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Media hora después estoy subiendo las escaleras mecánicas para salir de aquella estación de Metro que semeja un mausoleo de mármol, con sus árboles de mentira plantados en el granito, sus anuncios imponentes y la música clásica de fondo que, por unos minutos, me hacen sentir europeo. Una vez en la superficie, tengo a la derecha el edificio del Ministerio de Comunicaciones y Transportes, a mi izquierda, el del Ministerio de Defensa y, frente a mí, una hilera de paradas y de gente que se apretuja, dispuesta a abrirse camino a patadas en cuanto aparezca un autobús, para subir primero y conseguir un asiento. De nuevo en Grecia, pienso y suspiro con alivio.

Mi autobús tarda unos treinta minutos en llegar y, por suerte, no necesito propinar patadas, porque es interurbano y hay asientos de sobra. La gorda sentada a mi lado sujeta una bolsa de plástico entre las piernas y lleva en el regazo un paquete enorme, que descansa a medias encima de mí. Salvo por el embotellamiento que encontramos entre los estudios de la televisión nacional y La Cruz, el tráfico fluye con normalidad. Cuando ya estamos cerca de Porto Rafti, pregunto a la gorda si sabe dónde está la casa de Favieros. De repente, cinco o seis personas, hombres y mujeres, se agolpan contra las ventanillas para mostrarme el centro de interés de su pueblo.

– Apartaos, me ha preguntado a mí -les espeta la gorda para que respeten su prioridad. Espera hasta que el orden se restablece y se vuelve hacia mí-: Debe bajar en Yegos -me indica.

– ¿Yegos? -pregunto extrañado.

– Es el supermercado. En la siguiente parada. Luego tuerza a la izquierda, hacia San Espiridón. Verá la casa en la curva, a la izquierda. Es una torre grandiosa, con un jardín enorme. Pródromo -le grita al conductor-, para en Yegos para que baje este señor.

Todos los pasajeros me miran con ojos inquisitivos. En el momento en que me dispongo a bajar, la gorda, incapaz de aguantarse más, formula la gran pregunta:

– ¿Es usted periodista?

– Si fuera periodista… ¿vendría en autobús?

Mi respuesta la deja atónita.

– Disculpe -farfulla ruborizándose, como si la palabra «periodista» fuera un insulto.

Doblo a la izquierda y, unos quinientos metros más lejos, me topo con la casa. Es tal como la describió la gorda, si bien se quedó corta en su calificación del jardín, que debe de ocupar unas dos hectáreas de terreno en desnivel. En lo alto se yergue una mansión de dos plantas, rodeada de terrazas de diversos tamaños y una explanada delante, provista de mesas, sillas y sombrillas, todas ellas blancas; algo así como la cafetería privada de la familia de Favieros. El complejo está protegido por un muro, equipado con un circuito cerrado de televisión. Sólo se alcanza a vislumbrar el interior a través de la alta verja de entrada.

Un jardinero está regando el césped.

– ¿Puedo hacerle una pregunta?

Al oír mi voz, cierra el agua y se me acerca.

– Comisario Jaritos. Quisiera hablar con la señora Favieru o con uno de los hijos.

– No están -responde secamente.

– ¿Cuándo volverán?

Se encoge de hombros.

– Se han ido con barco.

Su acento lo delata como extranjero aunque no suena albanés.

– ¿Eres póntico? -pregunto.

– Sí. -Cuando no es una cosa, es la otra.

– ¿Cuándo regresarán tus patronos?

– No lo sé. Preguntar señor Ba, arriba.

– Abre la puerta.

– No puedo. Llame timbre, abrirán arriba.

Sigo sus indicaciones y pulso el botón del timbre.

– ¿Quiénes?

– Policía -anuncio.

Cuando tienes que habértelas con extranjeros, lo mejor es pronunciar la palabra mágica: «Policía.» O te abren enseguida o te disparan. Lo segundo no resulta muy probable en la casa de Favieros y, efectivamente, los dos batientes de la verja empiezan a abrirse lentamente. Busco el cremallera que me subirá por la pendiente hasta la mansión pero no lo encuentro, así que me dirijo a las escaleras que ascienden por el lado izquierdo del jardín. A medio camino me quedo sin aliento, porque la inmovilización terapéutica que me impuso Adrianí me ha dejado oxidado, y mis piernas echan a temblar al menor esfuerzo.

Fue inteligente, ese Favieros, pienso mientras asciendo. No quiso construirse una casa en Ekali, para que nadie pudiera acusarlo de venderse al sistema y de haberse convertido en un tiburón más, sino que la edificó en Porto Rafti, conservando así su perfil progresista y, de paso, comprando el terreno a precio de saldo, teniendo en cuenta su extensión.

Arriba, en la explanada-cafetería privada, me recibe un hombre bajo y moreno, de procedencia asiática.

– ¿Qué desea? -pregunta con voz de falsete.

– ¿Tú eres Ba?

– Soy mister Barwan, el mayordomo -contesta con solemnidad y repite su pregunta-: ¿Qué desea?

Mira por dónde, Favieros, con su aspecto informal, su barba, y sus chaquetas y tejanos arrugados, contaba con los servicios de un mayordomo. Claro que a lo mejor el tailandés se presenta siempre así para aumentar su prestigio.

– ¿Qué desea? -inquiere otra vez, quizás interesado en demostrarme su perseverancia asiática.

– ¿Tus patronos no están en casa?

– No. La señora Favieru, la señorita Favieru y el señor Favieros, júnior se fueron con el yate después del entierro.

– ¿Cuándo volverán?

– Lo ignoro.

Pese a su acento extranjero, habla el griego correctamente, como si llevara incorporado un libro de gramática que le indica dónde va el predicado, dónde el verbo y dónde el complemento. Por un momento, pienso en preguntarle cómo ponerme en contacto con la mujer de Favieros, pero enseguida lo descarto, porque temo que se alarme y llame a la policía para averiguar de qué se trata, en cuyo caso, mi misión secreta se iría al garete. Decido limitarme a interrogar al personal de la casa, y ya veremos.

– Me gustaría hacerle algunas preguntas.

– No puedo responder. No estoy autorizado.

Paso por alto su negación y prosigo:

– ¿Notó usted algún cambio en el señor Favieros últimamente? ¿Se mostraba preocupado o malhumorado?

– No puedo responder. No estoy autorizado.

– No le pido que me revele ningún secreto. Sólo que me diga si le parecía alterado o nervioso, pongamos por caso.

– No puedo responder. No estoy autorizado.

Alargo la mano, lo agarro del brazo y empiezo a arrastrarle conmigo.

– ¿Adonde me lleva? -balbuce sorprendido-. Tengo la tarjeta de residencia, permiso de trabajo, cotizo a la seguridad social. No soy illegal.

Vaya, una palabra que no conoce en griego.

– Te llevo a jefatura para interrogarte -contesto tranquilamente-. Y, si no puedes responder porque no estás autorizado, te encerraremos en una celda hasta que regresen tus patronos y te den autorización.

– El señor Favieros no había cambiado -dice, repentinamente servicial-. Se comportaba como siempre.

Sigo asiéndole el brazo, para no perder el contacto.

– ¿Quizá cambiara otra cosa? ¿Sus horarios, por ejemplo? ¿No empezó a llegar tarde por las noches?

– Llegaba a eso de las once u once y media. ¿Más tarde? No, pero… -añade y calla de pronto, como si hubiese recordado algo.

– Pero ¿qué?

– Se marchaba más tarde por la mañana. Alrededor de las diez.

– ¿A qué hora se iba normalmente?

– A las ocho y media… o a las nueve.

¿Qué cabe inferir de esto? Ni idea. Quizá sólo estuviera cansado y necesitara dormir más.

– ¿Quién está en la casa ahora, aparte de ti?

– Dos criadas. Tania y Nina.