Levantando bien la vela, empezó a descender las escaleras hacia el interior de la tumba.
Conducían a una cripta, húmeda y fría.
No estaba a más de veinte pies por debajo del suelo de la iglesia. Era una sola cámara, por lo que dejaba ver la luz de la vela. Tenía unos treinta pies de largo y quince de ancho. Estaba construida casi como una réplica a pequeña escala de la gran iglesia de arriba, con una plataforma de piedra elevada en un extremo, como el altar mayor. Sin embargo, tal como percibió Fidelma, no era un altar, sino un sarcófago de piedra con una losa. Sobre ésta estaban grabadas unas palabras en ogham y en escritura latina, tanto en irlandés como en latín. Decía que Fachtna, hijo de Mongaig, descansaba allí.
Fidelma vio que había unos receptáculos para las velas en el sepulcro y, movida por la curiosidad, fue a examinarlos. La grasa no estaba fría. Las velas se habían usado recientemente.
De repente se dio cuenta de que en un rincón había un montón de ropas. Fue a examinarlas y encontró también un bulto de mantas, como si alguien estuviera durmiendo en la bóveda. También había una jarra de agua y un cuenco con fruta. En una de las camas, halló una vitela.
En un momento encontró los objetos extraídos de su marsupium: el borrador de la carta de Dacán a su hermano, la varilla quemada en ogham y otros objetos de la biblioteca relacionados con la familia de Illian. Parecía que los hubieran desechado.
Sonrió con gravedad.
Por fin las piezas se juntaba; todos los pequeños detalles informativos empezaban a encajar y formar un dibujo. Era una lástima que Cass no estuviera allí para entender que se recogían todos los fragmentos y se unían hasta que surgiera el dibujo.
Oyó un ruido arriba y se sobresaltó.
Había alguien en el altar mayor, arriba, en la iglesia. Estaban junto a la tumba abierta.
Se dio cuenta de que no podía volver por el mismo camino a la iglesia si no quería ser descubierta. Quienquiera que fuera, empezaba a bajar las escaleras hacia el interior de la tumba. Se dirigió con rapidez hacia el sarcófago, intentando ocultarse.
Oía voces por encima.
– Mira esto -oyó decir a una voz familiar-. Creí haberte dicho que cerraras la losa cuando salimos.
Una voz más joven, que ella reconoció como la de Cétach, respondió:
– Creía que lo había hecho, hermano. Estaba seguro de que no lo había dejado tan abierto.
– No importa. Baja. Vendré a dejarte salir a la hora de siempre. Pero mañana estate absolutamente callado, pues el tribunal se reunirá encima de ti. Ni un ruido. Recuerda que casi lo echas todo a perder durante el servicio de la semana pasada. Un grito y encontrarán el camino hasta aquí abajo. Y, si es así, todos lo lamentaremos.
Otra voz de niño empezó a lloriquear protestando.
La voz de Cétach lo amonestó; seguro que era Cosrach.
– No será por mucho tiempo -oyó Fidelma que decía la primera voz, con tono más convincente-. Padre y yo te podremos sacar de aquí mañana o así.
– ¿Vendrá padre con nosotros? -preguntó la voz de Cétach.
– Sí, pronto estaremos todos en casa, en Osraige.
Fidelma se escondió tras el sarcófago al oír unos pasos suaves que bajaban a la cripta. No tenía sentido enfrentarse a los hijos de Illian en aquel momento. Quedaban algunos cabos sueltos para que el misterio estuviera totalmente resuelto.
Detrás del sarcófago, le sorprendió ver una abertura oscura y penetró en aquella oscuridad. Era un pasadizo que giraba y se retorcía varias veces hasta llegar a un tramo de escaleras de piedra. Llevaban arriba.
La curiosidad hizo que las subiera hasta su fin, a unos cuatro pies de un techo de roca. Por un momento pensó que había llegado a un lugar sin salida, pero percibió una pequeña apertura, de dos pies de ancho y otros tres de alto. Una débil luz vacilante entraba a través de ella. Esta vez sí encendió su vela y vio la pálida luz de la luna. Se escabulló con cuidado por la apertura.
Se quedó sin respiración por la sorpresa nada más observar lo que había al otro lado.
Estaba asomada al interior de un pozo circular que a unos diez pies se abría al cielo. Giró la cabeza y cerca vio, bajo la luz tenebrosa, unos escalones de hierro junto a la apertura, lo bastante cerca para que pudiera alcanzarlos y subirse a ellos. En unos minutos fue trepando a gatas por el borde del pozo hasta el fragante jardín iluminado por la luna, en la parte posterior de la iglesia de la abadía.
Se sentó un momento en el borde del muro de piedra circular del pozo, sonriendo con verdadera satisfacción.
Ahora ya tenía todas las piezas principales. Era cuestión de clasificarlas y encajarlas en su sitio.
Tenía tiempo suficiente para revelar la enmarañada madeja en la asamblea de la mañana.
Capítulo XIX
La iglesia de la abadía se había convertido en dál, o tribunal, para la gran asamblea del Rey Supremo. El recinto rebosaba de gente y tanto religiosos como otras personas no paraban de entrar en tropel. Esta asamblea se consideraba trascendental, pues nadie recordaba que un Rey Supremo hubiera convocado una asamblea fuera de su territorio personal de Meath. En un estrado construido especialmente para la ocasión ante el altar mayor, se sentaba el gran brehon de los cinco reinos de Éireann. Era una persona tan influyente que ni siquiera el Rey Supremo tenía licencia para hablar en las grandes asambleas hasta que aquél lo había hecho. Fidelma era la primera vez que veía a Barrán, e intentó juzgar su personalidad a pesar de que las vestiduras ceremoniales de su cargo ocultaban sus rasgos. Lo único que pudo adivinar fue unos ojos brillantes e imperturbables, una boca severa y de labios finos y una nariz prominente. Podía tener cualquier edad.
Junto a él, en el estrado a su izquierda, estaba sentado su ollamh personal, un abogado erudito con el que consultaba los asuntos legales; luego se sentaban un scriptor y un ayudante para dejar constancia escrita de todo. A la derecha del gran brehon, estaba sentado el Rey Supremo -Sechnassach, señor de Meadi y Rey Supremo de Irlanda. Era un hombre delgado, de unos treinta y cinco años, con rasgos ceñudos y cabello castaño oscuro. Fidelma sabía por su experiencia en Tara que Sechnassach no era un gobernante tan severo y autoritario como parecía. Era un hombre serio con un sentido del humor agudo. Se preguntaba si él recordaría que, sin la ayuda de ella, que resolvió el misterio del robo de la espada ceremonial del Rey Supremo, Sechnassach tal vez nunca se hubiera sentado en el trono. Luego se sintió culpable por haber pensado en eso, como si alguna predisposición en su favor pudiera influir en la voluntad del Rey Supremo.
Junto al rey, estaba sentado Ultan, arzobispo de Armagh, principal apóstol de la fe en los cinco reinos. Era un hombre anciano y adusto, con el cabello blanco y descuidado. Fidelma sabía que Ultan tenía reputación de favorecer a la facción romana y que a menudo había apoyado la idea de que las leyes eclesiásticas deberían desplazar a las leyes civiles de los cinco reinos.
Justo enfrente de esta impresionante reunión de jueces, había un pequeño atril que se había dispuesto como cos-na-dála, la tribuna desde donde cada dálaigh, o abogado, defendería su causa.
A la derecha del altar mayor, en el crucero, los bancos estaban ocupados por los representantes de Laigin, con su fogoso y joven rey, Fianamail, y sus consejeros. Fidelma ya había reconocido el rostro ceñudo y gris del abad Noé de Fearna. Y vio que enfrente, sentado junto a su rey, estaba el delgado y cadavérico Forbassach, que presentaría las demandas de Laigin.
El hermano de Fidelma, Colgú, y sus consejeros ocupaban los bancos que había en el crucero, a la izquierda del altar mayor. Fidelma, como dálaighy sentada junto a su hermano, esperaba su turno para que la llamaran ante el cos-na-dála para exponer el caso en representación del reino de Cashel.