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– Me acostumbré a la humedad de vuestros calabozos y ahora nunca tengo suficiente.

Debí suponerlo. Cada vez que se descuelga con alguna frase aparentemente absurda, es para lanzar una indirecta contra la policía.

Como siempre, finjo no haberlo oído para no irritarlo aún más.

– Necesito tus luces.

– ¿Para aclarar tus dudas sobre Favieros o sobre Stefanakos?

– Empecemos por Favieros y sigamos con el otro.

– Uno de los líderes del movimiento estudiantil, siempre al frente de las movilizaciones y las sentadas, presente en los sucesos de la Politécnica. Fue detenido por la pasma, la policía militar, que lo torturó, como a tantos otros.

– ¿Por qué crees que terminó metido en tantos chanchullos?

– Porque se convirtió en empresario. Él iba a donde lo llevaban sus empresas.

– ¿Y sus empresas lo obligaban a dárselas de protector de los trabajadores extranjeros mientras, bajo mano, les vendía cuchitriles a precios inflados?

A veces, Zisis estalla cuando menos te lo esperas. Como ahora.

– Durante años os las visteis y las deseasteis para arrancarnos una confesión -grita-. Calabozos, exilios, torturas, todo para obligarnos a estampar una firma. Ahora hacemos nuestras confesiones voluntariamente, sin presiones, entregados a las empresas, la bolsa, los beneficios. Ni en sueños os habíais imaginado un éxito tan grande. ¡Habéis ganado! ¿Qué más quieres?

– Yo no quiero nada. Eran ellos los que se proclamaban luchadores en defensa de los oprimidos.

– ¡Despierta, no existen oprimidos con derecho a voto! -brama-. Los auténticos oprimidos vienen de fuera y, por lo tanto, no cuentan para nada. ¡Los únicos oprimidos con derecho a voto son los fumadores! Si el partido tuviera dos dedos de frente, organizaría una manifestación a favor de los fumadores con la consigna: «Arriba, parias de la tierra.» ¡Sería un exitazo!

Cuando se le cruzan los cables, resulta imposible dialogar con él. Se sale de sus casillas a cada momento y con cualquier pretexto. Decido no hablar más de Favieros y pasar a Stefanakos, con la esperanza de que se calme un poco.

– ¿Y Stefanakos?

Sus ojos relampaguean.

– No te canses. No encontrarás nada en su contra, ni siquiera en los últimos tiempos -asevera-. Él no se rindió. Luchó hasta el final.

– De acuerdo, Lambros -digo en tono conciliador-. Los dos eran irreprochables. Pero ¿puedes explicarme por qué se suicidaron?

– ¿No te llama la atención la manera en que se quitaron la vida?

– Mucho, aunque no logro entender por qué lo hicieron en público.

Se queda pensativo, como si deseara decirme algo pero no estuviese seguro.

– Si te cuento lo que pienso, no me taches de loco -me advierte.

– Adelante. Ya sé que no estás loco.

– Creo que no podían más. Habían llegado a un punto de desesperación. Favieros, a pesar de sus empresas, y Stefanakos, a pesar de sus luchas. Por eso se suicidaron en público, para conmocionar a la gente. -Nota que lo miro con incredulidad y sacude la cabeza-. No me crees, eres un poli y no lo entiendes. Dinero, renombre, poder… Llega un momento en que te ahogas en el lodo y necesitas hacer algo.

Recuerdo las últimas palabras de Stefanakos: «Espero que nuestra muerte no sea en vano» o algo así. Quizá la explicación de Zisis no carezca de fundamento, aunque me temo que las cosas son más complicadas. Decido no discutir. Prefiero dejarlo en su error inofensivo.

– También podrías venir alguna vez que no me necesitaras -me reprocha cuando me dispongo a bajar la escalera.

Otro en mi lugar se ofendería. Pero yo, que he llegado a conocerlo bien, sé que es su manera de expresar que le gusta tomar café conmigo.

Capítulo 23

Kula está sola en casa. Sentada delante del ordenador, se dedica a actualizar sus archivos. Adrianí ha salido.

– Ha ido a comprar camisetas para su hija -explica Kula-. Para que pueda cambiarse a menudo, con este calor.

Nunca he entendido su manía de comprar cosas para Katerina y enviárselas con los coches de línea, cuando ella podría conseguirlas directamente en Salónica por el mismo precio o incluso más baratas.

– Antes de salir, me encargó que le comunicara que ha llamado un tal Sotirópulos. Quiere que lo telefonee.

Kula me observa con curiosidad. Conoce a Sotirópulos, conoce mi aversión particular por los periodistas, y le extraña que éste en concreto me llame a casa. Dudo si contarle la verdad o inventar una excusa, y al final opto por ser sincero.

– Tengo razón cuando le digo al señor director que usted es más flexible de lo que parece -comenta Kula con una sonrisa.

– Y él insiste en que soy un bruto -añado, porque ya me conozco la historia.

– Más o menos.

– En todo caso, mi relación con Sotirópulos quedará entre nosotros.

– Como quiera, aunque pierde una oportunidad única de ganar puntos ante el señor director.

Debí ocuparme de ello hace tiempo. Ahora ya he perdido el tren. La informo del deseo del gobierno de que investiguemos discretamente los dos suicidios pero sin mencionar el nombre de Petrulakis y sin revelar su intención de achacar las muertes a Filipo el Macedonio. Concluyo con el relato de mi encuentro con Kariofilis, el notario, y dejo totalmente al margen a Zisis.

En cuanto termino de informar a Kula, llamo al móvil de Sotirópulos.

– Tenemos que hablar -dice al reconocer mi voz-. ¿Dónde podemos encontrarnos?

– He de ver a alguien en Polídroso; después de eso estoy libre.

– Bien. Yo termino en un par de horas. Nos encontraremos en el Flocafé de Kifisiás. El que llegue primero, que espere.

El tiempo ha cambiado. El cielo está cubierto de nubarrones y el bochorno es insoportable. Enfilo por segunda vez la avenida Reina Sofía y, cuando salgo a la avenida Kifisiás, parece que haya anochecido.

Irini Leventóyanni vive en el número tres de la calle Koraís, en Polídroso. A la altura de Várnalis, pregunto en el quiosco de la esquina por dónde cae Koraís. El quiosquero me indica que tuerza por la calle Kanaris y luego, en la segunda, a la izquierda.

– ¿Cómo crees que debemos abordar a la señora Leventóyanni, que vendió el piso de la calle Larimnis al griego póntico? -pregunto a Kula.

– Como abordamos al notario. Él y el agente inmobiliario cobraron la diferencia en dinero negro, el póntico los denunció, y lo estamos investigando.

– ¿Se lo creerá?

– ¿Por qué no iba a creérselo? A los griegos les asusta más el fisco que la policía. Salvo que Kariofilis le haya avisado.

– Lo dudo mucho, considerando que seguramente la engañaron y se quedaron con su dinero. Si le ha avisado, ella también está en el ajo.

La dirección que buscamos es un bloque de cuatro pisos de construcción reciente, con parterres y farolas en la entrada. Echamos una ojeada a los timbres y vemos que la señora Leventóyanni vive en el tercero.

Nos recibe una mujer de cuarenta y cinco años, rolliza y de cara redonda, que luce en su atuendo todos los colores del campo. Sonríe jovialmente pero, en cuanto nos presentamos, su sonrisa se marchita y se troca en una expresión de intensa preocupación.

– ¿ Es por Sifis? -balbuce.

– ¿Quién es Sifis? -pregunto.

– Mi hijo. ¿Ha tenido un accidente de moto?

– No, no, tranquilícese -interviene Kula con una risita-. A su hijo no le pasa nada, hemos venido por otro asunto.

Leventóyanni exhala un suspiro de alivio y se santigua. Después se hace a un lado para franquearnos el paso. Si ella viste como campesina, su casa es un invernadero; las plantas ocupan todo el espacio desde el vestíbulo hasta la terraza, como una jungla doméstica. Me pregunto de qué sirve una terraza en la que no hay sitio ni para sentarse.