– De momento no afirmo nada, hermano -contestó Fidelma secamente-. Lo que busco es la verdad, sea cual sea.
Se detuvieron ante la cabaña del bosque, que estaba en calma. El otro secuaz de Intat todavía yacía inconsciente entre los fragmentos del pesado barril donde lo había lanzado Fidelma. Empezaba a gruñir y a removerse al recobrar el conocimiento.
El corazón se le encogió cuando vio que el caballo de Cass seguía atado y esperaba pacientemente fuera de la cabaña.
Dos hombres de la guardia de Colgú desmontaron inmediatamente y, con las espadas desenvainadas, empujaron la puerta de la cabaña y entraron.
Uno de ellos regresó ante la puerta de la cabaña al cabo de un momento con una expresión fría en el rostro.
Fidelma entendió perfectamente lo que quería decir aquello.
Se deslizó de la silla de montar y corrió hacia el interior.
Cass yacía boca arriba. Tenía una flecha clavada en el corazón y otra en el cuello. Sus atacantes ni siquiera le habían otorgado el honor de defenderse como guerrero. Todavía empuñaba su espada, pero le habían disparado desde la puerta. Ahora yacía con los ojos abiertos con la mirada perdida hacia arriba.
Fidelma se inclinó la cara fría y rígida y cerró los ojos de lo que había sido un rostro atractivo.
– Era un buen hombre -dijo Colgú en voz baja cuando se acercó por detrás de ella y miró hacia abajo.
Fidelma sacudió los hombros de forma casi imperceptible.
– A los hombres buenos los vence tantas veces el mal -murmuró-… Hubiera querido que viviera para ver este misterio resuelto.
Fidelma se levantó apretando con fuerza los puños con angustia. Se giró hacia su hermano con cara triste, incapaz de contener las lágrimas. Una voz interior le dijo que había cometido el tercer error. Era su propia vanidad la que había conducido a Cass a la muerte. Había cometido tres errores y ahora ya no podía cometer ninguno más.
– Murió defendiéndome, Colgú -dijo suavemente.
Su hermano inclinó la cabeza.
– Estoy seguro de que él hubiera querido que fuera así, hermanita. Si sus esfuerzos no son en vano, su alma se encontrará satisfecha. ¿Su muerte no detendrá tu investigación? -añadió ansioso, cuando le vino a la mente esa posibilidad.
Fidelma apretó un momento los labios.
– No -dijo con firmeza al cabo de un momento-. La muerte detiene muchas cosas, pero nunca el triunfo de la verdad. Su alma pronto descansará tranquila, pues creo que estoy cerca de llegar a esa verdad que se me ha escapado durante tanto tiempo.
Capítulo XVIII
Fidelma estaba sentada en el baluarte, junto al adarve que rodeaba la parte exterior de la muralla de la abadía y contemplaba la ensenada de abajo. La cala tranquila se había convertido de repente en un bosque de mástiles y palos que se alzaban desde incontables naves. Los barcos de guerra y las barca costaneras se habían congregado al abrigo del puerto, como un banco de peces en un lugar de desove; llevaban a los dignatarios procedentes de los dominios reales del Rey Supremo de Meath, así como los del propio Laigin. Los analistas, que tomarían nota del proceso, también habían llegado con el gran brehon. Un barco engalanado había traído a Ultan, arzobispo de Armagh, jefe apostólico de la fe en los cinco reinos y a sus consejeros.
Tan sólo los representantes de Muman habían llegado por tierra y a caballo. Y eso había sido una suerte para Fidelma. A lo largo de su vida, Fidelma había visto muchas muertes violentas y se había visto involucrada en muchas de ellas. Ciertamente, la muerte parecía una compañera constante de su profesión. No en uno, la muerte tenía mucho que ver con quien vivía cerca de la naturaleza y estaba acostumbrada a las realidades de la vida. Era tan natural morir como nacer y todavía muchos seguían temiendo la muerte. Incluso ese miedo era natural, admitía Fidelma, pues los niños a menudo tienen miedo de penetrar en la oscuridad y la muerte era una oscuridad desconocida. A pesar de sus reflexiones, éstas no aliviaban la profunda tristeza que sentía por la muerte de Cass. Tenía mucho que vivir, mucho que aprender. Ella se sentía terriblemente culpable, porque la causa de la muerte del soldado había sido su tozudez. Si ella hubiera escuchado su advertencia y no se hubiera precipitado hacia la guarida de Salbach, Cass todavía estaría vivo.
Lamentaba haber sido tan dura con él al discutir y deploraba su pecado de vanidad al hacer gala de su superioridad intelectual. Sin embargo, incluso ahora, una vocecita en lo profundo de su mente se preguntaba si estaba triste por Cass o triste por su propia moralidad. Se sentía incómoda con esa vocecita insistente. Recordaba un verso de una lección de griego, una línea de Bacchylides: «La más dura de las muertes para un mortal es la muerte que ve ante sí».
Intentó no pensar demasiado en la tristeza que sentía y se concentró en el asunto inmediato que tenía entre manos, buscando consuelo en un axioma de su mentor, el viejo brehon Morann de Tara: «El que es recordado no está muerto, pues, para estar verdaderamente muerto, se ha de haber caído totalmente en el olvido».
El sol se iba ocultando por entre las lejanas montañas del oeste, y al día siguiente, a tercias, la campana emplazaría a los interesados en la iglesia de la abadía, donde la corte del Rey Supremo se reuniría para oír las demandas de Laigin en lo concerniente a la muerte de Dacán.
– ¿Sor Fidelma? -levantó la cabeza y vio a la joven sor Necht de pie a escasa distancia, observándola con cara solemne-. No quiero molestaros.
Fidelma señaló la muralla que tenía al lado.
– Sentaos. No me molestáis. ¿Qué puedo hacer por vos?
– Primero quería deciros que siento la muerte de vuestro compañero, Cass -dijo la novicia mientras se sentaba torpemente, con la voz embargada por la emoción-. Era un buen hombre. A mí me hubiera gustado ser un guerrero como él.
Fidelma no pudo evitar esbozar una sonrisa divertida al oír aquello.
– ¿No parece una vana ambición para una joven novicia?
La muchacha se ruborizó intensamente.
– Quería decir…
– No importa -la tranquilizó Fidelma-. Perdonadme este humor de mal gusto. Es una defensa contra mi propia tristeza. ¿Decíais que había algo más?
La joven dudó y asintió con la cabeza.
– He venido a traeros una noticia. Los guerreros de vuestro hermano han capturado a Salbach y lo han traído a Ros Ailithir.
– Eso es sin duda una buena noticia -confirmó Fidelma con satisfacción.
– Al parecer, lo encontraron con su primo en una cita secreta.
– ¿Su primo? ¿Os referís a Scandlán, el rey de Osraige?
Sor Necht asintió con énfasis.
– ¿Han traído aquí también a Scandlán?
– Vino por decisión propia, gritando que era un ultraje que su primo fuera tratado así.
– ¿Salbach ha admitido que Intat actuaba bajo sus órdenes?
– Eso no lo sé, hermana. El abad Brocc me dijo que os buscara y os diera la noticia. Creo que Salbach se niega a responder a cualquier pregunta. Pero Brocc pregunta si queréis intentar interrogar a Salbach antes de la vista de mañana.
Fidelma se puso en pie inmediatamente.
– Claro que sí. ¿Dónde están ahora Brocc y mi hermano Colgú?
– Están en las estancias del abad -contestó sor Necht.
– Entonces voy para allí.
– Yo espero con ansia la asamblea de mañana -dijo sonriendo Necht-. Buenas noches, hermana.
Se giró y echó a correr. Durante un momento, Fidelma se quedó mirando al porte desgarbado de Necht mientras se perdía en la oscuridad de los pasillos de la abadía. Algunos pensamientos se le removieron, una confusión de ideas que no podía desarrollar. Fidelma se encogió de hombros y se encaminó hacia las habitaciones de Brocc.