Colgú no tenía respuesta y habló con calma.
– Fidelma, se espera que la asamblea de Tara se reúna dentro de tres semanas. Eso no nos deja mucho tiempo para resolver este asunto.
– La ley también da un mes a partir de la decisión de la asamblea para que Fianamail pueda marchar con un ejército sobre Osraige a exigir la tierra por la fuerza si no se la entregan por las buenas -observó Fidelma.
– ¿Así pues, tenemos siete semanas antes de que haya derramamiento de sangre y guerra en esta tierra?
Fidelma alzó ambas cejas.
– Eso, en el supuesto de que se falle a favor de Laigin. Aquí hay un gran misterio, Colgú. A menos que Fianamail sepa algo más que nosotros, no veo cómo el Rey Supremo y su asamblea podrían fallar contra Muman.
Colgú sirvió otras dos copas de vino y ofreció una a su hermana con una sonrisa cansada.
– Éstas fueron las mismas palabras de Cathal, nuestro primo, antes de sucumbir a la peste. Por esta razón me pidió que te hiciera ir a buscar. La mañana después de que se enviara al mensajero a Kildare, cayó víctima de la peste amarilla. Y, si los médicos están en lo cierto, yo seré rey antes de que acabe esta semana. Si hay guerra, entonces las cosas estarán en mis manos.
– No será un buen inicio para tu reinado, hermano -admitió Fidelma mientras sorbía de su vino y consideraba el asunto con atención. Luego alzó la vista para examinar el rostro de su hermano lleno de preocupación-. ¿Me estás encargando que investigue la muerte de Dacán y luego te presente las pruebas?
– A mí y al Rey Supremo -añadió con rapidez Colgú-. Tendrás la autorización de Muman para llevar a cabo la investigación.
Fidelma se quedó en silencio un buen rato.
– Dime, hermano; supongamos que mis pesquisas proporcionan fundamento al rey de Laigin. ¿Qué pasará si la muerte de Dacán es responsabilidad de los Eóganacht? ¿Y si el rey de Laigin tiene derecho a exigir a Cashel Osraige como un precio de honor? ¿Qué sucederá si estos desagradables argumentos se convierten en el resultado de mis pesquisas? ¿Aceptarás el juicio de la ley y satisfarás lo que exige Laigin?
El rostro de su hermano reflejaba complejas emociones mientras luchaba por decidirse.
– Si quieres que hable por mí mismo, Fidelma, diría «sí». Un rey ha de vivir conforme a la ley establecida. Pero también ha de perseguir el bien público de su gente. ¿Acaso no tenemos un antiguo dicho? ¿Qué hace a la gente superior a un rey? Que la gente elige al rey y no éste a la gente. Un rey ha de obedecer el deseo de su pueblo. Así que no me pidas que hable por todos los príncipes y jefes de este reino, ni por supuesto de Osraige. Me temo que no aceptarán tal precio de honor.
Fidelma lo observó con mirada penetrante.
– Entonces eso significará una guerra sangrienta -dijo en voz baja.
Colgú esbozó una sonrisa triste.
– Sin embargo, tenemos tres semanas antes de la asamblea, Fidelma. Y, tal como dices, siete semanas antes de la aplicación de la ley si la decisión va contra nosotros. ¿Irás a Ros Ailithir a investigar la muerte de Dacán?
– No tienes ni que preguntarme eso, Colgú. Ante todo, sigo siendo tu hermana.
Colgú relajó los hombros aliviado y dejó ir un largo suspiro.
Fidelma le puso la mano en el brazo y le dio unas palmaditas.
– Pero no esperes demasiado de mí, hermano. Ros Ailithir está al menos a tres días de viaje de aquí y en una tierra hostil. ¿Esperas que viaje hasta allí, resuelva el misterio y regrese a tiempo para preparar el caso para la asamblea de Tara? Si es así, estás pidiendo ciertamente un milagro.
Colgú inclinó la cabeza en señal de asentimiento.
– Creo que el rey Cathal y yo exigimos de ti un milagro, Fidelma, pues, cuando los hombres y mujeres hacen uso de su coraje, inteligencia y conocimientos, son capaces de inspirar un verdadero milagro.
– Sigue siendo una gran responsabilidad la que depositas en mí -admitió con renuencia. Se daba cuenta de que no había otra opción-. Haré lo que pueda. Descansaré esta noche en Cashel y espero que esta tormenta amaine mañana. Partiré al salir el alba hacia la abadía de Ros Ailithir.
Colgú sonrió calurosamente.
– Y no partirás sola, hermanita. El viaje hacia el sudoeste es, como has dicho, duro, y quién sabe qué peligros te esperarán en Ros Ailithir. Enviaré a uno de mis soldados contigo.
Fidelma hizo un encogimiento de hombros con cierta timidez.
– Yo sé defenderme. Te olvidas de que he estudiado el arte del troidr-sciathagid, el combate mediante la defensa.
– ¿Cómo puedo olvidar eso? -dijo Colgú riéndose entre dientes-. Cuando apenas éramos unos adolescentes, muchas veces me ganabas con tus conocimientos para combatir sin armas. Pero el combate entre amigos es una cosa, Fidelma. El combate en serio es otra.
– No tienes que advertirme de eso, hermano. A muchos de nuestros religiosos misioneros que van a los reinos de los sajones, o a los de los francos, se les enseña este método de autodefensa para proteger sus vidas. El entrenamiento me ha servido de mucho.
– De todas maneras, he de insistir en que vayas acompañada de uno de mis soldados de confianza.
Fidelma parecía indiferente.
– Tú eres el que da las órdenes, hermano. Tú eres aquí el tánaiste y yo actúo según tus deseos.
– Entonces estamos de acuerdo. -Colgú se sentía aliviado-. Ya he dado las órdenes a un hombre para este asunto.
– ¿Conozco yo a ese soldado que has elegido?
– Ya lo has visto -contestó su hermano-. Es el joven guerrero que antes echó a Forbassach. Se llama Cass, de la guardia del rey.
– Ah, ¿el joven soldado de cabello rizado? -preguntó Fidelma.
– El mismo. Ha sido un buen amigo y no sólo le confiaría mi vida, sino la tuya también.
Fidelma esbozó una sonrisa picara.
– Eso es precisamente lo que vas a hacer, hermano. ¿Qué sabe Cass de este asunto?
– Tanto como he podido contarte.
– ¿Así que confías plenamente en él? -observó Fidelma.
– ¿Quieres hablar con él al respecto? -preguntó su hermano.
Fidelma lo negó con la cabeza y bostezó repentinamente.
– Tendremos tiempo de sobra durante los tres días de viaje hasta Ros Ailithir. Ahora preferiría un baño caliente y dormir.
Capítulo III
El viaje a través de las grandes cañadas y de las altas sierras de Muman no había sido agradable. Aunque la tormenta había amainado el segundo día, las lluvias incesantes habían dejado el terreno empapado de barro que se pegaba a los cascos y espolones de los caballos como manos ansiosas y dilatorias que les ralentizaban el paso. El fondo de los valles y las llanuras herbosas se habían convertido en tierras pantanosas y a menudo inundadas, que resultaban casi imposibles de atravesar y sin duda de tránsito muy lento. El cielo seguía siendo de un color gris y amenazador, sin la menor señal de que surgiera un sol brillante otoñal; las nubes tristes seguían flotando bajas y oscuras como niebla. Ni siquiera el viento, que de vez en cuando gemía y se lamentaba en las copas de los árboles, donde las hojas casi habían desaparecido, disipaba aquella mortaja.
Fidelma tenía frío y se sentía abatida. No era aquél un tiempo para viajar. Es más, si el asunto no fuera tan urgente, nunca hubiera considerado tal viaje. Iba sentada con rigidez sobre su caballo y tenía el cuerpo helado hasta la médula, a pesar de la pesada capa de lana y la capucha que normalmente le ayudaban a aguantar los helados dedos de las temperaturas inclementes y, aunque llevaba sus guantes de piel, tenía las manos, que se agarraban a las riendas del caballo, entumecidas.
Hacía casi una hora que no hablaba con su compañero, desde que habían dejado la taberna situada al borde del camino donde habían almorzado al mediodía. Llevaba la cabeza gacha contra el viento helado y se concentraba en mantener el caballo por el estrecho sendero mientras iba ascendiendo por la empinada colina que tenían frente a ellos.