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No le falta razón, pero yo no me aguanto. El bar se encuentra en medio de un pequeño parque con pinos. Está lleno. Pacientes en pijama, o camisón, acompañantes, médicos y enfermeras jóvenes se amontonan en las mesillas y a lo largo de las paredes para ver la televisión, sujeta a la pared a cierta altura. Llego en mitad de la declaración, cuyo texto ocupa media pantalla.

…Puesto que algunos no quisieron tomarse en serio nuestro comunicado referente al suicidio de Favieros, anoche nos vimos obligados a ejecutar a dos trabajadores extranjeros, empleados en las obras de Favieros, para demostrar a todos que no estamos bromeando. Hacemos un llamamiento general a la prudencia y a la seria consideración de nuestras reivindicaciones. De ahora en adelante, la responsabilidad recaerá sobre los dirigentes.

Las palabras se desvanecen de la pantalla, y la cámara empieza a bajar por una escalera estrecha, que conduce a un apartamento situado en un semisótano, poco mayor que un estudio, que contiene dos catres arrimados a las paredes, una mesa de fórmica y dos sillas de plástico. Dos sábanas blancas cubren sendos cuerpos humanos, tendidos en sus respectivas camas.

– Las víctimas, señoras y señores, son los dos kurdos que residían aquí, en el número 4 de la calle Frearíon, en el barrio de Ruf -informa la voz de la presentadora-. Ambos recibieron un disparo en el ojo derecho.

Mientras contemplo la imagen, se me agolpan las preguntas en la mente. ¿Cómo hemos pasado, en un lapso de pocos días, del suicidio de Favieros al asesinato de los kurdos? Y ¿por qué no se me quita de la cabeza que el suicidio en público constituye una señal de alarma que nadie escucha? Desde luego, ni Guikas ni ese inepto de Yanutsos. De repente, en medio de la conmoción, me invade cierto placer al pensar que ayer me miraban por encima del hombro y hoy se tiran de los pelos. No fueron capaces de reparar en el aspecto más llamativo de todo. Aun suponiendo que la organización nacionalista apareciera a posteriori para atribuirse una parte que no le correspondía en el suicidio de Favieros, eso no habría sido posible si Favieros no se hubiese matado ante las cámaras, y no habría habido necesidad de asesinar después a los dos kurdos para convencer a los escépticos.

¿Qué echa en falta cualquier poli en circunstancias como éstas? Un coche patrulla. Tan ansioso estoy por disponer de uno, que dirijo la vista afuera, convencido de que ya me está esperando. Pero no veo más que a un medicucho tonteando con una enfermera.

– Si llamamos un taxi, ¿cuánto tardaría en llegar? -le pregunto a Fanis.

Dos pares de ojos se clavan en mí, desorbitados. Los de Fanis a la diestra y los de Adrianí a la siniestra, porque, de acuerdo con Dimitrakos, de la siniestra surgen los augurios siniestros.

– ¿Para qué necesitas un taxi? -inquiere Adrianí con recelo.

– Quiero echar un vistazo a la escena del crimen.

– Estás de baja. ¿Lo has olvidado?

Su voz resuena como una campana, y la gente se vuelve hacia nosotros, extrañada. Evidentemente, mi emancipación gradual a lo largo de los últimos días la ha llevado hasta el límite, y está a punto de estallar. Tomo la iniciativa y salgo del bar para no armar un espectáculo.

– ¿Puedes llamar a un taxi? -insisto, dirigiéndome a Fanis.

– Deja, ya te llevo yo. De todas formas, estoy aquí por ti. Hice el turno de noche y mi guardia ha terminado.

– Yo me voy a casa -declara Adrianí categóricamente. Ha adoptado la expresión de una niñera estricta, que no propina una bofetada al chiquillo pero le da a entender que se han acabado los caramelos y las chocolatinas. Yo casi extrañaba esa expresión, y me divierte contemplarla de nuevo.

Fanis le rodea los hombros con el brazo, se la lleva aparte y le susurra al oído. Después la deja y me llama:

– Espera a que acerque el coche.

Adrianí vuelve a mi lado aunque rehuye mi mirada. Yo, por otra parte, debería explicarle por qué quiero inspeccionar a los kurdos asesinados y el cuchitril en que vivían, pero no se me ocurre una explicación satisfactoria, ni siquiera para mí.

Fanis llega y detiene el coche delante de nosotros. Dejo que Adrianí se siente a su lado. Intento imaginar de qué ha hablado con Fanis y si piensa acompañarme a la escena del crimen, en cuyo caso quedaré en ridículo, pero no me atrevo a preguntar; lo dejo en manos de la suerte.

Afortunadamente, Fanis se desvía de la avenida del Mediterráneo por Mijalakopulu y comprendo que vamos a dejarla en casa. Al llegar a la plaza de Pangrati, Adrianí le pide que pare el coche.

– Déjame aquí, Fanis, querido. He de hacer unas compras. -Se apea sin despedirse. Acabamos de tener nuestro primer rifirrafe en dos meses, pero a mí no me preocupa en absoluto. Al contrario, me alegro de reanudar la rutina.

– ¿Qué le has dicho para que cambie de opinión? -pregunto a Fanis con curiosidad.

– Que, puesto que irías de todas formas, sería mejor que te acompañara tu médico. Te esperaré en el coche. La verdad es que esta historia me interesa a mí también.

Interesa a todo el mundo menos a Guikas y a Yanutsos, pienso con amargura. Esta reflexión me obliga a confesarme que hay otra razón que me impulsa a visitar el escenario del crimen: la jeta que pondrá Yanutsos cuando me vea; él, que ayer, ni más ni menos, me echó del despacho de Guikas.

Enfilamos la avenida Amalias y pasamos por delante de los Jardines Nacionales. De pronto me entran remordimientos por utilizar a Fanis para satisfacer mis vicios policiales.

– Si quieres me bajo aquí y busco un taxi -le sugiero-. No has dormido, y ahora no te dejo descansar.

– Ya te lo he dicho, este asunto despierta mi curiosidad.

– Y la de Katerina. Anteayer tuvimos una larga conversación sobre organizaciones de extrema derecha.

Fanis rompe a reír.

– Voy a confesarte una cosa, pero no se lo comentes. Cada noche nos sentamos delante de la televisión, nos llamamos por teléfono y nos ponemos a analizar las distintas posibilidades. Uno, que no entiende nada, y la otra, que entiende a medias.

– ¿Katerina es la que entiende a medias?

– Pues, sí. Al menos, ella estudia Derecho. ¿Qué va a saber un cardiólogo de esas cosas?

– ¿Y por qué conmigo no habla de eso? -De nuevo siento una punzada, como cada vez que cobro conciencia de que ahora hay otro, más cercano a Katerina.

– Porque le da vergüenza -contesta Fanis.

– ¿Vergüenza de qué?

– Del papá policía. Teme decir alguna bobada y quedar como una tonta.

Hemos tomado la calle Aquiles, que va cargada en dirección a Atenas, y torcemos por la avenida de Constantinopla. Frearíon se encuentra calle arriba, a la izquierda, y Fanis gira en la esquina y aparca en la calle Basilio Magno.

– Te espero aquí.

– No tardaré mucho -le aseguro, convencido de que Yanutsos me despachará en un par de minutos.

El bloque de pisos es una construcción ilegal, de aquellas limitadas a dos plantas hasta que los propietarios untaron a la policía o a algún político para que les permitiera añadir un par de pisos más, alquilarlos y pagar la dote de la hija o los estudios del hijo. Como no vislumbro ni ambulancias ni furgonetas de la televisión, deduzco que los cadáveres ya han sido trasladados al depósito.

Bajando la escalera que conduce al semisótano, me topo con Diamandidis, de Identificación.

– ¿Qué le trae por aquí, señor comisario? ¿Ha vuelto al trabajo? -pregunta, como si mi presencia allí no le extrañara en absoluto.

– No, pero, como ves, intento pillarle de nuevo el tranquillo -respondo y, él suelta una carcajada-. ¿Qué pasa ahí abajo?

Se queda indeciso por un momento, como si quisiera confiarme algo, pero cambia de opinión.

– Baje y verá -contesta.

La puerta del apartamento está abierta y en el interior suenan voces. La vivienda consta de una única habitación, tal como aparecía por televisión, con un recoveco espacioso que hacía las veces de cocina y una puerta al lado, que debe de ser la del cuarto de baño.