Выбрать главу

Me recupero de la segunda sorpresa y me centro en la primera.

– ¿Qué ven mis ojos, Kula? ¿El director te ha dado un ordenador?

Ella rompe a reír.

– ¡Pero qué dice, señor Jaritos! ¿Quién me iba a dar un ordenador? Es de mi primo, Spiros, que estudia informática. Le sobraba uno y me lo ha dejado.

El Spiros en cuestión llega con la mesilla.

– Déjala, ya me ocupo yo -le indica Kula con dulzura-. Te presento al comisario Jaritos.

El joven me lanza una mirada torva y masculla un «hola» desganado. Luego se dirige a la furgoneta. Salta a la vista que los polis no le caen bien. Kula lo sigue con los ojos y suelta una carcajada.

– Es hijo de la hermana de mi madre -explica-. Me costó mucho ganármelo porque soy policía. -Señala el ordenador y la mesilla-. ¿Cree que encontraremos un lugar para estas cosas?

– ¿Para qué necesitamos un ordenador, Kula?

– ¡Me toma el pelo! Se supone que jugamos a los detectives geniales, pero no contamos con informes, declaraciones, ni archivos. ¿Cómo va recordar los hechos y los testimonios de tantas personas?

No le falta razón, pero no sé cómo convencer a Adrianí de que nos haga un hueco donde colocar el ordenador. Si de ella dependiese, lo instalaría en el altillo.

La encuentro en la cocina, fregando los platos y las tazas del desayuno.

– ¿Dónde podemos poner un ordenador que necesitaremos para el trabajo? -pregunto.

Se seca las manos con la toalla y se dirige a toda prisa a la sala de estar. Sin decir palabra, empuja a la derecha el sillón de madera tallada con el cojín bordado que heredó de su madre y desplaza a la izquierda la estantería con el jarrón que yo heredé de la mía, dejando espacio suficiente para la mesilla con el ordenador. Luego emprende el camino de regreso a la cocina pero en la puerta se topa con Kula, que está esperándola con una sonrisa tímida.

– Buenos días, señora Jaritu. Soy Kula -la saluda.

– Buenos días, hija mía.

La forma de la boca de Adrianí es indicativa de la buena o mala impresión que le causa alguien. Si le cae bien, le dedica una sonrisa con la boca en su tamaño natural. Si no le inspira confianza, frunce los labios. Cuanto peor le cae alguien, más se contrae su boca. En el caso de Kula, sus labios casi han desaparecido por completo.

Kula sigue sonriéndole como si no hubiese reparado en su expresión, pero yo estoy indignado. No es culpa de la muchacha que yo haya decidido volver al trabajo. Mientras ella instala el ordenador, yo le hablo de mis visitas a la casa y a las obras de Favieros. Cuando le informo de que últimamente él llegaba tarde al despacho porque trabajaba en casa con su ordenador, interrumpe lo que estáhaciendo y se vuelve hacia mí.

– ¿Cómo podríamos conseguir echar un vistazo a su ordenador? -pregunta.

– No creo que el mayordomo nos lo permita antes de que regrese la familia. Pero ¿qué puede contener el ordenador de Favieros, aparte de sus planos y los estudios del terreno?

– Nunca se sabe, señor Jaritos. La informática ha avanzado tanto que, si uno busca bien y en los lugares adecuados, puede reconstruir la biografía entera de un usuario, Desde sus intereses personales y profesionales hasta los juegos que le gustan y con quiénes suele chatear o intercambiar mensajes de correo electrónico. A vecessalen a la luz las cosas más inverosímiles.

Todo esto me parece exagerado, pero no perdemos nada por echar una ojeada. Antes, sin embargo, debo pasar por las oficinas de Erige S.A. para conocer al resto de los colaboradores íntimos de Favieros. No espero descubrir nada sensacional, sólo pretendo averiguar qué atmósfera reina después del retiro voluntario del fundador y propietario de la empresa.

Kula ya ha encendido el ordenador y está ocupada explorándolo. La dejo en ello y voy a pedir las llaves del Mirafiori a Adrianí. Estoy decidido a mantener mi promesa y permitir que lo conduzca Kula, para no tirar demasiado de la cuerda.

Adrianí está preparando dolmadakia, albóndigas envueltas en hojas de parra, y se encuentra en la fase del relleno. Me oye entrar en la cocina pero no se da la vuelta.

– ¿Me dejas las llaves del Mirafiori? -pregunto en tono conciliador y añado-: Kula conducirá.

– Las tienes tú.

– No las tengo. Después del accidente te las entregaron a ti, junto con mi ropa y todo lo demás.

– Te las he devuelto.

– No me las has devuelto, y yo tampoco te las había pedido, porque no he necesitado el coche desde entonces.

– Te las devolví pero no te acuerdas.

Empiezo a cabrearme, porque sé lo que pretende. Quiere incluir las llaves en la categoría de objetos perdidos, para impedir que me lleve el Mirafiori. Consigo poner freno a mi ira y le digo con mucha calma:

– De acuerdo, llamaré al concesionario de Fiat para que manden un cerrajero a abrir el coche y a hacerme copias de las llaves. La broma nos saldrá en unos trescientos euros, porque es un modelo antiguo, y cuestan una fortuna.

Echa el dolmadaki a medio terminar en la olla y sale de la cocina. Vuelve a los dos minutos con las llaves del Mirafiori en la mano.

– ¡Aquí las tienes! ¡Las habías metido en el armario, debajo de tu ropa interior, y no te acuerdas! -espeta y las tira encima de la mesa.

Me maldigo a mí mismo por no haberla seguido al dormitorio. La habría pillado in fraganti sacando las llaves de su escondite y ahora no estaría acusándome a mí, aprovechando que no dispongo de pruebas para desmentirla.

Recojo las llaves y salgo de la cocina sin despedirme. Kula ha apagado el ordenador y me está esperando.

– Nos vamos -digo y le explico que pasaremos por las oficinas de Favieros.

Se detiene por un instante en el umbral de la sala de estar y luego, en lugar de seguirme, va directa a la cocina.

– ¿Está haciendo dolmadakiai -pregunta a Adrianí en tono admirativo-. ¿Querrá enseñarme a envolverlos? ¡A mí siempre se me deshacen!

Sigue una breve pausa y después oigo la voz de Adrianí:

– Te enseñaré, no es nada del otro mundo -responde, como diciéndole: «¡No es posible que seas tan inútil!» Pero Kula no se deja amedrentar.

– ¿Sabe? Desde que murió mi madre yo le hago la comida a mi padre. Le encantan los dolmadakia pero, cada vez que se los preparo, el pobre tiene que comerse el relleno fuera de las hojas de parra.

Adrianí ha levantado los ojos y la observa. Aunque su semblante no ha cambiado, yo, que la conozco, sé que aprecia el hecho de que Kula cuide de su padre.

– Siéntate un día a mi lado y te enseñaré -le propone y esboza una sonrisa, algo ácida, aunque con la boca un poco más relajada.

Entrego a Kula las llaves del Mirafiori, que está aparcado en la esquina de Aronis con Protesilao.

– Conducirás tú -le anuncio-. Adrianí ha vetado mi vuelta al volante.

Se le escapa una risita.

– No se preocupe, conduzco muy bien.

Las puertas del coche se abren sin problemas, pero la buena voluntad del Mirafíori no va más allá. Cuando Kula intenta arrancar el motor, petardea un poco y se apaga. Al cuarto intento da un par de sacudidas que casi nos lanzan contra el parabrisas y se pone en marcha con un gemido.

Las oficinas de Erige S.A. se encuentran en la calle Timoleón, cerca del Primer Cementerio. Me alegro de que no estén muy lejos de mi Otsa, porque así no hará falta forzar demasiado el Mirafiori después de dos meses de inmovilización. Mi alegría, sin embargo, dura poco. En la curva de la avenida Rey Constantino nos topamos con una muralla de coches. A raíz de las obras para los Juegos Olímpicos, Atenas se ha convertido en una especie de campo labrado; los conductores no se han provisto de tractores a tiempo y buscan salvación en aquellas calles que aún no han sido levantadas, ocasionando un auténtico colapso circulatorio. El guardia de tráfico apostado en la confluencia de Rey Constantino con la calle Rizaris gesticula agresivamente no porque vaya a conseguir que circulemos más deprisa sino porque está harto de nosotros y quiere perdernos de vista. Justo cuando empiezo a respirar aliviado porque el Mirafiori parece resistir nuestro avance milimétrico, se cala en el cruce de la calle Diakos. El semáforo se pone verde pero no hay quien se mueva. Los de atrás pitan como endemoniados, Kula se enerva porque sus intentos de arrancar ahogan el motor, y los conductores que logran adelantarnos nos hacen gestos obscenos para levantarnos el ánimo.