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– ¿No había sido siempre así?

– ¿Iásonas? ¡Qué va, comisario! Él se mostraba siempre amable, sonriente y conciliador. Todos aquí lo llamábamos por su nombre de pila; si alguien le llamaba «señor Favieros» le echaba una bronca.

De repente prorrumpe en un llanto silencioso que se adivina más por las sacudidas de sus hombros que por las lágrimas.

– Perdone, pero cada vez que hablo de él, me viene a la mente aquella horrible escena de la televisión. -Se enjuga los ojos con el dorso de la mano-. Creo que seguiré viéndola hasta en la tumba, con los ojos cerrados.

– ¿Qué hacía cuando se encerraba en su despacho? -inquiero para distraerla de su congoja.

– Se sentaba delante del ordenador. «Pero ¿qué haces tantas horas pegado a ese trasto?», le pregunté un día para tomarle el pelo. «¿Estás escribiendo una novela?» «Ya la he terminado y estoy revisando las correcciones», contestó muy serio.

Kula emerge del despacho.

– He terminado, señor comisario.

Nos despedimos de Lefaki y salimos de la oficina. En lugar de llamar el ascensor, prefiero bajar por las escaleras, para saborear un rato más la grandeza del XIX.

– Necesito uno de esos programas que sirven para recuperar los archivos eliminados -dice Kula mientras bajamos.

– ¿Por qué?

– Porque no he encontrado nada. Y, como no me creo que Favieros jugara al solitario con el ordenador, pienso que acostumbraba a borrar los archivos a los que dedicaba tanto tiempo.

Su explicación me parece razonable.

– ¿Dónde puedes encontrar uno de esos programas?

– Mi primo es un genio para esas cosas.

Ya estamos en la calle cuando, de pronto, se para en seco y me mira.

– ¿Puedo hacerle una pregunta?

– Adelante.

– ¿Por qué Favieros empleaba a tantas cincuentonas en su empresa? ¿Por qué no contrataba a alguna chica joven, de esas que tanto necesitan encontrar trabajo?

– Porque él fichó a todas sus conocidas de la resistencia antifascista. -Al advertir la expresión desconcertada de Kula, añado-: ¿Qué pasa? Los hijos de los policías tienen preferencia a la hora de ser admitidos en la academia. Los hijos de los militares tienen precedencia sobre los demás para ingresar en la Escuela de Cadetes. Y a la empresa de Favieros se incorporaban preferentemente los miembros de la resistencia. No hagas caso de lo que afirma Filipo el Macedonio. En Grecia cada uno cuida de los suyos.

No la veo muy convencida, pero no se atreve a contradecirme.

Capítulo 13

A última hora de la tarde llamo a Guikas a su casa para averiguar si hay noticias sobre el asesinato de los dos kurdos. No porque haya cambiado de opinión y ahora piense que su muerte guarda relación con el suicidio de Favieros, sino porque quizá la investigación de este crimen haya aportado algún dato que me resulte útil.

– Habrás de esperar sentado -me advierte Guikas.

– ¿Por qué?

– Porque Yanutsos está buscando mafiosos.

– No fue un trabajo de la mafia -respondo categóricamente-. Se trata exactamente de lo que dijeron que es: una ejecución en manos de los nacionalistas de la organización Filipo el Macedonio.

– Díselo tú.

Estoy a punto de replicar que la tarea de reorientar la investigación le corresponde a él, pero me callo, porque sé que lo hace a propósito. Deja que Yanutsos meta la pata y cave su propia tumba.

– Aunque tal vez tenga noticias dentro de unos días.

– ¿Cómo? ¿Convencerá a Yanutsos que investigue en otra parte?

– No, pero creo haber encontrado la manera de devolverlo a la brigada antiterrorista. ¿Qué novedades me cuentas tú?

Le hablo por encima de mis visitas a la casa, las obras y las oficinas de Favieros.

– ¿O sea que no has descubierto nada fuera de lo común? -pregunta con incredulidad.

– Ya se lo he dicho: se mostraba distante, se enfadaba con facilidad y se encerraba a menudo en su despacho.

– ¿Por qué? ¿Por qué busca aislarse un empresario como Favieros, que en circunstancias normales debería pasar el día entre contactos y reuniones? ¡A mí que me registren! -añade enfáticamente, al más puro estilo Guikas, cuyo único punto de referencia es él mismo. Acto seguido, sin embargo, plantea la misma pregunta que también me preocupa a mí-: ¿Qué le habrá ocurrido de extraordinario? ¿Por qué se apartaba del trato con los demás y se recluía en sí mismo un hombre que no atravesaba problemas personales ni profesionales?

Como no conozco la respuesta, me limito a proporcionarle otra información:

– Kula estuvo rebuscando en el ordenador de su despacho y me ha dicho que necesita realizar una búsqueda sistemática.

– Puedes confiar en ella, es un genio para esas cosas. -Hace una pequeña pausa y agrega-: Si alguien del entorno de Favieros quiere contactar con la policía, dale mi nombre y el de nadie más.

Cuelgo el teléfono y, como mínimo, me queda la satisfacción de que me ha ofrecido un bastón conel que abrirme paso en la oscuridad.

Adrianí está sentada delante de la tele, viendo un concurso televisivo. No tengo ganas de oírla responder correctamente a todas las preguntas y lamentar los millones que ha perdido. Me dirijo al dormitorio en busca del Dimitrakos, pero suena el timbre de la puerta. Abro, y en el vano aparece Fanis, sonriente y con una bolsita en la mano. Me imagino que es un detalle para Adrianí; muchas veces le hace pequeños obsequios para compensar las comidas que ella le prepara.

Sin embargo, estoy equivocado, porque me tiende la bolsita a mí.

– De parte de tu hija -dice.

– ¿De Katerina?

– Sí, es un regalito.

Mi sorpresa va en aumento, porque Katerina no suele enviarme regalos de Salónica. Ella ahorra incluso en electricidad para no agravar mis gastos. Abro la bolsa enseguida y extraigo un libro de tapas llamativas y baratas, impresas en negro, blanco y rojo, que me recuerda a las ediciones de obras sobre la historia y las resoluciones del Partido Comunista. El título del libro reza: Iásonas Favieros. De los calabozos de la policía militar a los parqués de las bolsas internacionales. El autor es un tal Minás Logarás, y el editor, un tal Sarantidis. Hojeo el ejemplar y veo que tiene trescientas veinte páginas.

No me extraña que haya quienes quieran aprovecharse de Favieros y de su espectacular suicidio. Lo que no alcanzo a entender es cómo ha sido capaz el autor de escribir y publicar una biografía de más de trescientas páginas sólo diez días después de la muerte de Favieros. Salvo que la tuviera ya lista y sólo le faltara sacarla a la luz. ¿Es una coincidencia? Tal vez sí, tal vez no.

– ¿Cuándo salió este libro? -pregunto a Fanis.

– No lo sé, pero lo están promocionando.

– ¿Cómo lo descubrió Katerina?

– Katerina no lee sólo diccionarios, como tú -ríe y me guiña el ojo.

– No gastes tu saliva, Fanis -interviene Adrianí-. Costas se ocupa sólo de la letra menuda. Le ha dedicado su vida.

Menuda es la letra de los diccionarios que me gusta leer aunque, en este caso, ella emplea la expresión en su sentido más amplio, que incluye todas las menudencias, generalmente de carácter laboral, que ocupan mi tiempo y me apartan de su control.

Dejo pasar el comentario, porque no me apetece montar un número delante de Fanis. Aunque no me lo confieso ni a mí mismo, en el fondo no quiero que piense que los padres de Katerina se llevan como el perro y el gato.

Prefiero llamar a Katerina para darle las gracias.

– ¿Cómo encontraste el libro? -pregunto.

– Vi un anuncio en el periódico y pensé que podría interesarte.