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– Tenga la bondad de esperar un poco, señor comisario -dice en cuanto me presento-. El señor Andreadis está hablando por teléfono. Permítame que le ofrezca algo entretanto, pues es posible que tarde un poco. Estas llamadas son como visitas personales.

Le pido un vaso de agua fría, a tono con el aire acondicionado, que está puesto al máximo, y amenizo la espera examinando las fotografías colgadas en las paredes: todas de un hombre sesentón, siempre feliz y sonriente, pronunciando un discurso o brindando con un vaso de vino junto a un cordero asado. Otro detalle que me impresiona es el asombroso parecido entre Andreadis y su secretaria. No hace falta ser adivino para deducir que ha contratado a su hija. Mi sospecha queda confirmada cuando la joven me guía al despacho del diputado.

– El comisario Jaritos, papá.

El sesentón se levanta de la silla y se acerca para saludarme con la misma sonrisa que luce en las fotografías.

– ¡Me alegro de verle, me alegro de veras! -asegura y, tras el apretón de manos, me toma del brazo y me conduce, no a la silla metálica destinada a los votantes, sino al sofá reservado para los amigos del alma. Él se sienta a mi lado.

– ¿De qué conoce al doctor Uzunidis?

La pregunta me pilla tan desprevenido que se me traba la lengua. ¿Cómo explicar mi relación con Fanis? Si lo califico de miembro de la familia, estaré precipitándome y mintiendo. La expresión «futuro pariente» seguramente no resulta apropiada. Si digo que se trata de un amigo, probablemente la definición más ajustada a la realidad, quizá le parezca poco. Por suerte, él mismo me saca de mi apuro.

– Fanis me comentó que usted es su futuro suegro.

– A eso parecen apuntar las cosas -contesto, y ambos echamos a reír.

– ¿Sabe?, mi madre le debe la vida. -Andreadis se ha puesto serio-. La llevé una noche al hospital con un infarto grave, y él no sólo consiguió salvarla sino también estabilizar su estado. Desde entonces, mi madre jura por el nombre de Fanis y no quiere oír hablar ni de clínicas especializadas ni de hospitales en el extranjero. Por eso, cuando él me telefoneó para decirme que usted deseaba hablar conmigo, me fue imposible negarme.

Me habría sorprendido menos enterarme de la intervención de Guikas, el ministro o incluso el primer ministro. No contaba en absoluto con la ayuda de Fanis. Jamás me habría imaginado que con sólo descolgar un teléfono conseguiría lo que a Sotirópulos le fue imposible.

Andreadis consulta su reloj.

– Haga, pues, sus preguntas porque, por desgracia, he de estar en el Parlamento dentro de poco.

– Le vi por casualidad en la televisión, después del suicidio de Lukás Stefanakos.

– Ah, sí. Ese programa de… ¿cómo se llama?

– ¿El periodista? No me acuerdo.

Si Sotirópulos nos estuviera escuchando, lo enrabiaría mucho ver que obviamos su nombre. Sin embargo, no quiero despertar en Andreadis el temor a que sus confidencias se filtren a la prensa.

– De entrada, debo decirle que yo, personalmente, no creo en la teoría que responsabiliza a la extrema derecha de los suicidios de un gran empresario y un diputado -le aclaro-. Puedo afirmárselo sin rodeos, puesto que estoy de baja médica, es decir, fuera de servicio.

Una sonrisa de felicidad se dibuja en sus labios.

– Por fin, un miembro de los cuerpos de seguridad que piensa con la cabeza -exclama satisfecho-. Porque el gobierno, presa del pánico, se ha sacado de la manga una explicación tan rocambolesca que nos deja a todos como idiotas.

– No obstante, han llegado a mis oídos ciertos rumores que quisiera verificar, por curiosidad personal, digamos.

– ¿Qué rumores?

– Sobre las relaciones profesionales entre las familias de Favieros y Stefanakos. Tengo entendido que, aparte de la constructora de Iásonas Favieros y la agencia publicitaria de Lilian Stazatu, existen dos empresas más, consultorías especializadas en los programas de la Unión Europea, y que pertenecen a las esposas de Favieros y Stefanakos. Una de ellas opera en Grecia y la otra, con sede en Skopia, cubre el área de los Balcanes. Existe, asimismo, una off-shore de Iásonas Favieros, la denominada Balkan Prospect, que controla una red de agencias inmobiliarias en Grecia y los Balcanes, además de una serie de constructoras locales. Por último, existe una off-shore de Iásonas Favieros y Lilian Stazatu dedicada al sector turístico y hotelero.

– Gracias a Dios que es usted policía y no inspector de hacienda. No habría quien nos salvara de sus garras -bromea y, sin perder la sonrisa, agrega-: Pero ¿adónde quiere llegar?

Empiezo a describirle el entramado de conexiones entre Favieros, su mujer, Stefanakos y la esposa de éste. Le presento mi teoría sobre las dos empresas legales, la constructora y la publicitaria, y su uso como tapaderas de negocios más turbios: la Balkan Prospect de Favieros, las empresas de consultoría y las hoteleras.

No me interrumpe en ningún momento aunque tampoco parece demasiado interesado en mi exposición.

– ¿Qué quiere de mí, exactamente? -pregunta con impaciencia cuando termino.

– Que me diga si, en su opinión, hay algo extraño detrás de todo esto y me explique en qué puede consistir. -Intento emplear frases neutras, incoloras, para no obligarlo a realizar un aterrizaje forzoso.

– No veo nada extraño -responde y me deja pasmado.

– ¿Ni siquiera en el funcionamiento de las agencias inmobiliarias de Balkan Prospect?

– ¿Por qué habría de llamarme la atención? Toda empresa prospera comprando barato y vendiendo caro. Las que no lo consiguen cierran en menos de un año.

– Sí, pero ellos no declaran sus beneficios a hacienda. Se los meten en el bolsillo como dinero negro.

Andreadis prorrumpe en carcajadas.

– ¿Vive en un piso de propiedad, señor comisario?

– No.

– Entonces, si piensa comprarle un piso a su hija cuando se case, le recomiendo que no declare su valor real al fisco. Nadie lo hace. Hacienda no ha perdido nada: de todas formas habría cobrado lo mismo.

– Sólo los búlgaros, los albaneses y los rumanos han pagado de más.

– ¿Por qué se fija sólo en el lado negativo? Yo me alegro de que esos extranjeros, que llegaron a Grecia sin tener donde caerse muertos, consigan en diez años comprar su propia vivienda y ser dueños de su destino. Esto habla bien del dinamismo de la economía de nuestra pequeña Grecia.

Veo que este camino no me lleva a ninguna parte, ya que se cruza con el deseo de todo griego de comprarse un pisito, así que pruebo un atajo.

– ¿Y las consultorías?

– ¿Le parece mal que existan empresas que asesoren a los griegos sobre cómo aprovechar los fondos de la Unión Europea? Por un lado, denunciamos nuestra incapacidad de absorber los fondos estructurales y, por el otro, acusamos a los que intentan ayudarnos a absorberlos.

– No los acuso. Únicamente me pregunto si Lukás Stefanakos utilizaba sus contactos políticos para asegurarse de que el Estado griego invirtiese esos fondos a través, precisamente, de la empresa que su esposa dirigía junto con la señora Favieru.

– Lo importante es que los fondos se inviertan adecuadamente y no por medio de qué empresa se realice esa inversión.

– Me imagino que por eso le elogiaba el ministro balcánico que participó como invitado en aquel programa.

A pesar de mis esfuerzos, no logro poner freno a mi ironía. Andreadis la capta de inmediato y se muestra más reservado.

– No sé a qué viene ese comentario. No tiene la menor idea de las dificultades que afrontan estos países a la hora de buscar fondos, créditos bancarios, préstamos. Stefanakos los apoyaba con la mediación de la consultoría de su mujer.