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– ¿Sabe si su marido conocía a Apóstolos Vakirtzís, señora Stazatu?

Ella rompe a reír.

– Es una pregunta ingenua, señor comisario. ¿Acaso existe algún político, aspirante a político o siquiera concejal de ayuntamiento en Grecia que no conozca a Apóstolos Vakirtzís?

– ¿Sabe si mantenían una relación amistosa?

– Otra pregunta ingenua. Con Apóstolos Vakirtzís sólo se podían mantener relaciones amistosas. Siempre que él lo pidiese, había que salir en su programa, concederle entrevistas o facilitarle información. Si no, te declaraba la guerra y, tarde o temprano, te aniquilaba.

– ¿YIásonas Favieros, señora Favieru?

Se encoge de hombros.

– Iásonas conocía a tanta gente, desde políticos hasta empresarios, que es imposible que recuerde a un Vakirtzís o a cualquier otro individuo entre ellos.

No tiene sentido insistir más. Aunque Favieros hubiese conocido a Vakirtzís, no le habría hablado de él a su mujer. Me cuesta formular la siguiente pregunta, no sólo porque no estoy seguro de que sea conveniente sino también porque no sé cómo reaccionarán.

– ¿Creen que los suicidios de sus esposos podrían estar relacionados con la actividad profesional de ustedes?

– No sé qué relación podría haber… -empieza Favieru, pero Stazatu la interrumpe bruscamente.

– De ningún modo. Sotiría y yo llevamos nuestros negocios solas. Ni Lukás ni Iásonas tenían nada que ver, y no pienso comentar nuestras actividades profesionales con usted, señor comisario.

– Ni yo pienso interrogarle acerca de ellas, señora Stazatu. No me interesan. Aunque lo que acaba de decir, que Lukás Stefanakos y Iásonas Favieros no estaban implicados en las empresas de ustedes, no es rigurosamente cierto. Si no recuerdo mal, dirigían con Favieros una empresa off-shore dedicada al sector de la hostelería en los Balcanes.

Ella se queda desconcertada, pues no imaginaba que yo estaría al tanto de este detalle, aunque enseguida recobra el aplomo.

– Ah, sí, Balkan Inns -contesta con indiferencia, como si la hubiera olvidado-. Yo nunca me he ocupado de ella; la dirigían Iásonas y Koralía Yanneli.

Empiezo a pensar que Koralía Yanneli desempeña para el grupo el papel de ministra de asuntos balcánicos. Tendré que probar suerte con ella otra vez. Me cae mejor que Stazatu, aunque nunca he obtenido de ella otra cosa que su sonrisa y su actitud afable.

Kula abre la boca por primera vez cuando ya nos hemos levantado para marcharnos.

– ¿Nos autorizarían para registrar los ordenadores de los señores Favieros y Stefanakos en su casa y en el despacho?

Favieru la mira, sorprendida. Stazatu adopta de nuevo una actitud altanera, como si el mero sonido de la voz de Kula la hubiera irritado.

– ¿Qué cree que va a encontrar en el ordenador, señorita? Si Lukás o Iásonas hubieran dejado una nota explicativa, ya lo sabríamos.

– No son notas lo que estoy buscando, señora Stazatu -repone Kula, tranquilamente-. La secretaria del señor Favieros nos comentó que, antes de morir, él pasaba muchas horas encerrado en su despacho frente al ordenador. El hecho le había llamado la atención. La compañera del señor Vakirtzís le declaró lo mismo al señor comisario, que últimamente él también pasaba muchas horas ante el teclado, escribiendo. Nos gustaría averiguar si sus ordenadores contienen algún dato al respecto.

Stazatu hace un gesto de ignorancia.

– Lukás no tenía ordenador en casa, sólo en el despacho. Hablaré con Stella, su secretaria, que todavía trabaja allí, para que les permita investigar.

De su tono se desprende que está convencida de que no vamos a encontrar nada. Kula le da las gracias y yo le indico con una seña que debemos irnos. La secretaria sentada en la antesala no levanta la cabeza para mirarnos. Quizá porque la moqueta ahoga el sonido de nuestros pasos.

Capítulo 36

No le comprendo, señor comisario.

Koralía Yanneli nos contempla con expresión irónica y a la vez extrañada. Hemos venido directamente de las oficinas de Starad, ya que Eguialías sólo queda a cinco minutos de camino de Vikela.

– Si no me equivoco, ésta es la cuarta vez que nos reunimos, y aún no entiendo a qué viene tanto interés en los suicidios. Empiezo a sospechar que ocultan algo detrás de todo esto, algo que usted no quiere confiarnos.

– No ocultamos nada, señora Yanneli.

– O sea que lo mueve un interés puramente humano, ¿no? Le urge saber por qué Favieros y Stefanakos se suicidaron de un modo tan atroz.

– También Vakirtzís. Anteayer se suicidó Vakirtzís, de un modo aún más atroz.

– De acuerdo, también Vakirtzís.

– ¿Le conocía?

– Desde luego, al igual que otros diez millones de griegos. Era imposible abrir un periódico sin toparte con un artículo de Vakirtzís, o encender la radio sin oír la voz de Vakirtzís.

– ¿No tenía tratos personales con él?

Yanneli suelta una carcajada.

– Usted sigue pensando que la explicación de la muerte de Iásonas y Stefanakos reside en el conglomerado de empresas de Favieros o en los negocios de Favieru y Stazatu o de esta última con Sotiría Favieru. Pero ¿cómo encaja en todo esto Vakirtzís, que era periodista?

Espera una respuesta esclarecedora, pero no se la daré, porque no la tengo. Las pocas respuestas que tengo no son convincentes. Los que comparten mi preocupación lo hacen porque les ronda el mismo mal presentimiento que a mí, como en el caso de Guikas, o porque temen el escándalo, como en el caso del ministro.

Yanneli interpreta mi silencio como señal de incertidumbre y prosigue:

– Puedo asegurarle que al menos Iásonas y Stefanakos no se suicidaron por problemas de liquidez. Si no me cree, solicite informes financieros de sus compañías y pida a un experto que los examine. Comprobará que todas las empresas marchan viento en popa. -Hace una breve pausa y, de repente, su semblante se torna severo-: Tres hombres murieron voluntariamente delante de los ojos de miles de personas, señor comisario. Es un hecho trágico para sus allegados y sus seres queridos. Pero no fueron asesinados. ¿A usted, pues, qué le importa?

La ironía ha ido cediendo su lugar a cierto nerviosismo controlado. Los tres han muerto, pienso. Si, en lugar de suicidios, se tratase de asesinatos, me sería más fácil encontrar alguna pista. ¿Cómo explicar a Yanneli, sin una sola prueba, que para mí los tres suicidios son crímenes indirectos? ¿Y cómo convencerla de que, si no descubrimos las causas a tiempo, las muertes continuarán con toda probabilidad y nos encontraremos frente a una situación epidémica que no sabremos cómo detener? Si estuviese investigando un asesinato, movilizaría tres o cuatro departamentos, reuniría pruebas, inspeccionaría cuentas bancarias y, tarde o temprano, encontraría algún cabo suelto. Tal como están las cosas, a falta de pruebas y argumentos, doy vueltas y vueltas a lo mismo, como un caballito de feria.

– ¿Le parece una simple coincidencia que se hayan suicidado tres personalidades del mundo político, empresarial y periodístico?

Yanneli se encoge de hombros.

– Las coincidencias funestas existen.

– ¿Y las biografías? Las dos primeras fueron publicadas a escasos días del suicidio correspondiente, y la tercera llegó a mis manos en el momento en que Vakirtzís se quitaba la vida.

Esta vez tarda un poco más en contestar.

– El argumento de las biografías tiene cierto peso, lo admito. Pero ¿quién le dice que no estaban preparadas y alguien supo sacar partido de los acontecimientos? Los tres suicidas eran personalidades conocidas y llevaban una vida muy activa; esto constituye toda una tentación para cualquier biógrafo. A fin de cuentas, tenemos el ejemplo de la organización nacionalista, que quiso aprovechar las muertes para llamar la atención del público. Quizás el biógrafo hizo lo mismo.