Выбрать главу

Sorbo el café griego, que está aguado, y leo los reportajes uno tras otro. Están llenos de incógnitas y suposiciones, es decir, nadie sabe nada y todos aventuran conjeturas arriesgadas. Un periódico sostiene que Favieros atravesaba grandes dificultades económicas y estaba al borde de la quiebra. Otro, que padecía una enfermedad incurable que lo empujó a poner fin a su vida de ese modo espectacular. Un diario de izquierdas analiza a fondo los graves problemas psicológicos que afligían a Favieros desde que la policía militar lo torturó durante la dictadura. Incluye una entrevista a cierto psiquiatra, que siempre salta a la palestra en ocasiones como ésta, presenta impresionantes perfiles psicológicos del asesino o de la víctima y te hace pensar en lo que se pierde el FBI al no contar con sus servicios. Otro periódico, el que menciona al Gran Hermano en el titular, plantea la hipótesis de una enfermedad incurable que moviese a Favieros a pactar con el canal de televisión la emisión en directo de su suicidio desde sus estudios, para cobrar una cuantiosa suma de dinero y dejársela a su familia. Finalmente, una de esas publicaciones de nuevo cuño que semejan fotonovelas insinuaba que Favieros era homosexual y que se había volado la cabeza para librarse de un chantaje.

Ellos no saben más que yo, pienso. En otras palabras, no saben nada. Consulto mi reloj. He estado más de dos horas sumido en la lectura de la prensa, y hace rato que ha pasado la hora de la comida en mi sanatorio particular. Dejo en la mesa los dos euros y medio que me cobran por un café tamaño dedal y me encamino de regreso a casa. Ya he recorrido la mitad de la calle Aronis en dirección contraria cuando, de pronto, se me ocurre llamar a Sotirópulos, un periodista que me martiriza desde hace años y con el que me une una relación de amor y odio, sobre todo de odio. Compro una tarjeta en el quiosco y marco el número de Información, para pedir el teléfono de la cadena de televisión donde trabaja Sotirópulos.

– ¡Qué sorpresa, comisario! -Hace años que suprimió el «señor»-. ¡Cuánto tiempo! ¿Te encuentras bien?

– Digamos que sí. Todo es relativo.

– ¿Cuándo te veremos?

– Me quedan dos meses de baja.

– ¡Me has matado! -resopla, decepcionado-. Ese tal Yanutsos, tu sustituto, nos trae locos. Hay que sacarle las palabras con sacacorchos.

Rompo a reír, satisfecho.

– Os lo tenéis merecido. A mí me acusabais de guardarme información.

– Él no lo hace para no mostrar todas sus cartas, sino porque es incapaz de hilvanar dos frases seguidas. Anota sus declaraciones en un bloc y nos las lee, sin comas ni puntos.

Casi se me cae el auricular de la mano.

– ¿Guikas permite que Yanutsos haga declaraciones a la prensa? -pregunto, estupefacto. Guikas, el director de los cuerpos de seguridad, cuida sus informes más que su cartera y no los confía a cualquiera. A mí me encargaba que los escribiera, y él se los aprendía de memoria y los recitaba a los reporteros. Y ahora resulta que ha entregado la cartera a ese idiota de Yanutsos, que lleva el chaleco antibalas del revés, como una camisa de fuerza.

– Dicen las malas lenguas que lo hace a propósito -comenta Sotirópulos entre carcajadas-. Lo odia tanto, que le hace silabear las declaraciones, para ponerlo en evidencia.

Lo creo capaz.

– Me gustaría hacerte una pregunta, Sotirópulos. Por interés personal solamente. ¿Qué sabes del suicidio de Favieros?

– Nada. -La respuesta es inmediata y categórica-. Nadie sabe nada. Estamos a oscuras. Quizá la familia esté enterada de algo, pero mantienen la boca cerrada.

– ¿Y lo que dicen los periódicos?

– ¿Acerca de sus problemas económicos, psicológicos y demás? Pamplinas, comisario. Nosotros, los periodistas, cuando no disponemos de datos, echamos el anzuelo para ver si pescamos algo. Generalmente, pescamos zapatos, bolsas de plástico y desechos varios. A este ritmo, a la historia de Favieros le queda un día de vida, como mucho, porque no tenemos nada que escribir sobre el tema.

Le doy las gracias y él contesta, riéndose, que aguarda mi reincorporación al servicio con las ansias de un enamorado.

Adrianí no me oye entrar en casa, porque está hablando por teléfono con mi hija.

– ¿No ves que lleva tres horas dando tumbos por la calle? -se lamenta. Está clarísimo que se refiere a mí, de modo que tengo todo el derecho a escuchar la conversación.

»Tres horas, Katerina. ¿Lo entiendes? -Su voz destila angustia-. Sin decirme adonde iba. Abrió la puerta y se marchó. -Calla para escuchar la respuesta de Katerina y prosigue en un tono más impaciente-: ¿Que qué le puede pasar? ¡Estarás de broma! ¡Puede haberse mareado y desmayado en plena calle! ¡A lo mejor se lo han llevado al hospital! Cuántas veces le he dicho que se compre un móvil, pero no quiere ni oír hablar de ello. -Hace otra pausa y la interrumpe con brusquedad-: ¡Claro, la culpa es mía, otra vez! ¡Soy yo quien lo agobia y no le da un respiro! -Está indignada y, cuando Adrianí está indignada, no deja a nadie meter baza-. ¡Qué Fanis ni qué Fanis! ¡Fanis no está aquí todos los días, para ver cómo he rescatado a un hombre del borde de la muerte! ¡Debería llamar a la policía para que salgan a buscarlo! ¡Hace tres horas que se ha ido y no sé dónde está!

– Estoy aquí -anuncio desde la puerta de la sala.

Se sobresalta porque no me había oído entrar, y una expresión de alivio se le dibuja en la cara.

– Aquí está tu padre, por quien preguntabas -le comunica a Katerina con toda naturalidad y me pasa el auricular-: Es tu hija.

– ¿Cómo está mi niña?

– Yo estoy bien. Mamá, no tanto. La has vuelto loca, ha estado a punto de salir a pegar carteles con tu foto -me dice, divertida.

– Lo sé. Ya se hará a la idea.

Sigue un breve silencio.

– ¿Significa eso que tu conversación con Fanis ha surtido efecto? -pregunta con alegría.

– Sí. Y también el suicidio.

– ¿Qué suicidio?

– El de Favieros. Anoche, en la televisión. De repente, me removió todo por dentro.

Katerina echa a reír.

– No deja de ser macabro pero, generalmente, las conmociones dan resultado. -Se pone seria-. Mamá lo hace porque te quiere. No te vayas al otro extremo -me advierte.

– ¡No te preocupes! Recuperaremos nuestra rutina habitual.

Intercambiamos besos telefónicos y cuelgo. Adrianí se ha ido a la cocina para preparar algo de comer. Antes de seguirla hago una parada en el dormitorio para recoger el Diccionario hermenéutico de términos hipocráticos, de Apostolidis, que Katerina me regaló cuando me hospitalizaron por el amago de infarto.

Busco la voz «sanar» y me dirijo a la cocina. La mesa está puesta, y la comida servida. Calabacines hervidos, los que estuvo pelando por la mañana, y tres hamburguesas. Me acerco a ella, diccionario en mano, y le leo la definición:

– «Sanar: curarse por completo, restablecerse. “Los enfermos sanan gracias a la medicina.” Página cuarenta y uno. Yo estoy entre los que menciona Hipócrates -añado-. Me siento tan sano, que pienso pedir el alta y volver al departamento.

– ¡Costas, por Dios, no tomemos decisiones tan precipitadas! -Por un lado, me suplica aterrorizada; por otro, me recuerda que la decisión la tomaremos juntos, no yo por mi cuenta-. Además, te retienen un pastón para la Seguridad Social. Y ahora que tienes la oportunidad de recuperar una parte de lo que te han robado a lo largo de tantos años, quieres regalárselo.