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Contemplo el bulto desde lo alto. Las esperanzas que concebí al oír la ambulancia se disipan ante el cadáver cubierto. Me agacho y retiro la tela. La visión de un rostro quemado me sorprende tanto, que dejo caer la sábana y me apoyo en el parral, para no caer al suelo. Estaba preparado para el espectáculo de un cráneo destrozado por una bala o una garganta cortada con un cuchillo, pero no un cadáver carbonizado. Echo una ojeada alrededor. Hay trozos de césped amarillentos y otros chamuscados.

Me alejo del cadáver y me dirijo a la mujer sentada en la silla. Ha dejado de llorar. Ahora mantiene el cuerpo recto e inmóvil y se cubre la cara con las manos.

– ¿Qué ha pasado? -pregunto. Ella no responde ni cambia de postura-. Soy el comisario Jaritos. Cuénteme qué ha pasado.

Baja las manos lentamente y me mira. Traga saliva e intenta hablar con cierta coherencia.

– Jugábamos junto a la piscina -me explica al cabo-. Ya sabe, cuando intentas tirar al otro al agua.

Lo he visto hacer en algunas películas de Hollywood, pero no es momento para juegos.

– ¿Y después?

– En cierto momento, apareció Apóstolos. Estaba empapado, y pensamos que él también se había dado un chapuzón. Pero él estaba empapado en… petróleo… -Vuelve a convulsionarse, presa de los sollozos, y apenas consigue farfullar-: Se detuvo en el lugar donde está ahora y agitó la mano, como despidiéndose de nosotros. Después… -El llanto no la deja proseguir-. Después sacó un encendedor del bolsillo y prendió fuego a su ropa.

Espero a que se calme un poco.

– ¿A nadie se le ocurrió echarle agua?

– No. Nos quedamos todos petrificados. En menos de un segundo, estaba envuelto en llamas. Lo vimos retorcerse y aullar, pero no nos atrevimos a acercarnos. Cuando se desplomó sobre el césped, reaccionamos y empezamos a buscar cubos o una manguera. No había mangueras por ninguna parte. Los que corrieron a la casa encontraron un cubo de fregar. Lo llenaron de agua en la piscina y se lo vaciaron encima, pero ya era demasiado tarde.

– ¿Dónde está su esposa?

– No tenía esposa, estaba divorciado. Rena, la chica con la que vive… vivía… entró en estado de choque y la llevaron a la casa.

La gente siempre actúa de la misma manera en estos casos. En cuanto constata que alguien asume el mando, se relaja y se desmorona. La dejo y me aproximo a Fanis, que nos observa desde el borde de la piscina.

– Ardió como un cirio.

Mis palabras le producen un estremecimiento.

– Puedo entender que alguien llegue a suicidarse. Pero esta salvajada… ¿Por qué?

– No lo sé. Diles a los de la ambulancia que ya se lo pueden llevar. Y entra en la casa para buscar a su novia, una tal Rena. Comprueba en qué estado se encuentra y trata de reanimarla. Necesito hablar con ella.

Fanis se da la vuelta y se aleja a toda prisa, mientras yo examino el entorno. Ahora que he perdido la carrera contra la fatalidad, ya sólo me resta detectar las posibles similitudes entre este suicidio y los anteriores. A primera vista, la muerte de Vakirtzís se diferencia de las otras en dos puntos. En primer lugar, la biografía que la acompaña no fue a parar a manos de un editor sino a las mías propias. Eso significa que quien se oculta tras el seudónimo de Logarás sabe que estoy investigando los suicidios. Por tanto, no sólo es alguien del círculo de los tres suicidas sino también alguien que me conoce y a quien posiblemente yo haya interrogado. En segundo lugar, éste es el único suicidio que, aunque perpetrado en público, no se ha retransmitido por televisión. De pronto, de entre la multitud surge Andreadis. Me ve y me aborda.

– ¡Qué tragedia! -exclama-. ¡Qué tragedia!

– ¿Lo presenció usted?

– ¿Y quién no? Ocurrió delante de nuestros ojos.

– ¿Tuvo la oportunidad de hablar con él esta noche?

– Intercambiamos un par de palabras. Lo saludé y lo felicité al llegar, pero no coincidimos más.

– ¿Qué impresión le causó?

Reflexiona antes de responder.

– La de siempre, jovial y bromista. «Sabes que te aprecio, Kyriakos -me aseguró-, pero no te veré en el poder.»

¿No iba a verlo en el poder porque su partido no ganaría las elecciones o porque él pensaba suicidarse? La segunda hipótesis me parece más probable.

– No esperaba reencontrarme con usted en circunstancias tan desagradables -comenta Andreadis.

– Precisamente intentaba prevenir estas circunstancias cuando fui a hablar con usted.

Me mira estupefacto.

– ¿Cree que el suicidio de Vakirtzís está relacionado con las muertes de Favieros y Stefanakos?

– Estoy convencido de ello. Lo que no sé es cuándo se cerrará el ciclo y si se producirán nuevos suicidios.

Lo noto inquieto, casi al borde del pánico, pero no dispongo de los medios ni del tiempo necesarios para tranquilizarlo.

En el otro extremo de la piscina hay una unidad móvil de la televisión, y una pelirroja, seguida por el cámara como si fuera la dama de honor que lleva la cola del vestido de la novia, está entrevistando a los invitados. Así que hay cobertura televisiva, pienso. La unidad móvil es del mismo canal que emitió en directo los suicidios anteriores. Me llama la atención que sea la única emisora presente. Agarro a la pelirroja de la manga y me la llevo a un lado. Ella se sorprende de verme.

– Señor comisario, veo que se ha recuperado. ¿Ha vuelto al servicio?

Dejo la pregunta sin contestar, por razones obvias.

– Dime: ¿cómo es que estáis aquí? ¿Cubrís habitualmente las fiestas particulares de vuestros colegas?

– No, recibimos una llamada. Nos dijeron que mandáramos un equipo a la fiesta de Vakirtzís, porque habría sorpresas. Al principio, el director creyó que era una broma pero después cambió de opinión y me pidió que viniera, por si acaso.

– Quiero una copia de las entrevistas que hayas hecho.

– Desde luego, mañana se la llevo al despacho.

– A mi despacho, no. Podría traspapelarse. Envíala al despacho del director, ya la recogeré allí.

La dejo para ir a hablar con Rena. Rezo por que Fanis haya conseguido reanimarla, para así sacar algo en claro. Qué bien. Logarás montó un espectáculo televisivo con los primeros dos suicidios. Para el tercero, con el fin de ofrecer un show campestre, también procuró cobertura. Pero ¿cómo sabía en qué momento se quitaría la vida Vakirtzís? ¿Cómo podía estar tan seguro del día y la hora? Medito sobre ello mientras subo los escalones de la terraza y llego a la conclusión de que sólo ha corrido cierto riesgo con la muerte de hoy. Con las anteriores, se había cuidado de enviar a tiempo las biografías a dos editoriales distintas, confiando en que las publicarían inmediatamente después de los suicidios, tal como ocurrió. Esta vez, se la jugó. Pero no con la emisora de televisión. Si Vakirtzís no se hubiera suicidado, simplemente habrían supuesto que se trataba de una broma. Sin embargo, ¿qué iba a suceder si la biografía llegaba a mis manos antes de que Vakirtzís se matara? ¿Acaso no intentaría yo impedirlo? El hecho de que me enviase el texto demuestra que sabía que estoy investigando los suicidios y que, por lo tanto, no me quedaría de brazos cruzados esperando lo inevitable. ¿Por qué me envió la biografía una hora antes del suicidio y cómo estaba tan seguro de que no llegaría a tiempo para prevenirlo? Es imposible que lo supiese con tanta certeza. A menos que hubiera acordado el día y la hora de la muerte con el propio suicida. ¿Tanto poder ejercía sobre ellos? ¿Tanta influencia? La pregunta queda en suspenso hasta que descubra cómo y con qué elementos los chantajeaba.