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Tal como suponía, ya se han llevado los cadáveres. En el centro de la habitación, Yanutsos y el forense Markidis están encarados en actitud de gallos de pelea a punto de arremeter uno contra el otro.

– No pienso decirte ni una palabra -grita Markidis a Yanutsos. Lo conozco desde hace años, y es la primera vez que lo veo perder los estribos-. Espera a recibir mi informe.

Más al fondo, mis dos ayudantes, Vlasópulos y Dermitzakis, de espaldas a los otros dos, fingen hablar para que no se note que están pendientes de la discusión.

De repente, todas las miradas se posan en mí, como si alguien les hubiera advertido de mi presencia. Yanutsos abre los ojos como platos. Aún más desconcertante resulta el comportamiento de mis ayudantes. Me miran perplejos y no acaban de decidir si deben saludarme o no. Al final, optan por asentir con una sonrisa y se vuelven de nuevo hacia el fondo.

El más efusivo de todos es Markidis, que se acerca y me tiende la mano.

– Bienvenido -dice. Su semblante parece más afable que de costumbre, porque ha sustituido las gruesas gafas de toda la vida por unas ovaladas de fina montura metálica.

– ¿A qué vienes? -me pregunta Yanutsos-. Que yo sepa, todavía estás de baja y aquí no te necesitamos.

– He venido para que me repitas lo que me dijiste el otro día, en el despacho de Guikas -contesto con malicia.

– ¿Qué te dije?

– Que si en la antiterrorista hubieseis tomado en serio todas esas chorradas, no habríais dado abasto. Y ahora vais de culo.

– Esto no tiene que ver con el comunicado. Es cosa de la mafia.

Los otros tres ya se han girado para presenciar la segunda pelea de gallos.

– ¿Dónde les dispararon? -pregunto a Markidis. Ya sé dónde pero quiero oírlo de su boca.

– En el ojo. A los dos.

Me dirijo otra vez a Yanutsos:

– La mafia no pierde el tiempo con esas filigranas. Les habría pegado cinco o seis tiros y se habrían marchado.

– Tal vez tenían razones para este montaje.

– ¿Qué razones podían darles esos pobres kurdos? ¿Sabes lo que cuesta escenificar una ejecución con un tiro en el ojo?

Echo un vistazo alrededor. Las escasas pertenencias de las víctimas están en su sitio y no hay señales de lucha.

– Dermitzakis, Vlasópulos, podéis iros -les indica Yanutsos a mis ayudantes-. Ya no os necesito.

Levanto la cabeza con curiosidad, para comprobar si piensan despedirse de mí, pero ellos aparentan estar inmersos en sus pensamientos y se van sin siquiera dirigirme una mirada. No me explico esta actitud y me pongo furioso, aunque intento disimular para seguir metiéndome con Yanutsos.

– Por lo que veo, no hay indicios de forcejeo -le señalo a Markidis.

– No. -Nos miramos, y Markidis asiente con la cabeza-. Tienes razón. Yo también lo he pensado.

– ¿Qué habéis pensado? -tercia Yanutsos-. Quiero saberlo.

Markidis no considera necesario contestarle.

– Si les hubieran disparado en el pecho, en el vientre o en cualquier otra parte, diría que los sorprendieron y no tuvieron tiempo de reaccionar -le explico-. Pero lo del ojo requiere preparación, planificación. ¿Por qué no se resistieron y dejaron que se los cargaran sin más?

– Eran mafiosos. Se conocían.

– No te quedes con la idea de los mafiosos, porque a lo mejor te llevas una sorpresa -le aconsejo mientras me alejo hacia la puerta.

Markidis me alcanza en las escaleras.

– Oye, ¿de dónde ha salido este idiota? -pregunta indignado-. Vlasópulos y Dermitzakis solos lo harían mejor.

Prefiero no responder, para no mostrar la ojeriza que le he tomado.

– ¿Cómo crees que lo hicieron? -inquiero.

– Con un spray. De esos que utilizan los chorizos para dormir a los propietarios y robarles sin problemas. Les pillaron dormidos, les echaron el spray y les pegaron un tiro en el ojo.

– ¿Puedes demostrarlo?

Se lo piensa por un momento.

– Depende de la composición del producto. Con un poco de suerte, encontraremos un rastro en la orina.

Ya estamos en la calle y, de repente, caigo en la cuenta de que no se trata sólo de las gafas. Markidis parece haberse hecho un lifting en toda regla.

– Estás muy cambiado -le digo asombrado-. Has rejuvenecido.

Una sonrisa amplia le ilumina el rostro, que no había sonreído en diez años.

– Me preguntaba si lo notarías.

– ¡Cómo no iba a notarlo! Es impresionante.

– Me he divorciado. Me he divorciado y voy a casarme con mi secretaria.

– ¿Cuántos años llevabas casado? -pregunto sorprendido.

– Veinticinco.

– ¿Y ahora te divorcias?

– Claro que se quedó con el piso que compré con los ahorros de toda una vida, pero no importa. -De repente, estalla-: Me siento vivo, Jaritos. Después de pasar tantos años aletargado como un zombi -afirma con la convicción de quien acaba de ver la luz.

Debe de ser así, a juzgar por su ropa. Markidis, que no se había cambiado de traje en una década, lleva ahora una americana verde oliva de cuadros rojos, pantalones negros, una camisa de color naranja y una corbata de estampados futuristas, que brilla a la luz del sol.

– ¿Es tu futura esposa quien te elige la ropa? -aventuro y, al mismo tiempo, me percato de que mi mente ha salido del rodaje de la convalecencia y funciona a sus revoluciones normales.

– Se nota, ¿eh? -se jacta, henchido de orgullo-. Ropa ultramoderna. Así la llama Nitsa. El último grito de la moda.

«Ultramacabra» me parece un término más acertado. Ese traje está a tono con el depósito de cadáveres. Me trago el comentario y voy a encontrarme con Fanis.

Capítulo 8

El café del antro de la plaza de San Lázaro está aguado, el camarero es un malcarado por convicción, y yo, a pesar de todo, aterrizo aquí cada día con mi periódico. Quizá me haya conquistado la tranquilidad de la plazoleta, con sus dos viejecitas y sus tres albaneses en paro sentados en los bancos, aunque no descarto que se trate del consabido instinto helénico que siempre nos atrae hacia lo más irritante, para renegar después de nuestra suerte.

Mi mesa habitual está ocupada por tres jóvenes que toman café frappé. Me siento dos mesitas más allá, en la sombra, porque ha llegado una ola de calor repentina, y abro mi ejemplar de la prensa dominical. De su interior saco: una revista de temas varios, el suplemento de arte y cultura, una revista de moda, una guía de la programación televisiva, la sección de crucigramas, un anuncio que contiene una muestra de detergente para lavadoras, un anuncio que contiene una muestra de pasta de dientes, un anuncio de enjuague bucal y tres cupones para comprar a plazos y sin intereses. Lo meto todo en la bolsa de plástico que me facilita siempre el quiosquero, con el consejo «cuidado no se le desparrame el periódico, señor comisario», y me quedo con el cuerpo principal del diario, que consta de sólo dieciséis páginas. Lo hojeo rápidamente hasta llegar al artículo sobre el asesinato de los kurdos, cuando advierto que el camarero se acerca y, sin pronunciar palabra, deposita en la mesa la taza de café y se va. Me lo ha traído por iniciativa propia, sin que se lo haya pedido.

– Un momento -lo llamo y se vuelve-. ¿Cómo sabes que no quiero un frappé hoy?

Me dedica una mirada de aburrimiento y se encoge de hombros.

– Usted no es de esos que gastan más en domingo -dice y sigue su camino.

Estoy a punto de mandarlo al cuerno cuando reparo en la fotografía de la calle Frearíon, inserta entre tres columnas dedicadas al asesinato. Me pongo a leer con avidez pero al cabo de unas líneas llego a la conclusión de que se trata de información rancia. Sólo en la tercera columna aparecen algunos datos nuevos, es decir, los nombres de los dos kurdos, que se llamaban Kamal Talalí y Masud Fajar, y trabajaban, en efecto, en las obras que la empresa constructora de Favieros realiza en la Villa Olímpica. La única novedad proviene de las declaraciones del Markidis remozado, que confirman lo que ambos sospechábamos desde el principio: los asesinos emplearon un aerosol narcótico para anestesiar a sus víctimas y ejecutarlas sin problemas.