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Me están echando, pienso. Tienen prisa por deshacerse de mí. Estrecho la mano de Guikas, giro sobre los talones y salgo del despacho sin decir palabra.

– ¿En qué categoría incluyes a Yanutsos? -pregunto a Kula para desquitarme.

– En la de los brutos y los cobardes -responde de inmediato-. No sólo se comporta como un burro sino que trata de cargarme sus errores, y comete unos diez al día.

– Un poco de paciencia, Kula. Son dos meses, ya pasarán.

– ¡Y cuanto antes mejor! -ríe.

A pesar de los comentarios de Kula, sigo enfurecido. Me planto en la calle Dimitsanas, delante del hospital de San Sabas, a esperar a que aparezca un taxi, pese a que para pillar uno en Atenas a las dos de la tarde se necesita un máster. Yo sólo terminé la primaria, de modo que me los quitan delante de las narices antes de que pueda hacer una seña al conductor. Cuando, por fin, consigo parar un taxi estoy a punto de estallar. En cuanto me acomodo en el asiento delantero descubro que me ha tocado la norma, es decir, un taxista melómano que siempre pone la radio a todo volumen. Mis nervios se desmoronan en la esquina de Mijalakopulu con Spiru Merkuri, cuando una voz femenina empieza a cantar: «Nos lo pasamos muy bien, y eso me aterra.»

– ¡Apaga este chisme y toca el claxon, a ver si nos abrimos camino! -le exijo al conductor.

Vuelve la cabeza y me observa con esa expresión soberbia que caracteriza a los taxistas.

– ¿Por qué, está enfermo? No me lo parece.

Le estampo mi carné de policía en las napias.

– Soy policía y estoy de servicio. Tu radio interfiere con mi busca. Apágala y pega unos cuantos bocinazos, o te entrego al primer guardia urbano que encontremos y te retiro la licencia durante, al menos, seis meses.

Obedece sin más comentarios. Empieza a conducir como un kamikaze, y llegamos a la esquina con Arístocles en un par de minutos. Le pregunto qué le debo.

– Paga la casa, señor comisario. Mejor déme su nombre -pide, como si quisiera invitarme a un helado-. Nunca se sabe, podría necesitarlo alguna vez.

Dejo tres euros encima del asiento, me bajo y cierro de un portazo.

– ¿Dónde has estado todas estas horas? -pregunta Adrianí, inquieta.

– En la plaza de Omonia. Echaba de menos a los rusos y los pónticos.

Al fijarse en mi expresión, se percata de que más vale no discutir.

– Ven a comer -se limita a murmurar.

En cuanto pruebo los tomates rellenos, mis nervios se relajan y mi cólera se desvanece, como por arte de magia.

– ¡Benditas sean tus manos, Adrianí! Hoy me has hecho el mejor regalo -afirmo entusiasmado.

– Vamos, no me mientas. Les falta cebolla, ya te lo dije.

Tomo el segundo bocado y lo retengo en la boca, para delicia de mi paladar. Nos faltan tantas cosas, que la cebolla es lo de menos, pienso.

Capítulo 7

Estoy sentado en una cabina de lujo. No en uno de los barcos que recorren el sur del mar Egeo sino en la salita de los médicos de guardia del departamento de cardiología del Hospital General del Estado, cuyas dimensiones y equipamiento no difieren mucho de los de una cabina de lujo. Estoy esperando a que me entreguen los resultados de mis análisis, a que Adrianí termine con las formalidades y a que me examine el cirujano. Es mi recompensa por haber accedido a someterme a un reconocimiento: yo me quedo tranquilo en la cabina de lujo mientras Adrianí se ocupa de los trámites. No me pasa absolutamente nada, yo lo sé, los médicos lo saben, hasta las enfermeras lo saben. Hace semanas que me quitaron los puntos, la herida ha cicatrizado por completo y sólo me duele un poco con los cambios del tiempo. Adrianí, sin embargo, insiste en que me haga un chequeo, con la esperanza de que los médicos detecten algún agujerito todavía abierto, lo que le permitiría prolongar su dominio sobre mí, aprovechándose de que aún no me he restablecido del todo.

Asoma la nariz por el resquicio de la puerta.

– Estamos listos, Costas. Ya podemos irnos.

La salita de los médicos de guardia se encuentra en el tercer piso, mientras que el ambulatorio está en la planta baja del edificio de enfrente. Adrianí pulsa el botón para llamar el ascensor.

– Deja, tendremos que esperar una hora -le digo y empiezo a bajar por la escalera, para demostrarle que estoy sanísimo y que no debe alimentar esperanzas.

Debido a la humedad insoportable, y al traje que vuelvo a llevar desde hace pocos días, con corbata, llego al ambulatorio con la ropa pegada al cuerpo. Llueva o haga sol, siempre acaba uno empapado. Vaya mierda de tiempo.

Nos reunimos con Fanis delante de la puerta del quirófano, y entramos para el chequeo ante la mirada escrutadora de la plebe con carné de la seguridad social, que se presenta a las seis de la mañana, con la esperanza de conseguir un número para visitarse a las dos de la tarde.

– ¿Qué nos pasa, señor comisario? ¿Alguna molestia? -inquiere Eucarpidis, el encargado de Cirugía A.

– No, doctor, qué va -interviene mi portavoz oficial-. Gracias a Dios, nos encontramos muy bien, pero pensamos que no estaría de más hacernos unos análisis.

Instituyó este plural en mi primer día de hospitalización, como si hubiésemos sufrido la herida en sociedad. Me desnudo de la cintura para arriba y me tiendo en la camilla. Eucarpidis echa un vistazo superficial, sin tocar siquiera la cicatriz.

– Está muy bien -dictamina, satisfecho-. Y sus análisis son muy buenos. La cifra de leucocitos es correcta, la de plaquetas, también. Hemos terminado, no hace falta que vuelva.

– Costas, ¿por qué no te haces un electrocardiograma, ya que estamos aquí? -sugiere Adrianí dulcemente cuando salimos al pasillo.

Ya sé qué pretende. La revisión no ha arrojado los resultados que le convenían, así que quiere intentarlo con el electro. Estoy a punto de replicar con un «no» seco, pero me interrumpe la risa de Fanis.

– Ya te has hecho otros análisis, no pierdes nada con un electrocardiograma -asegura.

Me limito a asentir en silencio; me cuesta negarle nada al novio de mi hija.

Entramos en el ascensor para subir al departamento de cardiología con dos enfermeras algo agitadas que mantienen una conversación tensa.

– ¿Estás segura? -pregunta una de ellas.

– Acabo de oírlo por la radio.

La primera se santigua.

– Que Dios nos ayude. El mundo se ha vuelto loco.

Bajamos en la segunda planta, y me quedo con la duda de qué es lo que han dicho por la radio. Que el mundo se ha vuelto loco ya lo sé. No necesito que nadie me lo anuncie.

– Tu corazón funciona como un reloj -asevera Fanis, satisfecho, después de estudiar el electro-. ¿Tienes todas tus medicinas?

– Se nos han acabado los diuréticos, Fanis. Anota también una cajita de sublinguales, Dios no quiera que los necesite -le ruega Adrianí, que controla las existencias como si fuera mi encargada personal de almacén.

– Dos Frumil y un Pensordil para el comisario -indica Fanis a la enfermera.

Una cincuentona, que aguarda a que la atienda el otro cardiólogo, levanta la cabeza y me mira con curiosidad.

– Tiene suerte de estar en el hospital un día como hoy -comenta-. Sus colegas van de cabeza.

– ¿Por qué? -pregunto, irritado. Siempre me molestan las personas que me dirigen la palabra sin conocerme.

– ¿No se ha enterado todavía? Esa organización que decía haber provocado el suicidio de Favieros…

– ¿Filipo el Macedonio?

– Esa misma. Anoche asesinaron a dos kurdos. Acaba de salir en las noticias.

Me vuelvo inmediatamente hacia Fanis.

– ¿Dónde hay un televisor?

– En el bar.

– ¿A qué vienen tantas prisas? -protesta Adrianí-. Pasarán toda la semana repitiéndolo.