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Jorafás sonríe. Parece haberse relajado un poco.

– Es correcto. Se trata de una red, aunque no la encontrará bajo el nombre de Balkan Prospect.

– ¿Por qué? ¿Hay otra empresa?

Se lo piensa antes de contestar y, al final, se decide a seguir adelante.

– La empresa de Favieros es nueva. Si no recuerdo mal, la fundó en 1995. Hace cinco años, hizo una entrada espectacular en el mundo de los negocios y empezó a comprar otras agencias, sin cambiar su nombre original. Actualmente, existe una red de agencias inmobiliarias que todavía llevan el nombre de su antiguo dueño, aunque son administradas por empleados de Balkan Prospect.

Los entresijos del sector inmobiliario representan un enigma para mí, y siento la necesidad de dejarlo claro:

– ¿Está diciendo que en la acera de enfrente puede haber una agencia «Georgios» o «Sotirios» mientras que, en realidad, pertenece a Balkan Prospect?

Jorafás suelta una risotada.

– Por suerte, no en la acera de enfrente. A Balkan Prospect no le interesa Kolonaki.

– ¿Qué le interesa?

– El área de Sepolia, la que se extiende a la izquierda de la avenida Ajarnón, pasada la estación de San Nicolás, o la de Llosia y Ano Llosia. Últimamente, también Oropós y Eleusina.

Me quedo mirándolo con cara de gilipollas, lo que no sorprende a Jorafás.

– ¿Lo encuentra extraño? Yo también -admite con una sonrisa.

– No entiendo por qué Favieros querría comprar agencias inmobiliarias en esos barrios de mala muerte. Con su dinero habría podido establecer una red en Psijikó, Kifisiá o Ekali.

– ¿Qué quiere que le diga? Una respuesta posible es que en estos barrios los negocios marchan bien y nadie quiere vender su agencia.

– Podría abrir la suya propia.

– Por lo visto no quería abrir la suya propia. Prefería permanecer en la sombra.

– ¿Por qué?

Jorafás se encoge de hombros.

– No tengo ni idea.

Quizá lo sepa y no quiera contármelo porque cree que ya ha ido demasiado lejos.

– ¿Podría facilitarme los nombres de algunas agencias inmobiliarias que pertenezcan a Balkan Prospect? -De nuevo percibo su incomodidad y advierto que se debate en la duda, por lo que añado-: Tiene mi palabra de que no lo nombraré. -Sigue mirándome, pensativo e incapaz de tomar una decisión-. El señor Sotirópulos le confirmará que yo no juego a dos bandas.

Como es lógico, la palabra de un cliente pesa más que la de un poli, y acaba convenciéndose. Saca un listín voluminoso del cajón de su escritorio y empieza a hojearlo. Se detiene en dos puntos distintos para anotar nombres y direcciones en un trozo de papel. Después cierra el listín y me tiende las anotaciones.

– Estoy seguro al cien por cien de que estas dos pertenecen a la empresa de Favieros. Una está en Sepolia, la otra, en Llosia.

Le doy las gracias y me levanto para irme. No tengo más preguntas que hacerle y, aunque las tuviera, él no contestaría. Ha llegado al límite de sus confidencias.

– Señor comisario -me llama cuando me dispongo a abrir la puerta-. Si quiere un consejo, no diga a estas agencias que está interesado en comprar o alquilar un piso.

– ¿Por qué no?

– Porque no le creerán. Los griegos ni compramos ni alquilamos pisos en estos barrios. La única manera de atraer su atención consiste en asegurarle que quiere vender.

Le agradezco la recomendación y salgo del despacho. Emprendo la subida de la calle Herodoto con sentimientos encontrados. Por un lado, estoy satisfecho porque mi olfato no me ha traicionado. Cuando uno funda una empresa off-shore y comienza a comprar a saco agencias inmobiliarias en áreas deprimidas, sin cambiar el nombre original de las oficinas, no cabe duda de que hay gato encerrado. Favieros no estaba tan loco como para tirar su dinero en agencias de barrios venidos a menos, donde el griego es una lengua extranjera. Por otro lado, esto pone en entredicho mi teoría de que fue el propio Favieros quien escribió su autobiografía. Si se trata, realmente, de un chanchullo, como sospecho, ¿por qué nos había de proporcionar pistas y mancillar su fama tras la muerte? Salvo que, por supuesto, considerase totalmente improbable que alguien se tomara la molestia de investigar su empresa off-shore.

El Mirafiori está aparcado a pleno sol. El asiento me recuerda la cazuela ardiente donde mi madre me sentaba para que se me pasara el estreñimiento. Al tocar el volante me abraso y lo suelto de golpe. El Mirafiori se desliza cuesta abajo sin control hacia el Toyota aparcado delante. ¡Verano de mierda!

Capítulo 17

La agencia inmobiliaria Georgios Iliacos que anotó Jorafás se encuentra en la plaza Pantazopulu, detrás de la estación del Peloponeso. Bajo por la calle Juliano con Kula en el asiento del copiloto. La llevo conmigo porque quizás haya que investigar un poco la zona después de hablar con el agente. El calor se ha propuesto fundir los metales; la nube de contaminación, mandarnos a todos al hospital; y el polvo, destrozar mi garganta a fuerza de toser.

Al enfilar la calle Diligianni, Kula, que hasta el momento había permanecido callada, se vuelve hacia mí y me pregunta:

– ¿Cómo nos presentaremos al agente, señor Jaritos?

– Como policías. ¿Como qué, si no? ¿Como novios?

– No. Como padre e hija.

Me pilla por sorpresa y desacelero bruscamente. El conductor de atrás pita como un endemoniado, da gas a fondo y, en el momento de adelantar, me dedica un corte de manga desde detrás de la ventanilla cerrada, porque conduce un Toyota reluciente y con aire acondicionado.

– ¿Cómo se te ha ocurrido esto? Casi nos matamos -le reprocho.

– Si podemos parar en algún lugar, se lo explicaré.

Giro el volante a la derecha y aparco entre un autocar de Novi Sand y otro de Prístina.

– Te escucho…

– Vamos a hablar con el agente porque usted cree que hay algo sospechoso, ¿no es cierto?

– Sí.

– ¿Por qué iba a sincerarse el agente con dos polis que, además, lo visitan a título extraoficial? -Hace una pausa en espera de mi contestación. Como no se me ocurre ninguna, prosigue-: Imagínese ahora, por un momento, que somos padre e hija. Usted tiene un pisito aquí, en el barrio. Quiere venderlo, poner algo más de su bolsillo y comprarme un piso mejor, en un barrio más apropiado. El tipo verá al padre, verá a la hija, se olerá el negocio y se le soltará la lengua enseguida.

Su idea es simple, razonable y, con toda probabilidad, dará resultado.

– Bien pensado -la felicito, riendo-. Pero nos falta el piso.

– Mi tía, la hermana de mi padre, tenía un piso un poco más abajo, en la calle Monís Arkadíu. A decir verdad, no sé qué ha sido de él, pero tampoco lo sabrá el agente.

Tiene respuesta para todo y no me queda más que mostrarme de acuerdo. Dejamos la calle Siraku, tomamos Pantazopulu y rodeamos la plaza. Encontramos la agencia inmobiliaria poco antes de completar la vuelta, en la primera planta de un pequeño bloque de pisos.

El despacho ocupa dos habitaciones contiguas, separadas por una puerta corredera. Frente a la entrada está sentada una muchacha joven, incolora e inodora, que masca chicle y ordena el contenido de una carpeta. En la habitación contigua, un tipo de unos treinta y cinco, con camiseta de algodón, pantalón de lino y la cabeza afeitada contempla absorto la pantalla de un ordenador. Antes nos rapaban la cabeza cuando íbamos a la mili. Ahora nos la rasuramos después de licenciarnos. Reina un ambiente asfixiante, a pesar de los ventiladores de techo que giran en ambas estancias.

– Pasen -nos invita la muchacha, que interrumpe su trabajo con la carpeta pero no deja de masticar el chicle.