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– Díselo tú, porque a mí no me cree -comento.

Adrianí no me hace caso y se dirige a Fanis:

– Sería tirar el dinero, hijo mío. Yo me arreglo muy bien con el ventilador. En cuanto a Costas, él ha vuelto a las andadas y se pasa el día en la calle. ¿Qué opinas? ¿Instalamos aire acondicionado en ese cacharro que conduce?

El calor me crispa los nervios, y cualquier pretexto me viene bien para desfogarme, pero me lo impide el barullo que, de repente, se desata entre los comensales, que se levantan de las mesas de la terraza y entran corriendo en el establecimiento. Nosotros miramos alrededor sin entender qué está ocurriendo.

– Oye, ¿qué ha pasado? -pregunta Fanis a un camarero que se acerca cargado con una bandeja y tropieza con nuestra mesa, porque camina con la cabeza vuelta al interior de la taberna.

– Stefanakos se ha suicidado.

– ¿Quién? ¿El diputado? -inquiero.

– Sí.

– ¿Cuándo?

– Hace un momento. En la televisión. Mientras le hacían una entrevista. ¡Igual que aquel contratista! ¿Cómo se llamaba?

Ya no recuerda el nombre de Favieros aunque ahora, gracias a Stefanakos, también él será rescatado del olvido. Porque, al igual que él, Lukás Stefanakos pertenecía a la generación de la Politécnica y tenía un largo historial de torturas sufridas en los calabozos de la policía militar. Sin embargo, él había permanecido fiel a la política, no se había pasado al sector empresarial y había llegado a ser uno de los diputados con mayor índice de popularidad. Cada mañana salía por la radio, cada noche, por la televisión y, entre una cosa y otra, acudía a sesiones en el Parlamento, donde todos lo temían, porque denunciaba sin rodeos los desmanes de todos los partidos, incluido el suyo. Hasta yo sabía que era el candidato más firme para suceder al actual presidente de su partido.

Las mesas han quedado prácticamente vacías y todo el mundo se ha agolpado dentro de la taberna, donde hay un televisor encendido en lo alto de la pared.

– ¿Vamos a ver qué dicen? -propone Fanis.

– Prefiero verlo en casa, tranquilamente.

– Voy a pagar, porque no habrá camarero que se acuerde de traer la cuenta.

A diferencia de los carriles de subida de la avenida de Pendeli, los de bajada están vacíos, y sólo esporádicamente encontramos algún coche. Fanis hace ademán de encender la radio, pero lo detengo. Quiero ver la escena en la televisión sin haber oído antes las descripciones radiofónicas.

Delante de las tiendas que venden televisores en la plaza Duru se ha congregado una multitud que goza contemplando la misma imagen multiplicada por veinte en las diversas pantallas.

– ¿Crees que guarda alguna relación con el suicidio de Favieros? -pregunta Fanis.

– Aún nocómo se ha suicidado ni cuáles han sido sus últimas palabras pero, a primera vista, eso parece.

– ¿Qué puede mover a un político tan popular como Stefanakos a suicidarse?

– ¿Qué fue lo que movió a Favieros?

– Tienes razón -admite Fanis. Voy sentado a su lado, mientras que Adrianí viaja en el asiento trasero. Fanis me echa una mirada de soslayo mientras conduce-: ¿No has descubierto nada relacionado con Favieros?

– Nada sustancial.

– ¿Ni siquiera en su biografía?

– Contiene alguna que otra alusión a una faceta turbia de su vida profesional, pero es muy pronto para saber si fue ésta la causa de su suicidio.

– Si queréis mi opinión -tercia Adrianí desde el asiento posterior-, la tele está detrás de todo esto.

– ¿A qué te refieres? -se extraña Fanis.

– ¿Has contado cuántos anuncios ponen cada vez que emiten la escena del suicidio? Y eso sin contar la publicidad durante los debates y demás programas informativos.

Me vuelvo hacia ella, estupefacto.

– ¿Qué estás diciendo? ¿Que la emisora los obliga a suicidarse para aumentar sus índices de audiencia? Para empezar: ¿cómo sabes que Stefanakos se ha quitado la vida en los mismos estudios?

– Espera y lo verás -responde sin inmutarse.

– ¿Y cómo crees que los convence? -pregunta Fanis-. ¿Con dinero? Ninguno de los dos iba escaso de fondos.

– No sé cómo, pero puedo decirte una cosa: muchos han despreciado el dinero; la fama, nadie -afirma Adrianí y nos deja sin palabras.

Interrumpo la conversación porque me resultaría imposible convencerla de lo contrario. Es recelosa de nacimiento. Cuando me suben el sueldo, está convencida de que me correspondía un aumento mayor. Cuando lee en los periódicos que el Metro estará terminado para las Olimpiadas, no le cabe duda de que, para agilizar el proceso, los contratistas han dejado de colocar la mitad de los pilares y que la obra se vendrá abajo en menos de tres meses. Si le comunico que se ha resuelto el conflicto de Chipre, sonríe y replica que, sin duda, los turcos untaron al primer ministro para conseguirlo. Lo que no entiendo es cómo puede el Cuerpo aceptar a hombres como Yanutsos cuando el país dispone de tamaña reserva de suspicacia.

Con el calor, todo el mundo ha salido a tomar el fresco y Fanis encuentra aparcamiento delante de la puerta de nuestro bloque. En cuanto entramos en el piso, todos corremos hacia el televisor. No tardamos en encontrar el canal correspondiente, gracias a las ventanas ya abiertas en pantalla. Es el mismo que eligió Favieros para suicidarse.

– ¿Qué os decía? ¡Ahí lo tenéis! -se vanagloria Adrianí.

Estoy a punto de estallar cuando suena el teléfono. Contesto y oigo la voz de Guikas.

– ¿Lo has visto? -pregunta.

– No. Estaba fuera y he vuelto a casa enseguida al enterarme. Estoy esperando que repitan la escena.

– Míralo y llámame.

Cuelgo el auricular y me planto de nuevo delante de la televisión. En la parte inferior de la pantalla, donde estaría el vestíbulo si fuera un edificio, aparece el presentador, sentado con dos colegas de Stefanakos, uno de su partido y otro de la oposición. Gente entra y sale por las ventanas de las plantas superiores. Los fijos y los temporales, a cual más vehemente, se deshacen en elogios hacia Lukás Stefanakos: que si era un diputado sagaz y agresivo, pero muy respetuoso con la ética parlamentaria. Que si combatía con pasión los proyectos de ley que defendían intereses particulares y que su muerte dejaba un enorme vacío en el Parlamento. A continuación, el presentador pasa al tema de la campaña recientemente emprendida por Stefanakos en defensa de los inmigrantes. Exigía que se impartiesen clases en su lengua natal en las escuelas y se les permitiese fundar asociaciones culturales para la conservación de su identidad. Las alabanzas empiezan a ceder su lugar a los reparos, porque nadie está de acuerdo con las posiciones de Stefanakos en este tema. El diputado de la oposición sostiene que a Stefanakos le gustaba generar polémica, porque así lograba mantenerse en el candelero. El diputado de su partido afirma que Stefanakos había manifestado últimamente su decepción por el giro conservador de la política en general. Los demás se aferran a este argumento y empiezan a preguntarse si había elegido ese programa en concreto para abandonar heroicamente el partido.

– Haremos una pequeña pausa antes de ver de nuevo la escena del suicidio, por si nos ofrece alguna pista -anuncia el presentador, que busca cualquier oportunidad para exhibir esas imágenes.

El debate queda interrumpido por la publicidad, que dura casi un cuarto de hora.

– ¿Lo veis? ¡No termina nunca! -se jacta Adrianí por segunda vez.

El realizador hace de las suyas y, en lugar de mostrarnos de nuevo al presentador, inmediatamente después de los anuncios pasa la grabación de la entrevista a Stefanakos, que aparentemente se desarrolló en su despacho. Es un despacho corriente, con muebles del montón, de los que se pueden comprar en cualquier tienda. Stefanakos está sentado detrás de su escritorio. A diferencia de Favieros, lleva traje y corbata. No sé si era tan hábil como aseguran sus colegas, pero su aspecto se me antoja más propio de un director de banco que de un diputado.