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– No lo hará.

Se ha quedado inmóvil con la copa de whisky en la mano.

– Tú vives en otro mundo. Allí, en jefatura, cada periodista tiene su informante, desde tus subordinados hasta los mandamases, pasando por Yanutsos. ¿Pretendes que me crea que Guikas está al margen, él, que va para director general?

– Por eso mismo no lo hará -respondo tranquilamente-. No está tan loco como para revelar información recabada en una investigación extraoficial.

Algo aliviado por este argumento, apura su copa.

– De acuerdo, esto tiene su lógica, lo reconozco. -De repente, me advierte, amenazador-: Pero si llega a colarse algún dato, lo sacaré todo a la luz, que lo sepas.

En la calle, al aire libre, sólo las aceras mojadas delatan el paso de la tormenta. Por lo demás, ha clareado y el sol brilla. Gracias a la lluvia, la gente se ha encerrado en casa o en sus despachos, y sólo tardo un cuarto de hora en llegar a la calle Arístocles. No obstante, lo que representa una ventaja para la circulación, supone un inconveniente para aparcar. Me paso media hora dando vueltas por la zona, buscando un hueco. A la quinta vuelta, veo que alguien se marcha de la calle Nikiforidis y aparco en su lugar.

Al entrar en casa, oigo que el televisor está encendido en la sala de estar. Me acerco para saludar a Adrianí, pero la sala está vacía. La encuentro en la cocina, planchando. Lo hace a menudo: se pone la tele a modo de radio, sin mirar la imagen mientras se ocupa de sus quehaceres.

– ¿Cómo es que no llegas empapado?-se extraña.

– Estaba bajo techo y me libré.

– Menos mal. Ha llamado una señora para preguntar por ti.

– ¿Quién era?

– No lo sé, no me ha dicho su nombre.

– ¿Y no se lo has preguntado?

Deposita la plancha sobre la tabla y me fulmina con una de esas miradas altaneras que suelen acompañar sus comentarios mordaces.

– Dime, ¿no es por eso por lo que trajiste a Kula a casa? ¿Para que te hiciera de secretaria?

– La he llevado a su casa para que no se mojara.

– Menos mal que se te ha ocurrido. En cuanto a esa señora, no te preocupes. Si es importante, ya llamará de nuevo.

La dejo con la impresión de haberme desarmado con su razonamiento y me dirijo a la sala para telefonear a Guikas. Le describo a grandes rasgos mi encuentro con el consejero del primer ministro.

– Lo has manejado bien -dice, satisfecho-. Que piense que estás investigando a la extrema derecha.

Luego le hablo de la posible colaboración entre Favieros y la mujer de Stefanakos. Se produce un silencio. Cuando Guikas vuelve a hablar, su voz suena muy preocupada.

– Si lo que dices es verdad, me temo que nos enfrentamos a la peor de las posibilidades.

– ¿A qué se refiere?

– A un asesinato, aunque no perpetrado con una pistola ni con un cuchillo, sino induciendo a la víctima al suicidio. Imposible de demostrar o de descubrir lo que se oculta detrás de ello.

Su argumento me parece tan sólido que me hace vacilar.

– ¿Sigo investigando?

– Sigue, a ver si estamos a tiempo de impedir el siguiente suicidio, suponiendo que vaya a haberlo.

Cuelgo el auricular y me devano los sesos para decidir cómo debo proceder a partir de mañana. Intento discurrir una forma discreta de abordar a Lilian Stazatu, la mujer de Stefanakos. Podría hacerle una visita, pero ella sin duda tiene acceso directo al primer ministro, o por lo menos a sus consejeros, que acabarían por enterarse de que no investigo a los miembros de la extrema derecha sino la relación entre Favieros y Stazatu.

Se demuestra que Adrianí estaba en lo cierto, porque la mujer desconocida vuelve a llamar mientras estamos cenando. Resulta ser Koralía Yanneli.

– ¿Podríamos vernos mañana, señor comisario?

– Por supuesto. ¿En su despacho, le parece bien? -Quiero impedir que me proponga encontrarnos en el mío, en jefatura, ya que, de momento, está ocupado por otro.

– ¿Le importaría ir a las oficinas de Erige? Al señor Zamanis le gustaría estar presente.

Nos citamos para las diez, aunque esta llamada telefónica me preocupa. Quizá resulte totalmente inocua, pero es posible que abra nuevas heridas.

Capítulo 25

El cielo está despejado y, si Atenas tuviera árboles, impregnarían el aire con su fragancia. En esta ocasión, conduzco yo mismo el Mirafiori, en dirección a las oficinas de Erige S.A. He dejado a Kula en casa, porque sospecho que quizá la plana mayor de Favieros no quiera hablar delante de ella. La he informado de lo que me contó ayer Sotirópulos y le he encargado que investigue las empresas de Stazatu para ver si descubre algo interesante.

La cincuentona de recepción me reconoce enseguida. Sigue sin maquillarse, aunque se muestra un tanto más alegre y me dedica un amago de sonrisa.

– Le están esperando, señor comisario. Un momento, les comunicaré que ha llegado.

La fotografía de Favieros continúa allí, aunque ya sin el crespón. Tampoco están los ramos de flores en el suelo.

No es Aristópulos, el informador de Kula, quien viene a mi encuentro sino una jovencita, que ronda los veinte. Subimos a la tercera planta, cruzamos el puente de los suspiros y llegamos al despacho de Zamanis. A diferencia de la cincuentona de recepción, la secretaria de Zamanis, la cincuentona número dos, me recibe con frialdad extrema. Me saluda con un gesto imperceptible y me abre la puerta para que pase al despacho de su jefe.

Zamanis me tiende la mano sin sonreír ni levantarse de su asiento. Yanneli, en cambio, me regala una sonrisa. A pesar de ello, la atmósfera en general, desde la secretaria en la antesala hasta el propio Zamanis, presenta masas de aire gélido que anuncian tiempo revuelto. El pronóstico meteorológico queda confirmado en cuanto ocupo el asiento que me señala Zamanis.

– Cuando vino a verme, me aseguró que estaba realizando una investigación discreta y extraoficial de los motivos del suicidio de Iásonas Favieros, señor comisario.

Mantiene la cabeza inclinada y lee un documento. Es obvio que pidió a su secretaria que transcribiese nuestra conversación, para dejar constancia. Tanto el folio como sus aires de gravedad y su traje me recuerdan al fiscal que se dispone a desmentir el testimonio de un testigo hostil.

– Muy cierto -respondo con calma.

– Lo mismo me dijo a mí-interviene Yanneli.

– Sí, y a ambos les dije la verdad.

– ¿Y cree que encontrará los motivos del suicidio de Iásonas Favieros en las agencias inmobiliarias de Balkan Prospect?

Me encojo de hombros.

– Cuando uno busca a ciegas, señora Yanneli, mira hasta debajo de las piedras. Claro que, a veces, uno se topa con cosas que no esperaba encontrar, pero para eso mismo se levantan las piedras. -La indirecta no parece amedrentar a ninguno de los dos.

– No va a descubrir nada -prosigue Zamanis sin cambiar de tono-. Lo único que ha conseguido es preocupar a ciertas personas y armar un ruido muy perjudicial.

– Tal vez el ruido sea perjudicial, pero esas personas tienen buenas razones para preocuparse. Lo que se ha destapado, de ese modo casual, ha sido una serie de transacciones dudosas.

– Sólo una mente enfermiza podría considerar dudosas esas transacciones. Ni el pasado progresista de Iásonas ni su calibre empresarial encajan en el perfil de alguien que incurre en transacciones dudosas.

Ataca de frente y con toda su artillería pesada, para dejarme sin defensas. Iásonas Favieros, por su condición de un militante de izquierdas era incapaz de estafar a unos pobres refugiados. Por otro lado, su categoría como empresario no le habría permitido involucrarse en la compraventa fraudulenta de inmuebles.

– No he dicho que Favieros estuviera metido personalmente en negocios turbios. Quizás algunos de los directivos de sus agencias inmobiliarias pretendieran enriquecerse por vía ilegal. En el caso de Leventóyanni, como mínimo, hay pruebas de connivencia entre el responsable de la inmobiliaria y el notario. No sé qué más descubriré si sigo investigando.