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– De acuerdo.

– Yo me pondré en camino dentro de un cuarto de hora. -Se produce una breve pausa antes de que pregunte, vacilante-: ¿Has hablado con alguien más?

– ¿Con quién iba a hablar?

– Con otro periodista. ¿Lo has hecho?

– ¿Te parece que me sobra el tiempo para charlar con otros carroñeros como tú, Sotirópulos? -Contesto furioso y pulso el botón que Fanis me había indicado para cortar la comunicación.

Para cuando enfilamos la recta de Nea Makri, ya es noche cerrada. Aunque en el trayecto hasta la carretera del litoral el tráfico había sido escaso, en Zúberi nos topamos con una caravana interminable de coches que avanzan a paso de hormiga.

– Ya está -resoplo, desesperado-. No llegaremos ni pasado mañana.

– Menos mal que hemos llegado hasta aquí. Imagínate qué habría pasado si hubiésemos ido por Rafina.

Tiene razón, aunque esto no me consuela. Mientras nosotros seguimos atrapados en una cola de más de cien vehículos, es posible que Vakirtzís ya esté muerto. Intento calmarme pensando que, entre tantos invitados, alguien habrá que intente impedírselo. Sé por experiencia, sin embargo, que, en casos como éste, la gente se paraliza ante lo inesperado y, en lugar de hacer algo para evitar el mal, lo observa pasivamente, convertida en estatuas de sal.

A mi lado, Fanis estalla en cólera y empieza a golpear el volante.

– En verano salen a cenar pescadito, en invierno, carne asada y, el resto del año, van de excursión -aúlla, furioso-. ¡No hay manera de encontrar la carretera despejada!

Me olvido, por un instante, del presunto suicida para tratar de apaciguar al infractor en potencia, pero sin resultado. Fanis gira el volante a la izquierda, entra en el carril contrario, que está vacío, ya que nadie sale para cenar pescadito en Atenas, y aprieta el acelerador a fondo.

– ¡Para, nos mataremos! -grito, pero no me hace caso.

Unos metros por delante aparece un autocar de línea que viene directo hacia nosotros. Fanis da un volantazo a la derecha y se pone a tocar el claxon para que lodejen entrar en la fila de coches atascados. Lo consigue justo en el instante en que el autocar pasa a un centímetro de nosotros.

– ¡Sinvergüenza, irresponsable! -brama un conductor sesentón-. ¡Y encima eres médico!

– ¡Será un traumatólogo en busca de pacientes! -comenta una cuarentona pelirroja al volante de un Honda.

– ¡Por esto cada fin de semana tenemos más bajas que los palestinos! -añade el sesentón.

– Tienen razón -le digo a Fanis-. ¿Crees que llegaremos a tiempo para prevenir el suicidio si nos matamos?

– ¡Soy médico! -vocifera Fanis-. ¿Sabes lo que significa saber que alguien se está muriendo y no poder hacer nada?

– No. Yo soy policía y siempre llego cuando ya están muertos.

La ira lo domina hasta tal punto que no oye mi respuesta. También está sordo a los comentarios y las protestas de los demás conductores. Es la primera vez que veo a Fanis, generalmente sereno y conciliador, fuera de sí. Sigue la misma táctica a lo largo de algunos kilómetros más: se mete en dirección contraria, adelanta tres o cuatro coches y regresa a su carril en cuanto tropieza con un obstáculo.

A pesar de los cortes de manga que nos dedican, con este método logramos dejar atrás Nea Makri y seguir por la carretera del litoral en dirección a Maratón, donde se circula con bastante mayor fluidez. Son casi las diez de la noche cuando, por fin, doblamos a la izquierda, en dirección a Vranás. Después del cruce, la carretera está despejada, y Fanis pone el coche a cien.

– Me equivoqué -se lamenta mientras conduce-. Habríamos debido ir por Stamata.

– ¿Y cuánto tardaríamos en ir de Drosiá a Stamata?

– Cierto. No lo había pensado.

A las diez de la noche avistamos Vranás, iluminado por guirnaldas de bombillas. Las tabernas están atestadas y en el aire flota cierto olor, no a pino, sino a humo y fritanga. Nos detenemos ante el primer quiosco para preguntar cómo llegar a casa de Vakirtzís.

– ¿Vosotros también? ¿Qué os ha dado a todos que queréis ir a su casa? -se extraña el quiosquero antes de señalarnos por dónde debemos girar.

– Hemos llegado tarde -gruñe Fanis desanimado al arrancar de nuevo.

– No saques conclusiones precipitadas. Ha organizado una fiesta. Tal vez fueron los invitados quienes preguntaron por la casa.

– También es verdad. No me acordaba de que hoy es su santo.

Por suerte, no perdemos mucho tiempo buscando. Divisamos la casa de Vakirtzís a la derecha, en cuanto abandonamos Vranás rumbo a Stamata. Se trata de una casa blanquísima de tres plantas que se alza en lo alto de una pendiente. Fanis tuerce a la derecha para enfilar un camino lateral que conduce a la entrada de la finca. La enorme verja está abierta de par en par, y en el área circundante, tanto en el interior como en el exterior de la finca, están aparcados todos los modelos de la industria automovilística internacional, desde todoterrenos y Bemeuves hasta Toyotas y Mercedes descapotables. Fanis no encuentra aparcamiento, de modo que deja el coche a cierta distancia.

No percibimos el alboroto sino hasta que nos acercamos a la finca. Cuando pasamos de largo buscando un sitio donde aparcar, los coches y las luces nos deslumbran. Ahora nos percatamos de que la entrada está desierta y no hay guardias. Recorro la zona con la vista y, allá arriba, cerca de la torre, vislumbro a un montón de gente apiñada como para presenciar un desfile. Sólo que, en vez de aclamaciones y aplausos, se oyen aspavientos, exclamaciones y chillidos. En la terraza, que cubre la planta baja entera de la mansión, reina el pánico. Unos gesticulan violentamente, otros entran y salen de la casa y otros más suben y bajan las escaleras que comunican la terraza con el jardín.

Fanis y yo nos detenemos e intercambiamos miradas.

– Tenías razón -le digo-. Hemos llegado tarde.

Y, como si nos hubieran propinado un empujón, echamos a correr cuesta arriba, hacia el tumulto. A media distancia, Fanis aminora el paso y se vuelve hacia mí.

– Quizá no conviene que me vean contigo.

– Ven. Nadie va a preguntar quién eres.

Continuamos subiendo cuando suena la sirena de una ambulancia y sus faros iluminan nuestro camino desde atrás. Tras la ambulancia llega un coche patrulla. Le hago una seña al conductor de la ambulancia para que se detenga.

– ¿Por qué habéis venido? -pregunto cuando llega a mi altura.

Me mira, confundido.

– Nos han avisado que hay que llevar a alguien al hospital.

– ¿A quién?

El conductor consulta su libreta.

– Al periodista Vakirtzís.

Un agente baja del coche patrulla y se me acerca.

– ¿Y usted quién es? -inquiere.

Le muestro mi placa.

– Comisario Jaritos. Quedaos aquí hasta que os llame.

Ambos ponen cara de perplejidad pero no se atreven a contradecirme. Fanis y yo reemprendemos la subida.

– Si han avisado a una ambulancia, quizá siga con vida -aventura él.

Lo mismo pienso yo y cruzo los dedos mentalmente. Intento abrirme paso entre el gentío repitiendo sin cesar mi nombre y mi cargo. Oigo susurros de horror, gemidos y llantos. Muchos de los presentes tienen la ropa empapada.

Por fin, llego a un espacio abierto cubierto de césped y con una enorme piscina en medio. Los ojos se me van automáticamente a la piscina, quizá como reflejo por haber visto a aquellas personas mojadas, pero está vacía y en calma. Hay una mujer sentada en una silla junto a la piscina. Su cuerpo se inclina hacia delante, como si buscase algo en el suelo, sacudido por los sollozos. También lleva el vestido mojado.

Sigo buscando con la mirada hasta que, a unos quince metros de distancia, descubro un bulto blanco bajo un parral. El área está mal iluminada y no alcanzo a distinguir de qué se trata aunque, al aproximarme, advierto enseguida que es un cuerpo humano tapado con una sábana.