Fidelma llamó a la puerta y, cuando Brocc contestó, entró. Su hermano estaba sentado donde normalmente lo hacía Brocc. Colgú sonrió cuando entró su hermana. Ambos compartían una jarra de vino.
– ¿Os ha encontrado sor Necht, prima? -preguntó innecesariamente el abad.
Fidelma inclinó la cabeza en señal de afirmación.
– Me ha dicho que tenéis a Salbach en una celda -contestó-. Eso está bien.
– Pero también tenemos que soportar a su primo de Osraige, que clama al cielo que se haya difamado de forma tan escandalosa su inocencia. -Colgú hizo una mueca irónica-. Sin embargo, no hay duda del papel que ha tenido Salbach en los atroces crímenes de Rae na Scríne y del hogar de Molua. A los dos compañeros de Intat, los convencieron rápidamente y descargaron la responsabilidad de sus actos en otros.
Fidelma arqueó las cejas expectante. Su hermano asintió con la cabeza como confirmando la pregunta que se hacía ella.
– Admitieron que Intat les había pagado para hacer lo que hicieron y, es más, juraron que fueron testigos de que Intat recibía las instrucciones de Salbach.
– Así es -añadió Brocc con satisfacción-. Pero negaron cualquier culpabilidad o conocimiento de los asesinatos de Dacán o Eisten. Mi scriptor ya ha puesto por escrito sus declaraciones para que las leáis y los retendremos en la abadía listos para testificar ante la asamblea mañana.
Fidelma sonrió aliviada y cogió las tablillas de cera que Brocc le tendía y les echó una mirada rápida.
– Hemos hecho grandes progresos hacia una solución. ¿Me pregunto si Salbach admitirá la verdad si le presento esta prueba?
– Vale la pena probarlo -admitió Colgú.
– Entonces voy a ir a interrogarlo en seguida.
Colgú se levantó y se dirigió hacia la puerta.
– Entonces preferiría ir contigo -sonrió irónicamente a su joven hermana-. Necesitas que alguien te vigile.
Salbach estaba desafiante en su celda cuando entró sor Fidelma. Ni siquiera se molestó en saludar a Colgú, que entró con ella y se quedó justo pasada la puerta.
– Ah, ya me imaginaba que vendríais, Fidelma de Kildare -dijo con voz fría y sarcástica.
– Me alegro de haber satisfecho vuestras expectativas, Salbach -replicó Fidelma con la misma solemnidad-. La asamblea del Rey Supremo se reúne mañana.
Fidelma tomó asiento en la única silla de madera que había en la celda. Salbach frunció el ceño, titubeante ante su comportamiento seguro, pero continuó de pie, con los pies separados y los brazos cruzados delante. No dijo nada cuando Fidelma se permitió levantar los ojos y echar una mirada sobre él. Sentía repugnancia por aquel hombre que podía ordenar la muerte de niños sin el menor escrúpulo.
– Grella tiene que estar locamente enamorada de vos, Salbach, para no ver lo que hay detrás de la máscara que os ponéis para ella -dijo finalmente Fidelma.
La expresión de Salbach cambió momentáneamente y reflejó confusión, pero pronto se vio reemplazada por ira y aversión y le devolvió una mirada escrutadora.
– ¿Estáis segura de que llevo una máscara para ella? ¿Estáis segura de que tan sólo está ofuscada con la idea del amor o podéis admitir, en vuestro corazón, que ella pueda estar enamorada de mí y yo de ella?
Fidelma hizo una mueca de desagrado.
– ¿Amor? Cuesta entender esa emoción en vuestro corazón. No, yo veo ante mí el sufrimiento de los pequeños. No hay lugar para una emoción como el amor en el corazón de una persona que puede ordenar tal sufrimiento.
Sin embargo, Fidelma veía algo de perversidad en la situación. Quizá, Salbach, después de todo, sentía un encaprichamiento parecido al amor por la atractiva bibliotecaria de Ros Ailithir.
– ¿Me vais a responsabilizar de los actos de Intat? -preguntó Salbach con acritud.
– Sí. También deberíais saber que, si pagáis a unos hombres, su lealtad no se debe a un jefe, sino al dinero. Los mismos hombres de Intat han testificado que sois el jefe.
Salbach se quedó petrificado.
– ¿Y si digo que mienten?
– Entonces tenéis que probarlo ante la asamblea. Eso puede resultar difícil. Por lo que a mí respecta, sé que esos hombres no mienten, igual que vos sabéis que dicen la verdad.
Salbach sonrió con amargura.
– Entonces dejaremos que decida la asamblea del Rey Supremo. Será mi palabra como jefe de los Corco Loígde. Mi palabra y mi honor. Y ahora he de guardar silencio. No vamos a hablar más.
Fidelma se levantó y lanzó una mirada rápida a su hermano. Se dio cuenta de que sus ojos mostraban decepción.
– No esperaba menos, Salbach. Nos veremos en el tribunal cuando se reúna mañana. Pero, antes de que lo hagamos, pensad bien en el asunto, pues estáis condenado por los hombres a los que pagasteis. Dejadme que os diga unas palabras de Sócrates: «Las palabras falsas no son malas en sí mismas, pero infectan el alma con maldad». ¿Cuán infectada está vuestra alma, Salbach?
Fuera, Colgú dio rienda suelta a su frustración.
– No admite nada. ¿Si no lo hace, qué? Aunque pruebes su culpabilidad, Laigin seguirá considerando que Cashel es responsable.
– Espero tener la última pieza del rompecabezas colocada en su sitio en el momento de la asamblea -replicó Fidelma-. Mientras tanto, tengo que descansar un poco. Mañana será un día largo y tengo mucho en qué pensar.
Fue bastante después de la hora completa cuando Fidelma se despertó, todavía totalmente vestida y estirada en su cama bajo la oscuridad de su habitación, donde se había quedado dormida. Se despertó con una idea muy clara en la cabeza; se refería a la tarea incompleta que le iba azuzando la mente durante varios días. Se levantó y abandonó el hostal en silencio.
Fidelma entró en la iglesia de la abadía, que estaba totalmente a oscuras. Habían apagado todas las luces después del último servicio del día. Decidió no encender una lámpara y se movió con cautela por entre las sombras; la suave luz de la luna atravesaba las altas ventanas para iluminar su camino. Fue avanzando con cautela hacia el altar mayor. Al dar la vuelta a éste, se quedó mirando en la penumbra la losa de la tumba de san Fachtna.
Estaba segura de que ésta era la clave para la última pieza del misterio que le azuzaba la mente.
Llevaba varios minutos observando cuando se dio cuenta de que había algo raro. La losa estaba ligeramente torcida, hacía un poco de ángulo con la parte posterior del altar. Ella recordaba perfectamente que la losa debía estar paralela al altar.
Se puso de rodillas y empujó un poco.
Con gran sorpresa por su parte, la losa se movió fácilmente, como por un tobogán. Se detuvo cuando empezó a rechinar en la oscuridad y, con cautela, echó una mirada a su alrededor. No veía nada en el interior sombrío de la gran iglesia.
Se dirigió hacia el altar y cogió una de las largas velas de sebo, diciendo una breve oración de contricción por haberla quitado de la santa mesa del Señor. Luego regresó hacia la losa, encendió la vela y la colocó en el suelo. Se puso otra vez de rodillas y empezó a empujar la losa. Se volvió a mover y luego se detuvo como si hubiera encontrado un obstáculo.
Hizo una pausa un momento, sintiendo frustración, pero entonces se dio cuenta de que debía haber un mecanismo oculto. Se fue hasta el otro lado de la losa y empezó a empujarla como para cerrarla.
Entonces fue cuando se le apareció el mecanismo, pues vio, por el rabillo del ojo, que la pequeña estatua del querubín, que estaba a la cabeza de la losa, se movía sobre su peana.
Reprimiendo una exclamación, Fidelma se dirigió con rapidez hacia la figurita, la agarró y empezó a girarla en dirección contraria.
Era una palanca, un sistema inteligente de movimiento, pues, cuanto más lo hacía girar, más notaba que éste tiraba de algún mecanismo que, a su vez, empujaba la losa hacia un lado y la sacaba de la entrada de la tumba que había abajo. La vacilante luz de su vela dejó ver unas escaleras.