-. Detrás de mí y hacia la izquierda hay una escalera que da al desván. Allí arriba hay una ventana. La vi hace un momento. Mientras los entretengo, corred por las escaleras y salid por la ventana. Una vez fuera, agarrad un caballo e intentad llegar a la abadía. Intat no puede atacar allí.

– No os puedo dejar, Cass -protestó Fidelma.

– Alguien tiene que intentar llegar a Ros Ailithir -replicó Cass con calma-. El Rey Supremo ya está allí y vos podéis traer sus tropas. Si no lo hacéis así, ambos pereceremos en vano. Yo puedo retenerlos durante un rato. Ésta es vuestra única oportunidad.

– ¡Hey!

Intat dio un paso adelante, su cara roja sonreía burlonamente de una manera que hizo que Fidelma se estremeciera.

– Ya habéis hablado bastante. ¿Os rendís?

– No, no nos rendimos -respondió Cass, y de repente gritó-: ¡Ya!

La última palabra era para Fidelma. Ésta se giró y corrió hacia las escaleras. Muchos días practicaba el troid-sciathagid, la antigua forma de combate sin armas, y esta disciplina física le había proporcionado un cuerpo ligero y bien musculado bajo una apariencia blanda. Alcanzó el extremo superior de las escaleras con zancadas rápidas y se dirigió hacia la ventana sin detenerse y se subió al alféizar con un movimiento frenético.

Debajo de ella, en la cabaña, oía el choque de los metales y los terribles gritos de furia de los hombres que intentaban matarse.

Algo golpeó contra la pared cercana. Fidelma se dio cuenta de que era una flecha. Otro astil le rozó el antebrazo mientras ella atravesaba el extremo inferior del alféizar de la ventana.

Se detuvo un segundo, conteniendo el impulso de mirar atrás. Luego se descolgó toda ella por la ventana y se dejó caer al suelo blando y fangoso de la parte trasera de la cabaña. Aterrizó casi con la misma agilidad que un gato, a cuatro patas. Un segundo después ya se había puesto en pie y corría; al otro lado de la cabaña estaban los caballos. Además de los caballos de Cass y de ella, había otros tres que pertenecían a Intat y a sus hombres, que se agolpaban en la puerta de la cabaña, de donde le llegaban a sus oídos los sonidos del combate.

Se apresuró en busca del caballo más cercano.

Por el rabillo del ojo vio cómo uno de los hombres de Intat se apartaba del grupo que estaba a la puerta de la cabaña y se giraba en su dirección. La vio y lanzó un grito de ira. Otro hombre también se giró. En lugar de un arma, como su compañero, iba armado de un arco y estaba intentando sujetar una flecha. El primer hombre se dirigió hacia ella dubitativo, con la espada levantada.

Fidelma se dio cuenta de que no podía llegar hasta el caballo antes que su atacante, así que se detuvo, giró en redondo para hacerle frente y colocó sus pies rápidamente en una posición firme.

La última vez que Fidelma había practicado el troid-sciathagid en serio había sido contra una mujer gigante en un burdel de Roma. Esperaba no haber perdido habilidad. Dejó que el hombre corriera hacia ella, lo agarró por su cinturón y utilizó el impulso hacia adelante para levantar al sorprendido rufián por encima de sus hombros. Con un grito de sorpresa, el hombre fue a caer, con la cabeza por delante, en un barril de madera cercano, lo reventó con el impacto de su cabeza y el agua empezó a salir a chorros.

Fidelma se puso enseguida de pie, se inclinó cuando oyó el sonido vibrante de la cuerda de un arco y sintió que una flecha le pasaba volando junto a la mejilla. Luego se subió a la silla y golpeó con sus talones los costados del animal. Con un gran relincho, la bestia atravesó a toda velocidad el claro y penetró en el bosque.

Oyó unos gritos tras ella y se dio cuenta de que al menos uno de los hombres de Intat había montado otro caballo y se había lanzado a perseguirla. No sabía si alguno más se había unido a la persecución. Tan sólo había identificado a Intat y a tres hombres más en la cabaña. No creía que el que había lanzado dentro del barril estuviera en condiciones de darle caza durante un tiempo. Y seguramente Cass se estaba enfrentando a Intat en persona. Tenía que mantener la distancia sobre su perseguidor. No tardaría mucho en llegar a la abadía.