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Y yo haciéndome el difícil y el remolón. Tal como están las cosas, Guikas capitalizará por partida doble este favor.

– ¿Y si no resuelvo el caso? -Rezo por que mi voz no delate mi agonía y mi temor.

– Lo resolverás. -La respuesta es categórica y no revela el menor asomo de duda-. Hay algo turbio en este asunto, y sólo tú eres capaz de descubrirlo.

– ¿Por qué sólo yo?

– Porque eres terco y cabezota. -Su sinceridad me desarma. Tras una breve pausa continúa, un tanto incómodo-: Por desgracia no está en mi mano asignarte a ninguno de tus dos ayudantes, ni al otro, el de Dirección. Si lo hiciera, todos se olerían nuestro plan y me pondría en evidencia.

No le falta razón, pero ¿cómo dar abasto yo solo?

– Puedo enviarte a Kula. Es la única persona en la que confío ciegamente. Diremos que su padre está enfermo de muerte y le concederé permiso para que «lo cuide».

– ¿Y usted? -inquiero asombrado-. Kula es su mano derecha.

Se encoge de hombros.

– Ya me apañaré con la izquierda por un tiempo -contesta simplemente.

– De acuerdo -accedo, aunque la angustia de un posible fracaso empaña la alegría de mi misión. Mi cargo está en juego.

Ahora que ha conseguido mi consentimiento, se pone de pie aliviado y con una gran sonrisa. Lo sigo con la vista, preguntándome quién de los dos prevalecerá en nuestro enfrentamiento futuro: él, que me restregará por las narices el haberme ayudado a recuperar mi puesto, o yo, que le recordaré que lo ayudé a librarse de Yanutsos.

Ya hemos llegado a la puerta cuando, de pronto, en un gesto de afabilidad sin precedentes, me da unas palmaditas en el hombro en lugar de estrecharme la mano.

– Te he echado de menos, Costas -reconoce-. Te he echado mucho de menos.

Quisiera decirle que también yo le he echado de menos, pero esto no significa gran cosa, porque yo echo de menos todo menos mi casa. Por lo tanto, Guikas queda incluido, aunque como uno más del montón, no como alguien con nombre y apellido.

– ¡De eso ni hablar! -exclama Adrianí poco después, cuando nos sentamos a la mesa con Fanis para comer cochinillo asado con patatas al limón-. Ni por asomo vas a conducir ese trasto en tu estado de debilidad.

El trasto no es otro que mi Mirafiori, que hasta el momento ha conseguido librarse de todos los planes de renovación y celebra, tímida y modestamente, sus treinta años de servicio. Adrianí se ha avenido a que trabaje con Kula, que tendrá que soportarla todo el día, pero el Mirafiori se le indigesta como postre.

– No lo conduciré yo, sino Kula -respondo para tranquilizarla.

– Ni hablar -ruge de nuevo-. Es imposible que nadie más que tú sepa conducir ese cacharro.

– A decir verdad, estoy de acuerdo con ella -interviene Fanis, que se está divirtiendo de lo lindo-. ¿Por qué no te compras un coche nuevo? Con las facilidades de pago que ofrecen ahora, empezarás a pagar dentro de un año, como mínimo.

– No pienso separarme de mi Mirafiori. Aún aguanta. -Aunque lo afirmo categóricamente, no estoy seguro de que arranque después de pasar dos meses sin moverse de delante de la casa.

– Estupendo -grita Adrianí-. ¡Pero si te pasa algo, yo me iré con mi hija a Salónica, y a ti que te lleve Kula al hospital! -Tan nerviosa está, que corta el cochinillo en pedacitos, como si fuera a dar de comer al nieto que no tiene.

Capítulo 9

Prolongación: continuación o parte que prolonga. Arist. ZI, 515b, 6: prolongación de los nervios. Sor. 1/71, la prolongación del ombligo del embrión.

«Principio: inicio, origen del concepto abstracto del ser. Plat. Rep., 377a, principio de las obras excelsas. 2) En sentido concreto, salida, origen, punto de partida. Tucíd. 1,128, principio de todas las cosas creó. Prov., de mal principio, mal fin resulta.»

Una pregunta me atormenta durante toda la noche: la misión que me ha encomendado Guikas ¿representa un nuevo principio o sólo constituye la prolongación del viejo estado de cosas? Oficialmente, sigo siendo el jefe del Departamento de Homicidios, que está de baja médica. El encargo de Guikas no supone ni un cambio ni una subversión de lo establecido. Se trata, simplemente, de la prolongación del ombligo del embrión, como diría Dimitrakos. Me siento como un agente del fisco que, por las tardes, lleva bajo mano la contabilidad de unos amigos para ganarse unos cuartos con los que irse de vacaciones.

Por otro lado, no hay garantía de que conserve la jefatura del Departamento de Homicidios. En primer lugar, porque el suicidio constituye un acto que no beneficia más que al suicida. En segundo y peor lugar, aunque consiga demostrar que lo blanco es negro y arañar algunas ventajas para mí de la muerte de Favieros, Yanutsos, entretanto, se habrá apoltronado en mi silla y, agarrado a los apoyabrazos de escay, llenos de agujeros, pondrá todos los medios para que nadie lo mueva de allí. En este caso, el trabajo que me ha encargado Guikas representará un nuevo comienzo, con todas las características del «mal principio» que invariablemente desemboca en un mal fin.

Amanece sin que haya encontrado la respuesta a la pregunta, y me levanto con la cabeza como un bombo. En última instancia, ante estos dilemas siempre acaba uno entre la espada y la pared, de modo que decido pelear, pese a las escasas probabilidades de éxito, antes que permitir que Yanutsos acabe conmigo sin oponer resistencia.

Kula llama por teléfono mientras estoy desayunando y me habla con frases crípticas:

– El paquete se lo entregaré mañana, señor Jaritos. Por desgracia, hoy no tengo tiempo. Quedan algunos detalles por ultimar. -Me recuerda a mi padre, que en paz descanse, que se comunicaba en clave cuando quería indicar que había recibido órdenes de arriba. «Órdenes del Cejas», decía. Se refería a Karamanlís pero no quería que los demás lo supiesen. Sea como fuere, deduzco de sus palabras que Kula empezará a trabajar mañana. Entretanto, habré de arreglármelas yo solo, pues sería una lástima desperdiciar un día.

Tomo el último sorbo de café y me levanto. En la puerta tropiezo con Adrianí, que regresa del supermercado.

– ¿Vas a salir?

– Sí. No me esperes para comer. Quizá llegue tarde.

Cuando iba a trabajar con regularidad, esta aclaración resultaba innecesaria. Nunca comía en casa. Ahora que me pongo en marcha después de dos meses de baja, debo especificarlo, para que comprenda que volvemos a la rutina habitual.

– Ya entiendo. Zapatero a tus zapatos -farfulla y entra en casa.

Su cabreo está justificado, porque no le he hablado de la amenaza que supone Yanutsos. Si se lo explicase, saltaría de alegría. Hace años que intenta persuadirme a pedir el traslado a un departamento más tranquilo, con horarios de trabajo normales. «Si de todas maneras no te ascienden, ¿por qué te matas trabajando?» Éste es su argumento irrefutable, capaz de convencer a cualquier persona normal.

Decido hacer una visita a la residencia de Favieros. Estoy seguro de que a ninguno de mis compañeros se le ha ocurrido molestar a su familia por el suicidio, de modo que parece sensato empezar por allí. A través de la ventana de la televisión, la enciclopedia de nuestro tiempo, me he enterado de que la familia de Favieros vive en Porto Rafti, e intento trazar mentalmente la ruta más rápida hacia allí. No pienso pagar un taxi de mi bolsillo, y con el autobús corro el riesgo de llegar por la tarde, a la hora de la merienda. Al final, opto por una combinación de todos los medios de transporte público que ofrece Atenas: tomaré el trolebús hasta la plaza de Sintagma; de allí, el Metro hasta Defensa Nacional, y de Defensa Nacional a Porto Rafti, el autobús de línea.