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Kula no sabe si levantarse o permanecer en su asiento, y se vuelve hacia mí perpleja. Advierte que yo no me muevo y me imita.

– Le agradezco que nos haya ahorrado la molestia de hacerle las preguntas -digo educadamente y sin una pizca de ironía-. Pero no ha respondido a la pregunta de por qué se suicidó Iásonas Favieros.

Levanta las manos en un gesto de desesperación.

– No puedo -contesta con sinceridad-. Desde el instante en que fui testigo presencial de aquel horrendo espectáculo televisivo no he dejado de buscar una respuesta, pero no la encuentro.

– ¿Considera imposible que lo chantajeara esa organización nacionalista?

Zamanis prorrumpe en carcajadas.

– Vamos, comisario. Si ocurriera algo así, yo sería el primero en enterarme y, desde luego, no se lo ocultaríamos a la policía. Piense que, si iban a chantajearnos por contratar trabajadores extranjeros, deberían chantajear también a todas las empresas constructoras de Grecia.

– ¿Favieros tenía enemigos?

– Claro que los tenía. Como todos los contratistas de obras públicas. Vivimos en un mundo en que todos son enemigos de todos. Nuestros sueños al empezar eran distintos y hemos llegado a una situación imprevisible, pero no veo que esto le disguste demasiado a nadie.

– Poco antes del suicidio la presentadora mencionó sus contactos en el gobierno.

Zamanis se ríe de nuevo.

– ¿Y qué? ¿Iba a suicidarse por ser objeto de favoritismos? Son los perjudicados los que se suicidan, comisario.

De repente, me invade el deseo de desistir. Yo mismo había llegado a conclusiones idénticas, irrefutables.

– ¿Sufría problemas psicológicos?

Hago la pregunta ateniéndome únicamente a la lógica de que uno recurre a la psicología cuando todo lo demás falla, pero es la primera vez que se quiebra la elocuencia de Zamanis.

– Me he preguntado lo mismo muchas veces desde entonces -confiesa pensativo-. El modo mismo en que se suicidó indica un trastorno psíquico. -Calla de nuevo y fija la vista en el portalápices que descansa encima de su escritorio, como si intentara ordenar sus pensamientos-. Iásonas había sufrido mucho, comisario. No sé si conoce su curriculum…

– No.

– Debería. -Me mira a los ojos, casi desafiante.

– ¿Por qué?

– Porque fue uno de los líderes de la resistencia contra la Junta Militar. Sufrió torturas horribles en manos de la policía militar. Llegaron a temer por su vida y lo soltaron, para evitar la condena de los demás países. Todo aquello le causó traumas psíquicos…, trastornos ciclotímicos…, cambios de humor repentinos…

– ¿Presentaba síntomas de este tipo antes del suicidio?

Zamanis reflexiona.

– Interpretándolos a posteríori, sí. Entonces no les di demasiada importancia.

– ¿A qué se refiere?

– Se mostraba… ¿cómo describirlo?… algo distante, como si pensara en otras cosas. Lo dejó todo en mis manos y empezó a pasar mucho tiempo encerrado en su despacho. Entré en un par de ocasiones y lo encontré jugando en el ordenador.

– ¿Cuánto tiempo antes del suicidio ocurrió esto?

– Una semana…, diez días como mucho.

– ¿Podemos echar un vistazo a su ordenador? -pregunta Kula vacilante, casi tímidamente.

Por la mañana yo le había comentado que Favieros hacía lo mismo en su casa. Su asociación de los hechos me satisface, pero Zamanis le echa una mirada de ironía.

– ¿Por qué? ¿Cree que los juegos de ordenador son los culpables del suicidio?

Aunque podría intervenir para bajarle los humos, dejo que Kula se las apañe sola, pues me interesa su reacción. Se pone roja como un tomate pero no se deja intimidar.

– Es increíble lo que uno puede descubrir en un ordenador. Hasta las cosas más inconcebibles.

Zamanis se encoge de hombros. Si bien el argumento de Kula no parece haberlo convencido, tampoco se lo discute.

– El despacho de Iásonas está en la misma planta, pero en el edificio viejo. Allí fundó su empresa y no quería desprenderse de él. Informaré a la señora Lefaki, su secretaria.

– Entre nosotros, ¿qué esperas encontrar en el ordenador? -pregunto a Kula en cuanto salimos al pasillo-. Ya lo ha dicho Zamanis. Jugaba al solitario.

Se detiene en medio del pasillo y me dirige una mirada de lástima.

– ¿Sabe qué hago cuando tengo un documento confidencial en pantalla? Abro al mismo tiempo un juego de cartas. Cada vez que entra en el despacho algún indeseable, minimizo la ventana del documento y abro la del juego. Todos creen que me paso la jornada jugando, mientras que yo protejo así los documentos importantes de la vista de los curiosos.

Me ha desarmado, aunque yo nunca la he visto jugando a las cartas. Quizá porque no me incluye entre los indeseables o, lo que es más probable, porque nunca me fijo en el ordenador ni sé qué aparece en la pantalla.

Emprendemos el camino de regreso, esta vez sin escolta. En el edificio neoclásico reina una atmósfera diametralmente opuesta. Es como si entrásemos de pronto en una empresa de principios del siglo XX, dedicada a la importación y exportación de productos alimenticios. Una sala enorme, de aquellas que albergaban los bailes de disfraces de la vieja aristocracia, rodeada de puertas blancas, ocupa el centro de la planta. Las puertas están desprovistas de rótulos como el que mandó fijar Guikas en la de su despacho. Probablemente se trata de una decisión basada en criterios estéticos, pero esto nos obliga a probarlas todas hasta dar con el despacho de Favieros.

Allí nos topamos con la tercera cincuentona. Ésta es alta y rubia, va vestida impecablemente y, por supuesto, sin maquillar.

– Adelante, comisario -dice en cuanto nos ve. Ella tampoco le presta la menor atención a Kula, lo que empieza a molestarme, porque me produce la impresión de que nos miran como a un camión y su remolque.

Lefaki abre una puerta a su derecha y nos hace pasar al despacho de Favieros. Kula se detiene en el umbral y se vuelve hacia mí, estupefacta. Mi propia sorpresa no es menor porque, de repente, nos encontramos en un despacho de abogado de los años cincuenta, con un sofá y sillones de piel negra, pesados cortinajes y un gigantesco escritorio de nogal. Los únicos objetos contemporáneos son la pantalla de ordenador y el teclado que hay encima del escritorio. Qué te parece, pienso, la decoración de la oficina difiere totalmente de la de la casa. Tampoco recuerda en absoluto a la de las oficinas de sus colaboradores. Estoy hecho un lío. Ya no sé quién era el auténtico Favieros.

Lefaki, que ha reparado en nuestra perplejidad, sonríe casi imperceptiblemente.

– Lo ha adivinado -dice-. Él mandó trasladar aquí el despacho de abogado de su padre.

Kula va directa al ordenador. Antes de encenderlo levanta la vista hacia Lefaki, como pidiéndole permiso.

– No hay problema -asegura ella-. El señor Zamanis ya me ha informado.

Dejo que Kula se aclare con el aparato y salgo del despacho con Lefaki. Ella pasaba más horas que nadie con Favieros y está en condiciones de confirmar los testimonios del mayordomo tailandés y Zamanis.

– ¿Había observado algún cambio en Iásonas Favieros últimamente? -pregunto.

Me responde con toda la espontaneidad de una persona que no abriga dudas acerca de lo que dice.

– Sí. Había cambiado en los últimos tiempos.

– ¿De qué manera? ¿Podría explicármelo?

Reflexiona un momento para encontrar las palabras más acertadas.

– Tenía cambios de humor incomprensibles. Pasaba de la hiperactividad a la pasividad total. Tan pronto estallaba en cólera y se ponía a gritar sin motivo aparente, como se encerraba en sí mismo y daba instrucciones de que nadie lo molestara.