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– Llámalas. Quiero hablar con ellas.

Se acerca a la puerta de la terraza y grita sus nombres. Al instante, aparecen dos rubias, una de ellas, altísima, la otra, de estatura media; ambas llevan uniformes de color azul celeste y delantales blancos, y proclaman a voz en cuello ser de Ucrania. Si Favieros empleaba en su casa a la mitad de las tribus representadas en la ONU, sabe Dios a qué gente contrataba en sus empresas.

Hago a las ucranianas las mismas preguntas que formulé al tailandés y obtengo las mismas respuestas. Esto, al menos a primera vista, significa que no se operaron cambios en Favieros que llamaran la atención a su personal doméstico.

– ¿A qué hora salía para ir al trabajo el señor Favieros últimamente? -pregunto a las criadas.

– ¡Ya se lo he dicho! Alrededor de las diez -interviene el mayordomo, molesto al comprobar que pongo en tela de juicio sus palabras delante de sus subordinadas.

– Trabajar aquí -agrega la de estatura media.

– ¿Cómo lo sabes? -suelta el mayordomo en tono agresivo.

– Io barrer piso arriba y ver -repone la ucraniana-. Trabajar computer.

– Enséñame dónde -le pido. No es que espere descubrir algo importante, pero esto me brinda la oportunidad de echar un vistazo al resto de la casa.

La ucraniana me conduce a través de un salón con piso de mármol y con pocos muebles, muy modernos. Subimos una escalera interior hasta el primer piso, donde me abre una puerta en la pared de enfrente, situada ligeramente a la derecha. El despacho es espacioso y, a través de una gran cristalera, se domina el jardín. También aquí el mobiliario es mínimo: el escritorio, un sillón al fondo y otros dos sillones delante. Dos de las paredes están recubiertas de libros. Encima del escritorio destaca una gigantesca pantalla de ordenador, que bosteza en negro. La superficie del mueble me recuerda la del escritorio de Guikas: ordenada, impecable, sin un solo papel encima. Paseo la mirada por los libros de los estantes y descubro que Favieros se quedó estancado a medio camino entre el partido comunista tradicional y el eurocomunismo. Volúmenes de historia y filosofía, una gran edición de las obras completas de Marx y Engels en inglés, distintos ejemplares sobre la historia del movimiento obrero y comunista, y muchos libros de economía. Ni carpetas archivadoras ni sobres.

Desciendo por la escalera interior y advierto que el tailandés me aguarda en el último escalón, como un cancerbero. La ucraniana alta se ha ido y la de estatura media se ha quedado en el primer piso. Me dirijo a la cafetería particular con el tailandés pisándome los talones. No se convence de mis intenciones de partir sino hasta que me ve bajar los escalones.

El jardinero sigue regando el césped.

– ¿Favieros no tenía chófer? -inquiero cuando llego a su lado.

– No. Él mismo conducía. Una Beba cabrio.

– ¿Qué Beba? -pregunto extrañado.

– Una BMW -responde y me dedica una mirada de desprecio por mi ignorancia.

Capítulo 10

Lugar y Fecha.

Texto. Son casi las doce cuando llego al final del recorrido del interurbano de Porto Rafti. Ya que no voy a casa a comer, dispongo de tiempo para emprender una segunda excursión, esta vez a las obras de Favieros en la Villa Olímpica. Pregunto al jefe de estación de dónde salen los autobuses que van a la localidad periférica de Tracios y Macedonios, y él me mira como si le hubiese preguntado cómo llegar a los fiordos noruegos.

– Prueba en la plaza Vazis -me recomienda-. Todas las rutas tercermundistas salen de allí.

Camino de Vazis mi estómago empieza a gruñir, y caigo en la cuenta de que he pasado de la convalecencia al trabajo sin formalizar oficialmente mi regreso. En la calle Aristotelus paso por un puesto de suvlakis y pido dos, completos y con pita. Como de pie, inclinado hacia delante para no mancharme con las salsas, y al fin me siento totalmente reincorporado a la vida laboral. No me preocupa particularmente que mi aliento huela a ajo cuando hable con los constructores.

Los autobuses para Tracios y Macedonios salen, efectivamente, de la plaza Vazis, pero el que está estacionado delante de la parada tiene las puertas y las ventanillas cerradas. El conductor charla animadamente con el jefe de estación, y no nos prestan la menor atención.

– ¿Falta mucho para que salga? -pregunta una mujer mayor al conductor.

– Esperen, vendrá otro -barbota él, cortante.

El otro autobús aparece veinte minutos más tarde, cuando hay cincuenta pasajeros esperando en la cola. Me alegro de no haber olvidado todas las técnicas antidisturbios que aprendí en la academia, pues me resultan útiles para acceder al vehículo y a un asiento.

El autobús arranca pero se detiene cada veinte metros a causa de los semáforos y los atascos. Por no hablar de las paradas para recoger y descargar pasajeros. A la altura del Molino Rojo, los párpados se me cierran y me quedo dormido. Percibo confusamente, como un zumbido, las voces de la gente que me rodea, y sueño que me encuentro de nuevo en la cama del hospital, dolorido, enchufado y con mascarilla de oxígeno. Abro los ojos y vislumbro a Adrianí, agachada sobre mí. «¿Por qué me habré casado contigo? -espeta enfurecida-. ¡No me has dado más que angustias y amarguras! Ni que fueras nadie importante. ¡Un poli! ¡Menuda ganga!»

Me despierta un frenazo brusco y no sé dónde estoy.

– ¿Hemos llegado? -pregunto al de al lado, como si él supiera adonde me dirijo.

– La siguiente parada es la última -me indica, y suspiro con alivio.

No sé dónde está exactamente la Villa Olímpica, así que tomo un taxi para ahorrarme la búsqueda.

– ¿Adónde? -farfulla el conductor cuando me siento a su lado.

– A la Villa Olímpica.

Frena tan bruscamente como había arrancado y me abre la puerta.

– Ni hablar -dice-. Acabo de volver de allí. Casi me dejo el chasis en los baches y los escombros. Búscate a otro. Yo ya he pasado por el aro.

Es el tercer taxi el que me deja, finalmente, en los límites de la Villa Olímpica con el mundo exterior. De cerca, presenta un aspecto menos maquillado que en los folletos del Organismo de Viviendas Sociales que animan a participar en el sorteo de uno de los pisos que albergarán a diez mil atenienses cuando terminen los Juegos Olímpicos. Cuando Adrianí hojeó el folleto sus ojos relampaguearon, pero le corté las alas enseguida. En primer lugar, porque yo no resistiría la pesadilla cotidiana de conducir desde Tracios y Macedonios hasta Ambelókipi y viceversa y, en segundo lugar, porque la administración griega está en deuda con más de diez mil pardillos que han picado, y nosotros nos quedaríamos con las ganas. Visto el panorama de cerca, tengo que dar la razón al taxista. Más de la mitad de las viviendas se encuentran en estado embrionario, y las calles brillan por su ausencia. Es el imperio de los baches, los cascotes y las excavaciones.

Pregunto a un camionero por las oficinas de la constructora Erige S.A. Señala unas casas tricolor a unos cien metros de distancia, con los cantos pintados de ocre, las paredes, de rosa y los balcones, de añil.

Las oficinas de la obra están en una caravana, detrás de los edificios. Entro sin llamar y me topo con dos hombres, un joven que debe rondar los treinta, sentado tras uno de los dos escritorios, y otro, de unos cuarenta y cinco, de pie; ambos discuten acaloradamente. Reparan en mi presencia pero no me hacen el menor caso. Seguramente me confunden con algún proveedor que viene a venderles ladrillos o cemento armado, y me dejan esperando.

– No me cargarás con el muerto a mí -espeta el cuarentón al joven-. No soy yo quien elige a los obreros, sino vosotros. Yo empleo a los que me mandáis.

– ¿No puedes dedicarte un par de días a la zona tres? -pregunta el otro en tono conciliador.