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– Deja que pruebe yo -me ofrezco.

Mientras experimento trucos varios para encender el motor, un descapotable se detiene a mi lado. Sentado al volante va un joven con los pelos de punta y un cocodrilo en el polo. Antes almidonábamos las camisas, ahora almidonamos las greñas.

– ¡Sólo te faltaba la tía buena, con ese trasto de coche! -me grita indignado-. Los que llevamos descapotable vamos solos. ¡La suerte que has tenido, viejales! -Pisa el acelerador y nos envuelve en las emisiones de su tubo de escape, para sofocarnos y desahogar su pena.

Agarro tal cabreo que olvido que estamos parados en el semáforo. Miro de reojo a Kula, que se esfuerza por mantener la seriedad pero fracasa y estalla en sonoras carcajadas.

– En momentos como éste despierta en mí el poli malo y me entran ganas de arrestar al primero que pille -resoplo.

– Vamos, sea comprensivo.

– ¿Qué quieres que comprenda?

– ¿No se da cuenta? Lo ha abandonado su novia y se ha desquitado insultándole a usted.

Esta posibilidad ni se me había ocurrido. Me siento tan aliviado que giro la llave como si la estuviera acariciando y el Mirafiori arranca a la primera.

Capítulo 12

Esperaba encontrarme ante un complejo de oficinas moderno, de cemento oscuro y ventanas que no se abren, pero descubro un edificio neoclásico de tres plantas, recientemente restaurado. El complejo moderno se alza detrás. Al principio, tengo la impresión de que se trata de dos construcciones separadas pero, al echar un vistazo de soslayo, descubro un pequeño puente acristalado que comunica la neoclásica con la moderna. Las características de la sede de su empresa confirman que a Favieros le gustaba guardar las apariencias. A primera vista, no quería por vecinos a los peces gordos de Ekali, aunque en Porto Rafti se había edificado una casa propia de un pez gordo. A primera vista, prefería la arquitectura neoclásica a los complejos de oficinas modernos, pero detrás del neoclásico se erguía un complejo moderno. Llevaba trajes de Armani, aunque arrugados y sin corbata. Claro que a lo mejor su actitud obedecía al falso recato que muestran los de izquierdas ante el dinero, cubriéndolo con una hoja de higuera, no para ocultarlo a los demás sino para no verlo ellos mismos. O tal vez se debiera al síndrome de clandestinidad que padecen y que los impulsa a seguir jugando a policías y ladrones, por inercia.

Un retrato de Favieros, envuelto en crespón negro, domina el espacioso vestíbulo. Debajo hay un montón de ramos de flores. La recepcionista, una cincuentona simpática, va vestida con sencillez y sin maquillaje.

– Buenos días. ¿En qué puedo ayudarles? -pregunta amablemente.

– Comisario Jaritos. Le presento a la agente Kula… -De repente, caigo en la cuenta de que no conozco su apellido y me encallo. Por suerte, ella interviene para sacarme del apuro.

– … Calafati. Angélica Calafati.

– Quisiéramos hablar con un responsable -añado con cortesía.

– ¿Hay algún problema? -inquiere ella inquieta. Ya ha sobrevenido una tragedia y ahora aguarda la siguiente con fatalismo.

– Ninguno en absoluto. Se trata de una formalidad. Comprenderá que, cuando se suicida un personaje tan famoso, especialmente si lo hace en público, la policía tiene la obligación de llevar a cabo una investigación formal para que el día de mañana no le recriminen su pasividad.

Rezo por que mi explicación resulte lo bastante convincente para que no se le pase por la cabeza llamar a la policía.

– Siéntense un momento -nos indica y descuelga el teléfono.

Nos sentamos en los dos sillones metálicos colocados frente a su escritorio. El vestíbulo ha sido restaurado con una fidelidad escrupulosa. Un revestimiento de madera recubre la mitad inferior de las paredes, mientras que el resto está pintado de color rosa pálido. Los adornos del techo, que han recobrado su forma original, te hacen añorar una iluminación de velas o de lámparas de petróleo. Los muebles no difieren de los que se encuentran en todas las oficinas: sillones de metal, escritorios de metal y madera, ordenadores. Sin embargo, el contraste no molesta; quizá porque es tan discreto que queda absorbido por el neoclásico restaurado y se vuelve invisible.

La cincuentona cuelga el auricular.

– Les recibirá el señor Zamanis, nuestro director general. Sigan al señor Aristópulos. -Y señala a un joven en camisa de manga corta y corbata, que ha acudido al vestíbulo y nos espera.

Subimos a la tercera planta, cruzamos el puente de los suspiros y entramos en el complejo moderno. Aquí la decoración es sobria y no recuerda el siglo XIX. Cubículos con separadores de PVC puestos en fila, como pequeños escenarios de teatro. En el interior hombres y mujeres aporrean los teclados de sus ordenadores o bien hablan por sus teléfonos móviles.

Aristópulos nos conduce hacia la puerta del fondo, la única puerta en toda la planta. Antes los ricos vivían en edificios neoclásicos, y los pobres, en las chabolas. Ahora sólo los separa una puerta. Los actores en primera fila y el productor detrás de la puerta, eso es todo.

La cincuentona número dos que nos recibe lleva el cabello recogido y un pantalón y una blusa de lino blanco. Al igual que la primera, ésta tampoco está maquillada. De pronto, se me ocurre que es su manera de guardar luto por Favieros, y la idea me gusta.

– Pasen, el señor Zamanis les espera -dice y añade enseguida-: ¿Podemos ofrecerles algo?

Rehúso cordialmente y Kula se apresura a seguir mi ejemplo.

Zamanis ronda la edad de Favieros, pero todo parecido se limita a esto. Favieros era de estatura mediana y vestía con informalidad llamativa; Zamanis es alto y está trajeado. Favieros lucía una cabellera espesa y barba de pocos días; Zamanis está afeitado y presenta una calva incipiente. Nos recibe de pie y me tiende la mano. Luego estrecha la de Kula aunque mecánicamente, sin mirarla, porque tiene los ojos puestos en mí.

– Confieso que su visita nos ha sorprendido un poco. -Enfatiza cada una de las palabras-. ¿A qué se debe este repentino interés de la policía en la tragedia que estamos viviendo?

– No es repentino -replico-. Simplemente, decidimos aguardar a que pasaran los primeros días difíciles antes de molestarles. En todo caso, no es un asunto urgente, sino una mera formalidad.

– Pasemos, pues, a las formalidades. -Una vez que nos hemos sentado, empieza a disparar en tono categórico y cortante-: ¿Qué quieren saber? ¿Si me esperaba el suicidio de Iásonas? La respuesta es no. ¿Si él tenía motivos para suicidarse? No, sus asuntos marchaban viento en popa. ¿Si fueron los fachas quienes lo empujaron al suicidio? La respuesta de nuevo es no; ellos sólo han aprovechado la ocasión para darse publicidad. ¿Si alguna vez había imaginado que Iásonas llegaría a estar en boca de todos por su suicidio? Por cuarta vez, la respuesta es no. Ahora que ya he contestado a todas sus preguntas, déjenme seguir con mi trabajo. Las obras no esperan, y todo el peso ha recaído sobre mis hombros.