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Por desgracia, aquellos que debían escuchar hicieron oídos sordos. Por eso, después de provocar la muerte de Iásonas Favieros, nos vimos obligados a inducir al suicidio a Lukás Stefanakos. Stefanakos era el más ruin de todos los enemigos de Grecia. No le bastaba con la escoria de los Balcanes que ha venido a instalarse en nuestro país; quería, además, mancillar las escuelas griegas con sus lenguas, sembrar entre nosotros el germen que acabaría destruyéndonos como nación. Él encabezaba la lista de políticos traidores dispuestos a vender nuestros intereses nacionales. Lukás Stefanakos recibió el castigo que merecía. Esperamos que, en esta ocasión, hayan aprendido también la lección los demás celotas y apologistas de la chusma balcánica. Los ajusticiamientos no cesarán hasta que los establos de Augias queden totalmente limpios y resucite la nación helena.

Cuando pienso en la cara que pondrá Petrulakis mañana, después de oír esta proclamación, me vienen ganas de fingirme enfermo para aplazar nuestra cita.

Capítulo 21

Descubro un hueco donde aparcar en la esquina delInstituto Francés con la calle Octavio Merlier y me santiguo. El número 21 es una casa de dos plantas restaurada, de la época en que Neápolis era un barrio pequeñoburgués, acomplejado por la cercanía de Kolonaki, cuyo límite se halla unas manzanas más abajo. Ahora la calle Dafnomilis y su paralela, Doxapatrí, albergan a artistas, profesores universitarios, miembros del gobierno, toda la gente que no encuentra o no puede permitirse un piso en el cinturón del Licabeto pero quiere presumir de vivir en el Licabeto. Algo parecido a loque ocurre en la zona cada vez más amplia que se extiende detrás del hotel Hilton.

La puerta es de madera pintada de morado, con un pomo y un buzón dorados, adornos que evidencian la época en que fue construida la casa, a mediados del siglo pasado. Llamo al timbre y, en lugar de la criada de donde Cristo perdió la alpargata, me abre una tailandesa. En vez de saludarme y preguntarme por mi nombre, me da la espalda para guiarme. Se detiene junto a una puerta y me deja pasar, con la actitud del botones que te abre la puerta de tu suite de lujo.

El salón ocupa dos habitaciones contiguas, separadas por una cristalera blanca, que está abierta. Los muebles no datan de la misma época que la casa, aunque tampoco son modernos, sino estilo Luis XV, como dice Adrianí, de aquellos que ves de pequeño en las casas de algunos familiares y sueñas con tener en la tuya algún día, aunque no hayan sido torneados a mano sino a máquina. Delante del sofá, en la mesilla, hay un periódico. Lo recojo para echar un vistazo, pero me interrumpe una voz apresurada y apremiante a mis espaldas.

– Siéntese y hablemos, señor comisario, porque tengo que irme.

Me vuelvo y veo a un cuarentón alto y delgado, con canas en las sienes, vestido impecablemente; una réplica exacta de los tipos que tanto admira Adrianí en la serie Resplandor. Me siento, tal como me ha pedido.

– ¿El comisario Jaritos, si no me equivoco? -pregunta, como intentando identificarme.

– Sí, señor. Jefe del Departamento de Homicidios, de baja por convalecencia.

– Ah, sí. El señor Guikas me encareció mucho su sacrificio. -Hace una pequeña pausa, señal de que ha terminado con los cumplidos y se dispone a entrar en materia-. El señor Guikas me aseguró también que es usted un agente de confianza y puedo hablarle con franqueza. -Calla y me escruta con la mirada. ¿Qué espera, que se lo confirme? Al comprender que no pienso hacerlo, prosigue-: Este asunto de los suicidios es extremadamente desagradable, comisario. Se trata de personalidades muy conocidas del mundo político y empresarial. Por más que nos conmovió el suicidio de Iásonas Favieros, creímos que tenía razones personales para ello. El suicidio de Lukás Stefanakos, sin embargo, ha echado por tierra esta teoría. Stefanakos se quitó la vida de la misma manera que Favieros. Lógicamente, hay algo que relaciona ambas muertes. El gobierno se ha topado con un problema que ni esperaba ni se ve capaz de controlar.

– La prensa habla de un escándalo.

– No existe tal escándalo, créame. Aunque esto no supone un gran consuelo. Si existiera, estallaría, soportaríamos una temporada de tensión y se acabó. Pero un escándalo inexistente es como una herida abierta, que puede supurar durante semanas, incluso meses.

– Le comprendo, señor Petrulakis -asevero en un tono que intenta subrayar mi comprensión-. Dígame cómo puedo ayudarle.

– Quisiéramos que investigara con mucha discreción los motivos que pudieron impulsar al suicidio a Favieros y Stefanakos.

– Es posible que esto lleve mucho tiempo, y no hay garantía de que saquemos algo en claro. -Me planteo si debo continuar y me decido a favor. A fin de cuentas, más vale que sepan qué les espera, como me dijo Guikas ayer-. Tampoco sabemos qué podría salir a la luz en el proceso.

Me observa, más curioso que preocupado.

– ¿Qué cree que podría salir a la luz?

Empiezo a relatarle la historia de las agencias inmobiliarias de Favieros y los trabajadores extranjeros que le compraban pisos. Me escucha con nerviosismo, consultando repetidamente su reloj para recordarme su reunión urgente. Cuando llego a lo que me contó Karanikas, se le agota la paciencia y me interrumpe.

– No creo que Favieros se suicidara por motivos profesionales, comisario. Debería reorientar sus investigaciones.

– ¿Hacia dónde, señor Petrulakis? Si hubiese tenido problemas personales, su familia y sus colaboradores lo sabrían. Y no saben nada. Aun admitiendo un móvil personal, me parecería una casualidad demasiado grande que Stefanakos se matara por la misma causa.

– No estoy hablando de problemas personales, comisario. Me refiero a esos, de la extrema derecha, que alegan haberlos empujado a quitarse la vida.

Me pregunto si realmente me encuentro delante del gran consejero del primer ministro. Hasta la sospecha de Adrianí y Karanikas de que la cadena de televisión los chantajeaba tiene más sentido.

– No sé qué decirle… -respondo con la máxima delicadeza-. Si se tratara de asesinatos, lo entendería. Aunque no los hubieran cometido los propios extremistas, la investigación arrojaría algo de luz sobre el asunto. Pero los suicidios… Me parece muy poco probable.

– Ellos mismos lo han proclamado.

– Cuando los detengamos, lo negarán todo y no dispondremos de pruebas para procesarlos.

– ¿Y los dos kurdos que ejecutaron?

– Podremos detenerlos por el asesinato de los kurdos pero no encontraremos indicios que los relacionen con los suicidios.

Se inclina y recoge el periódico de la mesilla. Lo abre y me señala un párrafo.

– Léalo y comprenderá.

Es el artículo editorial. Leo el pasaje que me ha indicado: «Todos esos rumores acerca de la coacción ejercida por el canal que transmitió los suicidios en directo son infantiles y carecen de fundamento -afirma el periodista-. Incluso en el caso hipotético de que determinadas informaciones obraran en poder de la cadena, es éticamente inadmisible sostener que se sirvió de ellas para inducir al suicidio a un conocido empresario y un diputado, al margen de las escasas probabilidades de éxito.»

– Ya ve adonde nos conducen esos rumores contradictorios, comisario. Como si no tuviéramos bastante con el supuesto escándalo, pronto habremos de enfrentarnos a las habladurías sobre la extorsión por parte de una emisora de televisión. Ya están abonando el terreno.

– ¿Quién va a creerlo, señor Petrulakis?

– Todo el mundo -contesta sin la menor vacilación.

No se lo discuto, porque Adrianí y Karanikas ya se lo han creído. Los dos cadáveres se han convertido en lodo que unos arrojan sobre otros: la oposición acusa al gobierno de encubrir un escándalo; la prensa escrita acusa a la televisión de chantaje.