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– Tiene razón, pero ¿qué pintan los nacionalistas en todo esto?

Se planta a mi lado y me mira a los ojos desde lo alto.

– Los policías de su generación tienden a subestimar a la extrema derecha, señor comisario. No se lo reprocho; sé que eso forma parte de su educación. Pero yo, que me he enfrentado a ellos desde que iba al colegio, conozco muy bien sus métodos y sé de qué son capaces. Si los detuviera mañana, la opinión pública mayoritaria lo aplaudiría y nadie pondría en duda su culpabilidad.

Por fin, me ha mostrado sus cartas y ya entiendo adonde quiere ir a parar. No le importan en absoluto las causas del suicidio de un empresario y un diputado. Lo único que quiere es que la extrema derecha pague el pato; así el caso se cerrará y él se quedará tranquilo.

Estoy a punto de señalárselo cuando me vienen a la memoria las palabras de Guikas: «Respóndele que sí a todo.» Por una vez en la vida, decido seguir su consejo.

– De acuerdo, señor Petrulakis. Por supuesto, necesitaremos algunas pruebas en las que basar la acusación.

Mi respuesta lo satisface y sonríe complacido.

– Estoy seguro de que las encontrará. Confío en sus capacidades. -Me tiende la mano para indicar que la entrevista ha concluido-: Manténgase en contacto -añade al estrechármela-. Pero llámeme siempre al móvil. Nunca al fijo.

Me da igual llamarlo a un número o a otro. Lo que me preocupa es otra cosa: no sé qué voy a decirle la próxima vez que lo telefonee. Cuando salgo del salón, la tailandesa me escolta hasta la puerta como si fuera mi guardia de honor.

Mientras bajo por Octavio Merlier para torcer por la calle Hipócrates y salir a Solónos, caigo en la cuenta de que es la primera ocasión en que me siento apoyado por Guikas. No sé si esto se debe a una simpatía que descubro con retraso o si Yanutsos le crispa los nervios más que yo. Lo segundo se me antoja más probable. Soy el menor de dos males. Claro que quizá me brinda su apoyo porque me ha encargado una investigación extraoficial, cuando, encima, estoy de baja médica. Si algo sale mal, tendré que negar haber recibido órdenes suyas y exonerarlo de toda responsabilidad. Ahora que lo pienso, se me ocurre una explicación más plausible. No se trata de simpatías y antipatías, ni de su animadversión hacia Yanutsos. Guikas me ofrece su ayuda porque no le acarrea riesgo alguno y, paralelamente, le permite deshacerse de Yanutsos. No sé si la idea me enfurece, porque deja al descubierto el carácter interesado de Guikas, o me alivia, porque vuelve a colocarlo en su sitio y no me obliga a replantearme el equilibrio de poderes.

Encuentro una plaza en el aparcamiento de la esquina de Solónos con Mavromijali y dejo allí el Mirafiori. El número 128 de la calle Solónos corresponde a un edificio antiguo, situado a la altura de la calle Emanuíl Benakis, una especie de combinación entre bloque de pisos y mansión, al estilo arquitectónico característico de los cincuenta. El despacho de Kariofilis está en la quinta planta. El ascensor me lleva a un rellano mal iluminado con suelo de mosaico, de aquellos que siempre parecen sucios, por mucho que los friegues.

La propia oficina de Kariofilis, sin embargo, contrarresta la primera impresión. Atravieso un vestíbulo enmoquetado y entro en un despacho espacioso y bien iluminado, con dos secretarias sentadas delante de sus respectivos ordenadores. Una puerta revestida de escay y tachonada de remaches dorados las separa. A juzgar por su aspecto, ésta debe de ser la puerta que conduce al despacho de Kariofilis.

Una de las secretarias alza la vista hacia mí, mientras la otra continúa tecleando. Adopto mi expresión oficial y farfullo secamente:

– Comisario Jaritos. Quiero hablar con el señor Kariofilis. Es urgente.

Mi tono mueve a la otra secretaria a apartar también la mirada del ordenador.

– Por favor, tome asiento -dice la primera y sale por la puerta tapizada. Reaparece al poco para hacerme pasar.

El despacho de Kariofilis está decorado de forma semejante al de sus secretarias, aunque con objetos de mayor calidad. La moqueta es más gruesa, el escritorio más grande y el respaldo de su silla más alto. Las secretarias trabajan con un ventilador, mientras que él disfruta de aire acondicionado. Kariofilis, un hombre de mi edad, más o menos, bien trajeado y de cabello blanco luce un fino bigote que me recuerda al de los cantantes populares de los años sesenta. En cuanto repara en mí se levanta y me da la mano.

– Buenos días, señor comisario. ¿En qué puedo ayudarle?

Sin esperar que me lo indique, me siento en el sillón delante de su escritorio y lo contemplo pensativo, con gesto de poli rudo.

– La cuestión es en qué puede ayudarme usted a mí y en qué puedo ayudarle yo a usted -replico.

Mis palabras lo sorprenden y me mira inquieto.

– No le comprendo.

Lo invito a sentarse, como si se hubieran invertido los papeles y estuviéramos en mi despacho, en lugar de en el suyo.

– Escuche, señor Kariofilis. De momento, lo que voy a decirle es extraoficial. -Recalco la expresión «de momento». Él enlaza las manos sobre el escritorio y escucha con atención-. Recibimos la denuncia de un griego póntico que compró un piso en la calle Larimnis, en las inmediaciones de la avenida de Constantinopla. La compraventa se realizó por mediación de un tal Georgios Iliakos, agente inmobiliario.

No le pregunto si conoce la agencia en cuestión, y él tampoco me lo confirma, aunque su semblante lo delata.

– El griego póntico afirma haber pagado cuarenta y cinco mil euros. Firmó los documentos que le presentaron, aunque no entiende el griego. Hace un par de días, un colega le hizo una visita y él le enseñó el contrato. Y el colega le hizo notar entonces que el contrato no establecía un importe de cuarenta y cinco mil euros, sino de veinticinco mil.

– Mire…

– Déjeme terminar primero -lo corto-. Por suerte, nuestro hombre es un griego póntico salido de la Unión Soviética. Ellos no saben de abogados, denuncias y juicios… Da igual que los atropelle un coche, que les rompan un cristal o que los engañen en el precio de un piso: ellos siempre acuden a la policía. Esto nos permite impedir que la denuncia adquiera carácter oficial, por ahora. Y de la misma manera no oficial le pregunto, señor Kariofilis: ¿cabe la posibilidad de que en el contrato conste un importe distinto al que cobró el vendedor?

Advierto que su expresión se altera y que sus ojos recorren el despacho con recelo, como los de un conspirador.

– No sólo cabe esta posibilidad sino que se trata de algo muy habitual -responde-. Aunque no puedo hablar de ello.

– ¿Por qué?

– Porque constituye delito.

– ¿Qué delito?

Titubea antes de mascullar entre dientes:

– De evasión de impuestos.

– No me envía el fisco, señor Kariofilis. Soy policía. Su relación con Hacienda no me incumbe.

– Es práctica común declarar un importe menor para pagar menos impuestos.

– ¿Es lo que ocurrió en este caso?

– Supongo que sí.

– ¿Y si el vendedor cobró realmente sólo veinticinco mil euros?

– ¿Qué quiere decir?

– Si el vendedor no se embolsó la diferencia…

– ¿Y quién se la embolsó entonces? ¿El agente inmobiliario?

Dejo la pregunta en el aire y cambio de táctica.

– Señor Kariofilis, quisiera ser franco con usted. Personalmente, me es indiferente. Si mañana tuviera que llamarlo a declarar a comisaría, lo haría sin vacilación. Y tampoco me lo pensaría dos veces antes de arrestarlo. Pero la agencia de Georgios Iliakos es otra cosa. Según nos han informado, su propietario era Iásonas Favieros.

– ¿Quién? ¿El empresario que se suicidó? -pregunta con cara de inocente-. ¿Qué tiene que ver él con la inmobiliaria?