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El cuarentón le echa una mirada de absoluto desprecio.

– Si le dedico un par de días, retrasaré la instalación de la red. Venís de la Politécnica a la obra y creéis que las cosas funcionan como en las aulas.

Sin una palabras más, se da la vuelta y sale del despacho, dejando la puerta de la caravana abierta a sus espaldas. El joven desvía la mirada hacia mí.

– ¿Sí?-pregunta cansinamente.

– Comisario Jaritos.

Se sorprende, porque esperaba un proveedor y le ha salido un pasma. Se levanta enseguida y cierra la puerta. Luego se queda de pie delante de su escritorio, con la vista fija en mí.

– ¿Es por los kurdos?

En silencio, agradezco que me facilite las cosas de entrada.

– ¿Habíais recibido amenazas de la organización nacionalista que se atribuyó la autoría de las muertes? ¿Os exigieron alguna vez que despidierais a los obreros extranjeros que trabajaban en la obra?

Obtengo una respuesta categórica:

– Nunca. Oímos el nombre de la organización por primera vez en la televisión.

– ¿Sabes si tu jefe recibía amenazas? ¿Lo notaste inquieto o asustado últimamente?

Reflexiona un poco.

– Inquieto y asustado, no… -titubea, aunque es evidente que quiere añadir algo más.

– Pero…

Vuelve a pensar.

– Triste… Un poco distraído.

– ¿Tenía motivos para estar triste?

Se encoge de hombros.

– Qué puedo decirle… No sé si tenía motivos personales. En cuanto a los profesionales…, ¿de qué iba a preocuparse? Le servían las adjudicaciones en bandeja…

– ¿No te dio en ningún momento la impresión de encontrarse al borde del suicidio?

– Al contrario. Estaba afable y sonriente, como siempre. -Hace una pequeña pausa antes de agregar-: Favieros mantenía muy buenas relaciones con el personal. No sólo con nosotros, los arquitectos técnicos, sino también con los obreros. Si alguien tenía un problema, iba a hablar con Favieros, que le buscaba una solución. Se interesaba por todos, y todos lo querían. De acuerdo, tal vez era pura fachada, pero, todo hay que decirlo, la ayuda era real.

– ¿No observaste ningún cambio en su comportamiento?

– No, excepto el que acabo de mencionar… Parecía un poco abatido… Ensimismado. Aunque ignoro la razón.

– ¿Dónde trabajaban los dos kurdos?

– En alcantarillado. Con Karanikas, el encargado que estaba aquí cuando usted llegó. -A duras penas disimula su rabia hacia el cuarentón.

– ¿Dónde puedo encontrarlo?

– Debería estar entre la segunda y la tercera fila de casas, según se sale de la caravana.

Sus palabras confirman el testimonio del servicio doméstico de Porto Rafti. Nada había cambiado, aparentemente, en la conducta de Favieros. Sin embargo, si llegó al suicidio fue porque recibió, efectivamente, amenazas de la organización nacionalista Filipo el Macedonio o porque atravesaba serias dificultades en su vida personal.

Entre la segunda y la tercera fila de casas, me topo con un grupo de obreros hablando con Karanikas.

– Comisario Jaritos -me identifico al llegar a su lado.

– ¿Vienen por oleadas? -suelta mordazmente, mientras leo en sus ojos que le encantaría echarme a patadas de allí.

– ¿A qué te refieres?

– Hace unos días vinieron dos colegas suyos y nos hicieron perder toda una jornada de trabajo. Ahora aparece usted, y sospecho que nos hará perder medio día más. ¿Van a venir otros?

– ¿Por qué lo preguntas? ¿Crees que te debo alguna explicación? -Se percata de que se ha pasado de la raya e intenta controlarse-. ¿Qué tipo de personas eran los dos kurdos?

– ¿Cómo quiere que lo sepa? Yo me enteré de sus nombres por la televisión.

– ¿No trabajaban aquí? -inquiero sorprendido.

– Trabajaban aquí, pero tienen unos nombres tan raros, que los olvidas en cuanto te los dicen. Es más fácil llamarlos «eh, albanés, búlgaro, kurdo…» o lo que sean.

– ¿Tenéis a muchos extranjeros en la obra?

La expresión irónica reaparece.

– Cómo se lo diría… No entiendo por qué no construimos las instalaciones olímpicas directamente en Albania, en Bulgaria o en el Kurdistán. Sería más sencillo. Si nos han dado las Olimpiadas para darles trabajo a ellos.

– Vamos, exageras. ¡Vais diciendo estas cosas en público e hincháis las cabezas de unos cuantos gilipollas!

– ¿Sabe cuántos griegos hay en la obra? Dos aparejadores y cuatro encargados, un total de seis. El resto viene de los Balcanes y del Tercer Mundo. -De repente, estalla-: ¡Somos idiotas y nos toman el pelo! ¿Por qué no reaccionan los desempleados griegos, vienen aquí y lo hacen todo añicos? Los únicos que han movido un dedo han sido esos… guerreros macedonios.

– ¿Te refieres a la organización Filipo el Macedonio?

– Esos mismos. Si el Macedonio es su líder, serán guerreros macedonios, digo yo.

– De modo que estás de acuerdo con lo que sostienen en su comunicado sobre el suicidio de Favieros.

Me mira y esboza una sonrisa taimada.

– No ponga palabras en mi boca -me recrimina con socarronería, como si me leyera el pensamiento-. Yo no sé qué dice el comunicado. Sólo sé que tengo que habérmelas con albaneses, búlgaros, kurdos y árabes. Son ellos los que construyen la Villa Olímpica, a su imagen y semejanza. ¿Qué se puede esperar de unos obreros que se han pasado la vida mezclando paja con barro para construir sus chozas?

Le clavo los ojos y él me sostiene la mirada, porque está convencido de sus palabras y no se avergüenza.

– Favieros no te caía demasiado bien -aventuro.

Se encoge de hombros con indiferencia.

– La vida es como la natación -responde-. Unos nadan en la pasta, otros nadan en aguas profundas y otros nadan en la mierda. Favieros nadaba en la pasta. No sé si se suicidó o lo suicidaron, si se quitó la vida porque tenía remordimientos, o simplemente porque le dio por ahí. Ni lo sé ni me quita el sueño. Yo me ocupo de mi trabajo y estoy contento de nadar en aguas profundas, porque el día de mañana le darán mi puesto a un encargado de Koritsá y entonces nadaré en la mierda.

Da nuestra conversación por terminada y corre a supervisar las obras en la red de alcantarillado, que posiblemente será la piscina de su futuro.

Capítulo 11

A las nueve suena el timbre. Yo estoy tomando mi café de la mañana mientras busco en el diccionario la voz «lavado», porque me interesa ver cómo define la expresión «lavado de cerebro». No encuentro nada ya que, obviamente, en 1955, cuando se publicó el diccionario de Dimitrakos, el lavado de cerebro no preocupaba a nadie, mientras que hoy esta técnica ha llegado hasta nuestro dormitorio, donde anoche Adrianí me lavó el cerebro a fondo porque llegué tarde y porque he vuelto a las andadas, porque es una vergüenza que Guikas me manipule de esta manera y me empuje a interrumpir mi período de baja, y porque en dos días voy a echar por tierra lo que a ella le costó dos meses conseguir, y porque…

– ¡Vamos!

El grito llega de la puerta de entrada, cortante y autoritario. Es como si de golpe hubiese vuelto a mis primeros años en el cuerpo, cuando a la voz de «¡Jaritos!» me ponía firmes, presto a recibir órdenes sin demora.

– ¡Tu nueva ayudante!

La puerta se ha abierto de par en par. Justo delante está aparcada una pequeña furgoneta. De la puerta central sale Kula con un monitor de ordenador entre los brazos. La sigue un joven de unos veintidós años, cargado con el ordenador propiamente dicho.

– Déjalo, Spiros, y ve a buscar la mesilla -le dice Kula.

Recibo dos sorpresas a la vez y no sé a cuál de las dos conceder prioridad. En primer lugar, no esperaba que Kula apareciera con un ordenador y, en segundo lugar, ésta no es la Kula que conozco. Lleva tejanos y camiseta, se ha recogido el pelo en una cola de caballo y su aspecto dista mucho del de la modelo uniformada que solía darme los buenos días en la antesala del despacho de Guikas. Tiene pinta de estudiante o de joven empleada de una empresa.