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– A mí no me preguntes, bonita, yo sé tanto como tú.

– Hay una cosa clarísima. No pueden formular una acusación basándose en esa sarta de chorradas.

– Quizá dispongan de más datos y no quieran mostrar todas sus cartas.

– Quizás, aunque es más probable que intenten cerrar algunas bocas, como ha dicho ese abogado.

– Ya se verá. Espera, te paso a tu madre.

No me apetece seguir hablando del tema. Katerina no me descubre nada nuevo, pero esto no cambia mi destino. Me otorgarán una medalla al valor y me mandarán al departamento de objetos perdidos.

Mientras pienso en todo esto, se me ilumina la mente y comprendo de golpe la jugada de Guikas. Tal vez la brigada antiterrorista no sabía nada, pero él estaba en el ajo con toda seguridad. Ni un mosquito vuela en jefatura sin que Guikas se entere. Constato con amargura que mi análisis de la situación el día que me entrevisté con el notario no iba errado. Guikas me respaldó mientras la investigación era extraoficial y él no corría el riesgo de quedar mal. Sin embargo, cuando recibió la orden de arriba de cerrar el caso, me dejó dando palos de ciego y apoyó a Yanutsos, porque le convenía.

La cólera se apodera de mí y voy corriendo al teléfono. Llamo a Guikas a su casa. Dejo que suenen unos diez timbrazos y nadie contesta. Claro, me digo, se imaginó que yo lo telefonearía y no responde, para evitar discusiones desagradables que le quiten el apetito.

Adrianí me avisa desde la cocina que la cena está preparada. Me siento para cenar un poco de briam pero no consigo tragar bocado.

– No te hagas mala sangre -me recomienda ella al observar que como con desgana-. Que se saquen los ojos. No serás tú quien salve el honor de la policía.

Cree que estoy preocupado por el honor del departamento, porque no le he hablado del gusano que me roe las entrañas. La policía me trae sin cuidado; lo único que me importa es mi puesto. De todos los destinos que me han asignado, éste es el único que me satisface, y lo quiero, aunque me obligue a andar siempre a tientas y expuesto al peligro de pisar una piel de plátano. Ahora me enterrarán en algún cargo administrativo, y pasaré el resto de mi vida emborronando papeles.

– Tengo una idea -apunta Adrianí tímidamente, y enseguida sé qué va a decirme-: ¿Qué te parecería si fuéramos unos días a la isla, a casa de Eleni? No deja de insistirme en que vayamos. Si quieres mi opinión, después de la aventura de los hospitales, nos sentará bien. Te quedan veintisiete días de baja.

Las tiene contadas hasta la última hora, pero su ocurrencia no me desagrada del todo. Alejarme de Atenas me permitirá relajarme y reunir fuerzas para librar la batalla por un nuevo puesto que no ofenda mi dignidad. A pesar de los argumentos a favor, opto por una respuesta contenida, para que no se emocione demasiado y empiece a comerme el coco desde ahora.

– Nos lo pensaremos. En principio, no es mala idea.

– Bien, mañana llamaré para preguntar el horario del barco. Eleni me ha dicho que ahora hay unos nuevos, que realizan la travesía en seis horas. Sale un poco más caro pero vale la pena.

Cuando desea algo con todas sus fuerzas basta con decirle «ya veremos» para que lo interprete como un «sí».

– Vale, pregúntalo, pero todavía no es seguro.

Dejo la mitad de la cena en el plato, me dirijo a la sala y enciendo el televisor. Sé que esta noche no sólo me faltará el apetito sino también el sueño. Vuelvo a ver a los tres jóvenes corriendo por el pasillo que lleva a mi antiguo despacho, vuelvo a oír las declaraciones de Yanutsos y vuelvo a ponerme nervioso, aunque después emiten una entrevista a los padres y vecinos de los detenidos, y esto me interesa. Los padres de los tres proclaman categóricamente la inocencia de sus hijos. Reniegan del gobierno y maldicen a la policía, que los ha sumido en el dolor y ha mancillado el nombre de sus vástagos. El comentario más acertado lo hace uno de los jóvenes del vecindario al referirse a uno de los detenidos:

– De acuerdo, no es ningún santo, pero tampoco un asesino.

Poco después de las once, sintonizo por casualidad un debate en torno al peligro de la extrema derecha en Grecia, moderado por Sotirópulos. Los invitados son un ministro, un miembro importante del partido de la oposición, un periodista y un abogado. La discusión se desarrolla de la manera habitual, sin cambios de guión: el ministro sostiene que la extrema derecha supone una amenaza real y que el Estado debe mantenerse alerta; el diputado de la oposición lo niega y acusa al gobierno de querer sacar beneficios electorales de los acontecimientos; el ministro contraataca y acusa a la oposición de subestimar el peligro deliberadamente para ganarse los votos de la extrema derecha. Entre los dos, a modo de comodines, intervienen por un lado el abogado, que intenta determinar si hay elementos suficientes para procesar a los tres detenidos, y por otro el periodista, interesado en analizar las repercusiones políticas. Ambos gastan saliva en vano, porque nadie les presta atención. Sotirópulos, como de costumbre, desempeña el papel de abogado del diablo: primero lanza una indirecta para agitar las aguas y luego trata de guardar cierta ecuanimidad.

Ya está, han logrado su objetivo, pienso. Mañana todos, desde los periódicos hasta la televisión, pasando por la radio, se harán eco de la amenaza de la extrema derecha, y nadie se acordará de los tres detenidos.

Ésta es una de las pocas noches en que, antes de dormir, añoro el rumor de las olas que rompen en la playa de la isla. En cuanto cierro los ojos, me asalta la imagen de Yanutsos sentado en mi silla, y los abro de inmediato.

Capítulo 30

Cuando no consigues conciliar el sueño pueden suceder dos cosas: o te invaden las angustias y los temores o te dominan la ira y la irritación. En ambos casos, necesitas tomar un tranquilizante. Mi tranquilizante fue la decisión de saldar cuentas con Guikas. En lugar de producirme ansiedad e inquietud, esta determinación me procuró alivio y me permitió dormir un par de horas.

Así pues, a las diez de la mañana, aparco el Mirafiori en el garaje de jefatura y subo a la quinta planta en el ascensor. El sustituto de Kula continúa sentado frente a la revista abierta encima del escritorio.

– Comisario Jaritos -me identifico, convencido de que no se acuerda de mí, puesto que no soy ni un Toyota ni un Hyundai.

Me echa una mirada y vuelve a su lectura. Al pasar por su lado, veo que admira embobado una doble plana dedicada a los teléfonos móviles.

Llamo a la puerta de Guikas y entro enseguida, sin esperar invitación. Lo encuentro de pie, de espaldas al gran escritorio, contemplando la avenida de Alexandra a través de la ventana. Esto es señal de que algo le preocupa, pues por lo general nunca abandona su sillón. En cuanto se vuelve hacia mí, piso el freno y me quedo clavado. Tengo delante a un hombre fatigado, con los ojos enrojecidos del insomnio y la expresión de alguien a quien le ha sobrevenido una gran desgracia.

– Sé lo que vas a decir -anuncia-. Pero no tenía la menor idea. -Se sienta y fija la vista en el juego de tijeras y abrecartas que descansa encima del escritorio-: No lo sabía, Costas. Todo se ha llevado a cabo sin mi conocimiento.

A lo largo de todos los años que llevamos trabajando juntos, he visto sus facetas iracunda, apática, lisonjera, taimada y reservada. Pero es la primera vez que lo veo derrumbado, y mi ira se desvanece. Tiro a la papelera todo lo que pensaba recriminarle y me siento en mi silla habitual, sin aguardar a que me lo indique. Él alza la mirada lentamente hasta posarla en mí.

– Desde que estoy en el cuerpo, siempre he sabido que la dirección política del ministerio confiaba en mí. Si alguien me hubiese asegurado lo contrario, no me lo habría creído. Y no confiaban en mí sólo por mis capacidades, que al fin y al cabo no cuentan demasiado en el puesto que ocupo, sino porque respetaba siempre las reglas del juego, cumplía las órdenes sin cuestionarlas, sin oponerme a ellas y sin fingir no haberlas entendido. Ayer sentí por primera vez que me hacían a un lado, que no basta con obedecer, hay que ejecutar las órdenes al pie de la letra. No a mi manera, por más que haya dado buenos resultados, sino exactamente como me las dictan, aunque sean irracionales y me dejen en mal lugar.