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– Quisiéramos hablar con el señor Iliacos.

– El señor Iliacos se ha retirado del negocio -interviene el tipo, sonriente. Luego se levanta de su asiento y nos tiende la mano-: Megaritis. ¿En qué puedo servirles?

– Se trata de un inmueble… -empiezo a decir.

– ¿Les apetece un café? -Me corta bruscamente, como si hubiese pasado por alto algo muy importante-. Hay soluble…, café griego… Un frappé sería lo más adecuado para este calor.

Yo me niego amablemente pero Kula acepta el convite.

– Un frappé con poco azúcar y leche estaría bien, gracias.

La miro de reojo. Se ha sentado con las piernas juntas y una sonrisa ingenua en los labios, como una virgen recatada e intimidada por la presencia de su padre. La secretaria se levanta con pereza y desaparece tras una puerta que sin duda conduce a la cocina.

– Se trata de un piso -vuelvo a empezar-. Me gustaría venderlo y comprar algo mejor para… Kula, en otro barrio.

Al oír la palabra «vender», Megaritis sacude la cabeza con aire fatalista y exhala un suspiro, como si no habláramos del deterioro del barrio de Sepolia sino de la caída del Imperio bizantino.

– ¿Dónde se encuentra el piso, exactamente?

– En Monís Arkadíu -tercia Kula, temerosa de que se me haya olvidado la dirección-. Es un piso de tres habitaciones, de unos ochenta y cinco metros cuadrados.

Megaritis adopta la expresión de alguien que va a decir algo muy desagradable y no sabe cómo dulcificarlo.

– En este barrio, señor mío, se está viviendo una auténtica tragedia. Gente humilde, hombres de familia, que en su momento consiguieron con mucho esfuerzo construir una casita o comprar un pisito, ahora ven que su valor cae en picado y venden a cualquier precio, porque hay una invasión de salvajes que ahuyentan a las personas de bien.

Mira por dónde, digo para mis adentros. En las obras, Favieros se erigía en el defensor de los refugiados y los extranjeros, mientras que sus empleados de las agencias inmobiliarias añoran los viejos barrios y las callecitas estrechas y maldicen a los inmigrantes, que han echado a perder nuestro sueño.

– Si los venden, significa que encuentran compradores -observa Kula.

– Al precio al que venden, cualquiera está dispuesto a comprar.

– ¿Y de qué orden son esos precios? -pregunta Kula.

Megaritis suspira de nuevo.

– Me da vergüenza decírselo… Me da vergüenza.

– Díganoslo -insisto-. Así compartiremos la vergüenza.

– ¿En Monís Arkadíu, ha dicho? ¿Es un piso o una casa?

– Un piso.

– ¿De cuántos metros cuadrados?

– Ochenta y cinco. Tres habitaciones.

– Veamos. -Reflexiona un poco. Luego se dirige a mí-: Con mucha suerte conseguirá unos veintiséis mil euros -calcula-. Aunque lo más seguro es que le den veintitrés mil…

– ¡Qué me dice, señor mío! -Kula se levanta de un salto y casi derrama su caféfrappé-. ¡Eso es lo que cuesta un permiso de ampliación de la superficie edificable!

Está fuera de sí, como si realmente quisiera vender un piso. Asiento con la cabeza mientras intento disimular mi sorpresa ante su reacción. Megaritis sonríe con tristeza.

– Los buenos tiempos han pasado, señorita. Ya a nadie le interesa ampliar la superficie edificable en estos barrios. Por eso la gente vende a cualquier precio. -Toma una tarjeta del escritorio y me la da con actitud apesadumbrada-. Qué más puedo decir… Piénsenlo y, si se deciden, aquí nos encontrarán… Llámenme para que vaya a ver el piso y me entreguen las llaves…

La piel de plátano nos la tira en la puerta, en el momento en que nos despedimos.

– Sea como fuere, les aconsejo que se den prisa. Los precios bajan día a día. Hoy el piso vale entre veintitrés y veintiséis mil euros, mañana podría valer veinte mil.

Kula no se digna mirarlo siquiera. Yo me muestro más conciliador.

– De acuerdo, nos lo pensaremos y, en todo caso, ya le llamaremos.

– ¡Habrase visto! ¡Es una estafa! -estalla Kula ya en la calle-. ¡Veintiséis mil euros! ¡Con veintiséis mil euros no compras ni un estudio!

Me quedo parado en la acera, con la vista fija en ella. Ahora que hemos salido de la agencia, manifiesto abiertamente mi asombro.

– ¿Cómo sabes tanto de precios de inmuebles, superficies edificables y demás?

Me lanza una mirada de tristeza fingida.

– Nunca le han importado mis asuntos -se lamenta-. ¿Ha olvidado que estaba prometida con un contratista?

Es cierto, se me había borrado de la mente el contratista que edificaba ilegalmente en Diónisos. Después de prometerse con Kula, empezó a invocar el nombre de Guikas cada vez que tenía problemas con la policía. Guikas se enteró, amenazó a Kula con transferirla, y ella le dio calabazas al contratista.

– ¿Cómo crees que debemos proceder, tú que sabes tanto? -pregunto.

– Deje que dé una vuelta por el barrio y mañana se lo cuento -propone tímidamente.

– ¿Por qué? ¿Qué es esto que quieres averiguar a solas y no podemos investigar juntos?

– A esa hora sólo hay mujeres en las casas. Y las mujeres se abren más a otras mujeres.

No estoy convencido de que obtenga mejores resultados sola pero leo en sus ojos sus ansias por probar, de modo que decido aceptar. A fin de cuentas, si fracasa, siempre resta la posibilidad de regresar mañana y completar la investigación discretamente.

– De acuerdo.

– Gracias -dice y su cara resplandece.

Me acompaña hasta el Mirafiori para recoger sus cosas. En el momento de despedirse, se agacha y me estampa un beso en la mejilla.

– ¡Ya hemos terminado! Ahora no somos padre e hija -le recuerdo para tomarle el pelo.

– Usted es el único colega masculino que no me cree útil sólo para archivar papeles y preparar cafés -contesta muy seria.

La contemplo mientras se aleja a paso ligero y arranco el motor del Mirafiori.

Capítulo 18

Desde la tarde al calor se ha añadido la humedad, y la ropa se nos pega al cuerpo como un sello de correos. Fanis pasa a recogernos a las nueve para salir en busca de un poco de frescor, y terminamos en la terraza de la Taberna del Tío Zanasis, en una plazoleta interior, paralela a la avenida de Pendeli. La descubrió hace apenas unos días con unos amigos y la encontró muy fresca. No se equivoca, porque a ratos sopla una brisa muy agradable. Por lo demás, es una de tantas viejas tabernas griegas, donde todavía sirven platos de verdura, judías pintas y crema de garbanzos.

A Adrianí las judías le parecen «un poco» crudas, la crema de garbanzos «un poco» aguada y las hamburguesas, que ha pedido como plato principal, «un poco» duras. Añade la coletilla «un poco» en todo momento para paliar la aspereza de sus quejas y no ofender a Fanis, que nos ha invitado. Él, sin embargo, ya la conoce y se divierte con sus críticas.

– Te he traído aquí por el fresco de la terraza, señora Adrianí. ¡Ya sé que tu cocina es de un nivel superior!

– Aunque, comparado con las asquerosidades con que quieren alimentarnos hoy en día, esta comida, al menos, resulta comestible -asevera Adrianí, siempre generosa cuando su autoridad queda reconocida.

– Y comparado con el horno en que se ha convertido nuestra casa, este lugar es el paraíso -agrego, porque no me gusta rizar el rizo.

– Por la tarde da el sol, y la casa arde -explica Adrianí.

– ¿Por qué no instaláis aire acondicionado?

– No lo soporto, Fanis. Reseca el aire y me hace toser.

– Estás hablando de los aparatos viejos. Los nuevos no causan estos problemas.